La España que creímos comprender, y que ahora nos cuesta entender, se fue forjando a fuego lento a lo largo de un proceso paulatino pero eficaz de democratización, liberalización y modernización.

Entre los ochenta y noventa, especialmente a partir del 96, la privatización del sector empresarial fue un paso clave en este recorrido. Y el caso de Telefónica fue un modelo para el resto.

Sin embargo, los cambios recientes en su cúpula directiva y los reajustes en su accionariado nos llevan a pensar que Telefónica, lejos de ser el adalid de la privatización, se ha convertido, junto con su ya expresidente Álvarez-Pallete, en la gran víctima de una creciente nacionalización.

Marc Murtra, presidente ejecutivo de Telefónica, en una imagen de archivo.

Marc Murtra, presidente ejecutivo de Telefónica, en una imagen de archivo. EFE

Este no es un caso aislado. Forma parte de una estrategia marcada e intencionada del Gobierno para controlar tanto las instituciones públicas como las privadas, hasta manejar los hilos de aquellas empresas que les puedan interesar.

Tales decisiones atentan contra la autonomía empresarial y los principios de la economía de mercado. Además, deterioran la confianza en las instituciones y ponen en jaque la competitividad de España en el escenario global, haciendo que pierda atractivo frente a países con marcos regulatorios más claros y respetuosos con la iniciativa privada.

La privatización de Telefónica concluyó en 1997, en un momento en el que tanto el Gobierno de Felipe González como el de José María Aznar comprendieron que era indispensable la apertura de empresas clave al capital y la gestión privada.

Sin embargo, 26 años después, lo incuestionable se empezó a cuestionar y se ha abandonado el recorrido de la privatización en favor de una nacionalización parcial encubierta. Este giro genera incertidumbre entre los inversores internacionales, que podrían interpretar que en España el marco legal y las reglas del libre mercado son vulnerables a cambios arbitrarios según las preferencias del Gobierno de turno.

La reciente operación de la empresa saudí Saudi Telecom Company (STC), que anunció la adquisición del 9,97% de Telefónica, intensificó este escenario. El Gobierno español, tras retrasar su autorización, respondió permitiendo a la Sociedad Estatal de Participaciones Industriales (SEPI) obtener un 10% de las acciones de la compañía.

Simultáneamente, el holding Criteria Caixa elevó su participación del 5 al 10%. Esto creó un panorama inédito desde 1997: el 30% del capital de Telefónica quedó concentrado en tres actores con capacidad para influir en decisiones clave, como el cese sorprendente y sigiloso de Álvarez-Pallete.

Su lugar fue ocupado por Marc Murta, patrono de la Fundación La Caixa y cercano al presidente del Gobierno, por su vínculo con el PSC. Murta ya había sido colocado al frente de Indra en 2021 por la SEPI y ahora accede también a Telefónica.

Desde Moncloa se han ofrecido tres razones para justificar esta intromisión: equilibrar y neutralizar la presencia saudí en Telefónica; controlar una empresa considerada estratégica en España; y seguir el ejemplo de Alemania, que controla un 13,8% del capital de Deutsche Telekom, o de Francia, con un 13,4% de Orange.

No obstante, estas explicaciones son, por lo poco, discutibles.

Aunque la participación de STC pudiera generar incertidumbre, el Gobierno disponía de mecanismos legales menos intrusivos para aminorar su influencia. En realidad, la toma del 10% de Telefónica parece más una oportunidad para consolidar el control estatal que una necesidad estratégica.

Además, la actividad de Telefónica no afecta directamente a la seguridad del Estado ni forma parte de la industria de defensa, como ha afirmado en ocasiones el presidente del Gobierno.

Tampoco gestiona recursos naturales fundamentales ni concentra un porcentaje del PIB tan significativo como para justificar esta medida. Por último, Alemania y Francia han dejado de ser modelos a seguir en lo que a política económica y estrategia se refiere.

La intervención estatal en Telefónica es un síntoma de un problema más amplio: la creciente tendencia del Gobierno hacia el control de sectores clave.

Las empresas energéticas, como Iberdrola, Endesa o Naturgy, ya han sufrido la imposición de impuestos extraordinarios, y podrían ser las próximas víctimas de medidas similares bajo el pretexto de controlar precios o impulsar la transición ecológica.

En el sector bancario, entidades como Santander, BBVA o CaixaBank también podrían verse amenazadas por nuevas regulaciones o impuestos. Este tipo de políticas no solo afectan a las empresas, sino también a sus accionistas y a la financiación de pequeñas y medianas empresas.

El sector tecnológico tampoco está exento. Compañías como Indra, con una participación estatal significativa, podrían ser objeto de una "reindustrialización" liderada por el Estado, comprometiendo su capacidad de innovar.

La tecnología, uno de los sectores con mayor potencial de crecimiento, requiere agilidad y libertad para desarrollarse. Cualquier intervención podría frenar su progreso y hacer que España pierda (aún más) competitividad frente a otros países.

La intervención del Gobierno en Telefónica establece un peligroso precedente que amenaza con expandirse a otros sectores clave. Si no se toman medidas para revertir esta tendencia, España podría enfrentarse a un futuro de menor competitividad, menos innovación y una economía dominada por la incertidumbre.

La falta de respeto por la autonomía empresarial y el avance hacia un Estado intervencionista pone en riesgo los pilares de la economía de mercado, haciendo que España sea menos atractiva, menos libre y, en última instancia, menos próspera.