El general Quinto Cecilio Metelo, conquistador de Macedonia, construyó en 140 a.C., cerca de la Isla Tiberina de Roma, un pórtico lleno de obras de arte, entre ellas esculturas a tamaño real de los generales de Alejandro Magno. Era un monumento político propicio también para transmitir el poder del militar de la familia imperial, por lo que el princeps Augusto decidió reformarlo en 14 a.C. y dedicarlo a su hermana Octavia, una mujer admirada y adorada por el pueblo y la primera en ser divinizada —la primera mortal en ser representada en una estatua fue Cornelia—.
La sensación de entrar al Pórtico de Octavia debía ser imponente: tras cruzar el porche, la gente accedía a una hermosa y amplia plaza de 135x115 metros rodeada de un muro perimetral porticado y donde se alzaban los templos de Júpiter Stator, el primero de Roma levantado por completo en mármol, y el de Juno Regina. Lo curioso es que tenían las decoraciones cambiadas: una apariencia femenina de las pinturas en el primero y un tono masculino en el segundo. Según Plinio, el error de los obreros se interpretó como voluntad divina y se hizo permanente.
El sitio, un espacio para el culto, la deliberación, el aprendizaje, la reunión y la contemplación de arte, albergaba además dos bibliotecas con obras griegas y una curia utilizada en ocasiones por el Senado. Era un punto esencial para la difusión de la nueva cultura grecorromana. Destruido por un incendio en 80 d.C., fue reconstruido por Septimio Severo hacia el año 200. En época medieval se integró como parte de la iglesia de Santo Ángel en Pescheria y de esa época data el arco de ladrillo que se puede observar en la actualidad.
No quedan muchos vestigios del pórtico y sus templos más allá de un puñado de columnas —excavaciones recientes han documentado el suelo original romano a 4-5 metros bajo el nivel de las calles actuales—, pero sí actúan como destellos del esplendor del casi desvanecido monumento. No es el más impresionante de los restos que conforman el paisaje moderno de la Ciudad Eterna —ahí están el Coliseo, el Circo Máximo, el Panteón o la Columna de Trajano—, pero permite otra fascinante inmersión en la urbe más magnífica de la Antigüedad.
Ese viaje hay que hacerlo con La Antigua Roma en cincuenta monumentos (Desperta Ferro) bajo el brazo, una imprescindible enciclopedia gráfica elaborada por Paul Roberts, jefe de investigación del Departamento de Antigüedades en el Ashmolean Museum of Art and Archaeology en Oxford, en la que traza la intrahistoria, el significado y la evolución de medio centenar de las estructuras más emblemáticas de la Urbs. Una suerte de biografía del ladrillo, el mármol y el hormigón, pero además una radiografía de las intenciones de sus artífices y del impacto que causaron entre quienes pudieron contemplar estos conjuntos —templos, teatros, puertas, arcos, termas, mausoleos, etc.— en su momento de mayor esplendor.
El resultado es un espectacular volumen con una cuidada y preciosa edición —participan ocho ilustradores diferentes, como Jean-Claude Golvin— que sirve como guía para recorrer y conocer el esplendor del pasado romano —todos los monumentos se pueden visitar— y como historia de la propia ciudad, desde la construcción del primer templo en la colina Capitolina, el de Júpiter Óptimo Máximo, centro de la vida, la sociedad y la identidad de esta civilización, varias veces destruido y reconstruido, hasta la Columna de Focas, el último monumento inaugurado en el Foro Romano en el año 608. Un imprescindible en la biblioteca de cualquier amante de la Antigua Roma.
"Si Roma es verdaderamente la Ciudad Eterna es, sobre todo, gracias a los monumentos que le hacen serlo", afirma Roberts. Fue una urbe que por diversos avatares estuvo siempre en proceso de cambio y evolución, fenómeno registrado en las paredes de sus edificios, víctimas de incendios y de proyectos urbanísticos con intenciones propagandísticas —en época imperial cada emperador quiso dejar su particular legado arquitectónico—. Pero igual de interesante es descubrir el proceso de decadencia y expolio de las estructuras. Las termas de Diocleciano, por ejemplo, fueron usadas como almacén de grano, cárcel o planetario, y su frigidarium forma parte en la actualidad de la iglesia de Santa María de los Ángeles.
Las microbiografías de los monumentos que va enlazando el arqueólogo están llenas de anécdotas y datos llamativos. Marco Agripa, lugarteniente y yerno de Augusto, aparece navegando en una barca por la Cloaca Máxima —protegida por Venus, diosa del amor y la belleza— para inspeccionar los resultados de su restauración. En el teatro de Marcelo, para 20.000 espectadores y el único recinto de este tipo de la ciudad que ha sobrevivido en superficie, se encuentra un panel con unas fasces (hachas envueltas por un haz de varas): el símbolo de los cargos superiores de la Antigua Roma adoptadas por el Partido Fascista de Mussolini, dictador que decidió "liberar" a la ciudad, con campañas de demolición y excavación masivas, "de sus mediocres deformaciones".
Además de otros epicentros emblemáticos del poder romano como la Curia, el edificio mejor conservado del Foro, o la Basílica Julia, que ya en época tardoantigua sirvió como galería de arte, Roberts reserva espacio para otras estructuras en apariencia menos lustrosas y sin las que no se entendería la historia de la ciudad. Una de ellas es un bloque de viviendas de mediados del siglo II con seis pisos de altura (tiendas y bares, apartamentos y alojamientos más precarios y habitaciones individuales). Se trata de un ejemplo de insulae, el hogar de la mayoría de los habitantes de Roma —según un censo del siglo IV había 45.000—, localizado junto a la colina Capitolina.
Un fenómeno interesante al que el clasicista y arqueólogo dedica un interesante puñado de páginas es al de los monumentos paganos tardíos, cuando el cristianismo se convertía en la religión más pujante del Imperio. Bajo la mole del Tabularium, el archivo, se situaba el Pórtico de los Dioses Consejeros, con un origen que probablemente se remontaba al periodo republicano. El edificio albergaba seis salas rodeadas por columnas en las que había doce estatuas sobredoradas de los principales dioses romanos, agrupados en parejas. Fue restaurado por el prefecto y senador Vecio Agorio Pretextato en 367, quien le dijo al papa que solo se convertiría si era nombrado obispo. La estructura quedó enterrada por los escombros arrastrados por el agua y fue redescubierta en 1830. Como en este caso, a la arqueología todavía le queda mucho que decir sobre la historia de Roma.