Está feo hablar con la boca llena. Y eso también sirve cuando la boca rebosa de palabras sonoras, y todo resulta más ensordecedor de lo deseable. Lo acontecido con el libro de Luisgé Martín 'El odio' se encuentra en esa tesitura, y aparecen muchos que se rasgan las vestiduras por lo que tildan de “cancelación”, y se llevan las manos a la cabeza ante una “presión social” que imposibilita la “libertad de expresión”, y se lamentan del ingente menoscabo que habrá sufrido la “creación literaria” y, en definitiva, desprenden de ello un gravísimo “problema democrático”.
Proclamas de este estilo las habrán leído y escuchado en reiterados ámbitos. Mi humilde parecer sería dejar de emplear palabras grandilocuentes e hiperventiladas para realidades que no las merecen. Intento explicarme.
Formular interrogantes es una vía de conocimiento, es una forma de entender. Y entender no es (no tiene por qué ser) justificar. Sintetizo esta postura con David Jiménez: “Sin que haya dinero de por medio (no se puede premiar el crimen), realizadas con sensibilidad hacia las víctimas y alejadas del simple morbo, las entrevistas con los renglones torcidos de nuestra sociedad también son periodismo. A veces, el mejor”(“Entrevista con el diablo”, 12-12-2013). En el caso que nos ocupa no estamos ante una entrevista periodística, pero esas consideraciones podrían extrapolarse. Por lo pronto, que ni autor ni editorial hubieran contactado con Ruth Ortiz (la madre de los niños asesinados e incinerados por Bretón), da bastantes pistas sobre el requisito de la “sensibilidad hacia las víctimas”.
Una segunda aportación me parece provechoso traer hoy a colación. Publicada también en Anagrama (como 'El Odio'), 'La ética de la crueldad' aborda el tratamiento literario de lo cruel; y su análisis podría alcanzar a otras expresiones artísticas y comunicativas. José Ovejero distingue la crueldad que se presenta “como espectáculo” o “propaganda de las ideas hegemónicas”, de aquella crueldad que “no satisface el morbo del espectador ni corteja sus valores, sino que lo confronta con sus hipocresías, sus miserias, sus mezquindades”.
Este segundo enfoque el autor lo contempla como “ético” (“en el sentido de que pretende una transformación del lector”), y advierte ahí “una literatura que aborrece lo inocuo y lo complaciente”, sin que en modo alguno haya desembocado en “cultura del espectáculo” y “asepsia posmoderna”. En ese doble tratamiento de la crueldad, les invito a que reflexionen sobre dónde parece más sensato ubicar 'El Odio'.
Y volviendo al principio. Hay muchos proyectos editoriales que jamás ven la luz, porque la editorial de turno considera que no tienen valía suficiente y/o que no van a reportar los ingresos suficientes. Esos cálculos (legítimos, desde luego) no pueden revestirse de nada más. La “presión social” es la misma variable cuando presupones que el libro te lo van a comprar mucho (y por eso lo publicas), como cuando presupones que puede implicar un coste reputacional para la editorial (y por eso decides no publicarlo). Así que sobra ponerse estupendo. Legalmente podrían haber iniciado esa distribución (no ha existido censura previa, como es constitucional y deseable, y no cabe agarrarse a elucubraciones represivas). La ciudadanía y las librerías son, faltaría más, libres de sopesar el proyecto; y los dictámenes serán variopintos.
Los oportunismos, cobardías, ocurrencias y errores de una editorial y de un autor no cabe disfrazarlos de “déficit democrático” (carencias democráticas encontramos bastantes, pero no sirve este ejemplo para ilustrar).
Hay obras literarias (y cinematográficas, teatrales, operísticas, periodísticas, publicitarias…) con cuyos malvados hemos aprendido, y donde ética y estética caminan de la mano. Y también existen monstruos a la espera de que irrelevantes autores vengan a prestar infame altavoz a su monstruosidad.