PSOE y PP andan negociando la reforma del Estatuto de Autonomía de Castilla-La Mancha. O no. Vaya usted a saber. Llevan meses (bueno, en realidad, años) dándole vueltas al modelo, discutiendo si afecta o no a la reforma electoral y echándose la culpa unos a otros.

Podría parecer un asunto menor o, incluso, algo que no nos afecta como ciudadanos. Pero no es cierto: el parlamento es la sede del conflicto. Es allí donde los diputados nos representan, aunque la cámara no agote esa función.

En la democracia liberal, las asambleas son una oportunidad para canalizar las polaridades. Puede sonar académico, pero no es más que el mecanismo por el cual un talaverano defiende su tren y un conquense postula la necesidad de una autovía que conecte su ciudad con Albacete. No es que el parlamentario por Toledo represente solo a los toledanos y, mucho menos, que se deba a su partido político. Constitucionalmente, su mandato es personal, no vinculado jurídicamente ni revocable. Dicho de otra manera: se debe al interés general de los ciudadanos.

El Estatuto de Autonomía ya fue reformado en 1991, 1994, 1997 y 2014. Se trata de una Ley Orgánica, situada en la cúspide del ordenamiento jurídico español. Y lo es porque afecta al desarrollo de los derechos fundamentales y de las libertades públicas. Así que sí, más allá del debate sobre el número de parlamentarios, es importante.

Lo peor que podemos hacer como ciudadanos es desentendernos de los debates políticos que no comprendemos. Sí, ya sé, bastante tenemos con llegar a fin de mes, lidiar con una vecina insoportable o entender a nuestro hijo adolescente. Pero la vida pública también es propia, y García-Page y Núñez nos deben sus cargos. Así que debemos exigirles madurez a la hora de abordar la reforma de la ley más importante de nuestra región. Es más: que dejen de mandarse recados a través de ruedas de prensa, que dejen de jugar al ultimátum.

Que hablen, negocien, acuerden. Y que luego nos lo cuenten como lo que somos: sus jefes.