Recuerdo una frase de Ray Loriga que decía: “No consigo entender por qué todo tiene que estar bien hecho. No me atrevo a salir a la calle y afrontar todos los días la tiranía de la perfección”. Patricia Conde, desde luego, tampoco parece entenderlo. Ni María del Monte, ni yo, que muchos días somos prácticamente lo mismo, sobre todo cuando vamos de peregrina y nos cogen de la mano. Ambas mujeres se han enfrentado, cada una a su modo, a los tiranitos cool de MásterChef Celebrity, un programa que nunca me ha interesado lo más mínimo excepto para dejarme boquiabierta por el despotismo normalizado y cruento con el que tratan a sus concursantes.
Si no sales de allí traumatizado y abrazándote las rodillas con gafas de sol de estrella de rock o de tolai precario, con la autoestima pisoteada en un taxi destino López Ibor, algo habrás hecho mal. No habrás currado lo suficiente, no habrás competido, no te habrás desgañitado por ser excelente. ¿Por qué hay que ser el mejor? ¿Por qué hay que vivir a codazos? ¿Y si no nos interesa el éxito, o no en cada cosa, o no a cualquier precio? ¿Por qué hay que abarcarlo todo? ¿Por qué el estrés dignifica? ¿Por qué es mejor el premio que el juego? ¿Por qué el trabajo nos hará libres? ¿Por qué hemos de ganar el pan con el sudor de nuestra frente desde tiempos bíblicos hasta ahora, todavía bajo el pánico a Yahvé o a Jordi Cruz, ese tipo al que su peluquero odia?
No digas nada, hay cláusulas de confidencialidad en televisión. Todavía vuelves a casa sin piernas, y entonces ¿quién te contratará?
Uno no tiene la obligación de ser brillante. Ser brillante es un privilegio nativo que pende de un cociente intelectual que apenas podemos engrosar durante toda nuestra vida con algo de cultura y de experiencia. En lo esencial, tenemos las cartas bastante marcadas. Lo demás es carácter.
Uno tiene derecho a hacerse fuerte especializándose. Uno tiene derecho a ser genial y a que no te odien por ello. Uno tiene derecho a tener un don y a usarlo -también uno tiene derecho a no tener un don y a rellenar ese hueco con otras cualidades, o quizá sólo con actitud-. Uno tiene derecho a sentir satisfacción por hacer bien lo que se le da bien, y eso es de un gozo incomparable, grueso, desbordante, porque te pone en paz con el centro de tu propio pecho y en paz con la comunidad, por llamarlo de alguna manera, porque no vivimos solos y lo que uno hace sirve al resto. Repercute en el todo. Lo mejora. Esto es hermoso. Esto es radiante.
Uno tiene derecho a no vivir en Whiplash. Ni en Cisne negro.
Uno tiene el derecho a ser mediocre. Uno tiene el derecho a la pereza, como decía aquel librito de Paul Lafargue que regalaba Javier Krahe con sus discos. Uno tiene derecho a estar cansado. A tener sueño. A parar. Uno tiene derecho al hastío. Uno tiene derecho a estar triste. La tristeza está mal vista porque ralentiza o inmoviliza, por eso el imperativo cuqui hoy nos dice que sonriamos. Que sonriamos por cojones. Que apretemos los dientes y sonriamos. Yo confieso que soy más de la rabia, porque la rabia empuja las cosas. Este sentimiento negro a menudo me hace avanzar. Yo soy piedra que se mueve, y piedra que se mueve no cría moho.
Uno tiene el derecho a la rabia. Uno tiene derecho a explotarse siempre y cuando tenga consciencia de que lo está haciendo. Uno tiene derecho a priorizar las pasiones, la familia o el puto espíritu antes que el propio trabajo.
También el jefe tiene derecho a despedirte si no le cundes lo suficiente, cómo no, pero eso no le supone un poder omnímodo. El jefe no está legitimado para gritarnos, ni para insultarnos, ni para humillarnos, ni para atacarnos en lo personal, ni para entrar en nuestra casa con sus apreciaciones. Vivir con miedo significa ser esclavo, pero está claro que ser una persona libre ya es algo que casi nadie puede permitirse. Ser libre hoy no es un derecho: es un lujo. Una conquista. ¿Lo sabemos? Ser libre hoy -ser exitoso- es poder desobedecer. Desobedecer y que siga habiendo suelo bajo nuestros pies.
Ser libre hoy es poder marcharse.
Ser libre hoy es ser todo lo anarquista que uno pueda: casi una ensoñación romántica. Pero uno tiene derecho, si no a abrazarla, a arañarla de lejos.
Uno tiene, muy especialmente, el deber de no ser un jeta ni un pusilánime.
Uno tiene el deber de no ser inepto.
El jefe tiene una llave para abrirnos la puerta y echarnos: que la use si quiere. Que la use Jordi, que es tan chulo. Pero que no diga que Patricia Conde le ha supuesto una “enorme decepción”. No sabía que aparte de comprometer nuestra mano de obra, también teníamos que encargarnos de copar las expectativas del jerarca.
“Eres una gran decepción”. Ah. Esto es muy del cesarismo moderno. A las grandes -y sofisticadas- dictaduras nunca les bastó con poseer nuestro cuerpo. También quisieron gobernar nuestra mente. Hoy añoran su vieja vara verde. Pero les queda el desprecio, su arma intangible de repugnantes directores de orquesta.
No es que valga de nada llorar, porque lo que uno “se merece” no existe. No sé lo que es eso. Desde luego, la vida no va de lo que uno se merece.
Pienso en la canción de las Vainica Doble: “Déjame que descanse un rato al sol, déjame vivir con alegría. Si he pescado bastante para hoy, mañana será otro día. No faltará un caracol”. Uno tiene derecho a ser salvaje.
Pienso en un jefe cruel e intelectualmente plano que tuve en un trabajo anterior. Mi madre imprimió una foto suya y la metió en la nevera para que dejase de hacerme daño. Brujerías andaluzas. No sé. Al menos pude desobedecerle en una estocada final. Luego le ascendieron. Pero esa es otra historia.