El lanzamiento del primer tráiler de Gladiator 2, en el que se avanzaba una espectacular batalla naval dentro del Coliseo de Roma, provocó el pasado mes de julio una singular polémica histórica. El arqueólogo Néstor F. Marqués confirmó en uno de sus siempre interesantes hilos divulgativos sobre la Antigua Roma que, tras la inauguración del Anfiteatro Flavio en 80 d.C., se celebraron durante los reinados de Tito y Domiciano al menos tres pequeñas naumaquias que inundaron la arena de agua. Sin embargo, en la época en la que está ambientada la nueva película de Ridley Scott, el año 211, ya se habían construido los subterráneos del edificio —un laberinto de pasillos y montacargas que subían a los animales enjaulados a la superficie—, por lo que sería imposible realizar un evento de esas características.
No es una controversia nueva, como exponen Keith Hopkins y Mary Beard en El Coliseo, libro publicado en 2005 y que ahora Crítica traduce al fin al español coincidiendo con el estreno del esperado filme. Las primeras investigaciones de las estructuras subterráneas las realizaron los excavadores de Napoleón entre 1811 y 1814, durante la ocupación francesa de Roma. Entonces había tres bandos principales sobre si el monumento pudo haber acogido recreaciones de batallas navales.
El primero era el del arqueólogo del papa, Carlo Fea, que opinaba que los muros que habían salido a la luz eran medievales y que la superficie original de la arena se encontraba bajo ellos: esta era la única manera de imaginar una naumaquia en el Coliseo. Por otro lado, el arquitecto Pietro Bianchi y el profesor de Arqueología de la Universidad de Roma Lorenzo Re defendían que las subestructuras eran contemporáneas del edificio original. Una tercera e intermedia corriente, la más aceptada en la actualidad, la abanderaba el sacerdote y anticuario español Juan Masdéu: la zona inferior se había añadido en el siglo III, elevando varios metros el nivel de la arena.
Independientemente de la verosimilitud de los relatos de autores antiguos como Dion Casio, que refirió que en los espectáculos inaugurales se recreó una de las famosas batallas navales griegas del siglo V a.C., la historia del Coliseo está muy relacionada con el agua. El edificio se levantó sobre un valle fluvial en un lugar central de la Urbs, en la zona que había ocupado el lago de la fastuosa Domus Aurea de Nerón. Una de las cuestiones acuciantes para arquitectos e ingenieros romanos fue cómo evitar que el monumento, que actuaba como un tanque de recepción de agua de la lluvia, se hundiese.
La solución, desvelada por la arqueología, fue una intrincada red de desagües subterráneos alrededor y en el centro del edificio. Un drenaje circular que discurría ocho metros por debajo del fondo del valle y que conducía el agua hasta hacerla desembocar en el Tíber. "Antes incluso de pensar en los cimientos, los diseñadores habían organizado de forma eficiente el sistema hidráulico del emplazamiento", subrayan Hopkins, difunto profesor de Historia Antigua en la Universidad de Cambridge, y Beard, la clasicista más popular de la actualidad.
Autocracia y poder popular
El breve pero delicioso ensayo —incluye hasta trucos para disfrutar al máximo la experiencia de visitar el Coliseo— indaga en las historias y en los entresijos del monumental edificio: su construcción, los eventos y luchas gladiatorias que albergó o sus posteriores usos como fortaleza, iglesia o almacén —el papa Sixto V esbozó un plan en el siglo XVI para convertirlo en una fábrica de lana, con tiendas en las arcadas—.
Un recinto que ha asombrado a sus visitantes toda la historia. "Toda obra humana cede al anfiteatro de César. La Fama celebrará esta única obra por todos", refrendó Marcial en un libro de poemas sobre la apertura del Coliseo. Mark Twain lo definió como "el monarca de todas las ruinas europeas".
Su famoso nombre se lo dieron en la Edad Media y deriva de la estatua colosal de Nerón que se erguía justo al lado. Curiosamente, y aunque no tuviese nada que ver con su construcción, iniciada unos años después de su muerte, el edificio está muy relacionado con la figura de este emperador. Películas como Quo vadis? (Mervyn LeRoy, 1951) han incidido en esta conexión, imaginando a Nerón presidiendo una masacre de cristianos.
"Para nosotros, el Coliseo ha de ofrecer más que un mensaje político sobre la participación del pueblo romano en la ciudad y su imperio", escriben los historiadores. "Encarna una importante lección sobre las ambigüedades de la memoria, el olvido y la amnesia. Borrar del paisaje a un emperador era más difícil de lo que parecía; y, como siempre, cuanto más ahínco se pone en la tarea, más elevado es el riesgo de llamar la atención de la historia sobre lo que se intenta eliminar".
Como ocurre con cada obra en la que aparece la firma de Mary Beard, el libro está lleno de novedosos enfoques y sorprendentes apreciaciones. El Coliseo, que se encontraba en el corazón mismo del delicado equilibrio entre la autocracia romana y el poder popular —su estatus icónico en la Antigüedad se explica porque era un teatro político en el que cada estrato de la sociedad desempeñaba su papel: los emperadores hacían alarde de su poder ante sus ciudadanos y súbditos y estos mostraban su músculo frente al césar—, se sufragó con los tesoros de la exitosa guerra contra los judíos. "Era, efectivamente, el Templo de Jerusalén transformado por la cultura romana, reconstruido para el disfrute popular y una exhibición ostentosa de poder imperial", apuntan.
Aunque al texto le hubiese venido bien una actualización concienzuda —se dice que la Domus Aurea está cerrada al público—, derriba bastantes ideas falsas. Un ejemplo: el Coliseo no solo albergaba espectáculos masivos sufragados por las arcas imperiales; había hombres tremendamente ricos, como un tal Símaco, que en el siglo IV invirtió grandes sumas de dinero en adquirir animales exóticos y desastrosos gladiadores —29 de ellos se estrangularon la noche anterior a la actuación— para un evento que impulsase el ascenso público de su hijo. Biografías que añaden grados de complejidad a la historia de un edificio sobre el que deambulan numerosos interrogantes: ¿estaba la mayor parte del tiempo inactivo? ¿Era la sede idónea para diversas actividades más allá de la violencia?
Como dicen Keith Hopkins y Mary Beard, nadie lo sabe. Y añaden. "Pero cuando reflexionamos sobre el significado de los espectáculos que tenían lugar en el Coliseo, vale la pena recordar que, como las Navidades, la mera frecuencia no es necesariamente una buena guía de la importancia cultural".