En el verano del año 360 a.C. los macedonios sufrieron una derrota devastadora. En una batalla contra los ilirios de un nonagenario líder llamado Bardilis no solo contabilizaron 4.000 soldados muertos —se calcula que desapareció una tercera parte del ejército—, sino que su rey, Pérdicas III, también perdió la vida. La tragedia sirvió al hermano del monarca, Filipo II, para acceder al poder. Rápidamente desactivó una posible amenaza interna y condujo una breve campaña militar para recuperar la moral de sus tropas y anexionarse algunos territorios cercanos, lo que significó un notable impacto económico y demográfico.
Veintitrés años más tarde, en un día de otoño de 336 a.C. en el que se iba a casar su hija Cleopatra, el cuerpo del soberano de Macedonia yacía sobre la escena del teatro de Egas, la capital. Pero en todo ese tiempo, Filipo había logrado convertir un minúsculo reino de tribus de pastores —bárbaros para muchos griegos— gobernados por un linaje que presumía de su procedencia extranjera y de descender de Heracles en el estado más pujante de la Hélade, en una potencia militar, política y económica de primer orden que había desplazado del poder a las hegemónicas Atenas, Esparta y Tebas.
Al frente de un sistema monárquico de tintes homéricos, Filipo II logró imponerse como el árbitro político de toda Grecia. Lo hizo por la fuerza, apoyado en un ejército que introdujo importantes avances castrenses para robustecer sus infranqueables falanges, como la sarissa, una lanza de notable longitud, pero también revelándose en un astuto estadista y hábil diplomático. Sin embargo, en vez de ser uno de los personajes más destacados de la Antigüedad, pesan sobre su figura una serie de relatos que lo dibujan como un tirano ebrio y, sobre todo, el legendario legado de su vástago, Alejandro Magno.
Desbrozar todos los mitos y rebuscar más allá de la etiqueta de "padre de" es lo que persigue Mario Agudo Villanueva en Filipo II de Macedonia (Desperta Ferro), una sorprendente y profunda biografía de un hombre carismático, valiente y ambicioso que inauguró una nueva época, y sin cuya obra no se podría entender las hazañas de su hijo. "El gran Imperio macedonio se construyó sobre los sólidos cimientos que erigió Filipo II, un personaje tan influyente como ensombrecido por el efecto de dos colosos: uno de los mejores oradores de todos los tiempos, Demóstenes, y su propio hijo, Alejandro Magno", sentencia el autor, capaz de combinar con extraordinaria maestría los testimonios literarios y arqueológicos, armando una narración de gran rigor e interés, sin ser historiador de oficio.
Una de las primeras cuestiones que sorprende al acercarse a la vida del rey macedonio es descubrir que la mayoría de fuentes del siglo IV a.C. son consignas de sus enemigos —los argéadas o teménidas, como también se conoce a la dinastía, no dejaron huella escrita—. El orador ateniense se reveló en su auténtica némesis, erigiéndose en el defensor de la democracia frente a la supuesta tiranía que encarnaba el macedonio. "¡Morir mil veces es mejor que hacer algo para halagar a Filipo!", proclamó en una de sus famosas Filípicas. Otra de las principales fuentes contemporáneas es Teopompo de Quíos, quien también proyecta una visión muy negativa.
Modelo de tirano
Agudo Villanueva arroja luz sobre los ritos y costumbres del pequeño reino periférico, sumido en una aguda crisis cuando Filipo ascendió al trono, para desmontar muchas ideas falsas en torno al soberano, repetidas por las ficciones modernas. "Su fama de mujeriego puede atribuirse a una consideración negativa de la poligamia, totalmente asumida [tuvo siete esposas]. Su fama de borracho puede relacionarse con la institución del banquete, de tanto arraigo en Macedonia. Su fama de embaucador y comprador de voluntades puede explicarse en base a que en los reinos del norte se utilizaba el regalo como muestra de poder y buena disposición diplomática", enumera el investigador.
Durante la II Guerra Mundial, una historiadora comparó la agresiva política expansionista de Adolf Hitler con las conquistas de Filipo de Macedonia. Para denunciar la invasión de Ucrania, algunos también han querido ver en Vladímir Putin la reencarnación del "tiránico" soberano griego. Agudo Villanueva ofrece una semblanza completamente diferente a estas oscuras descripciones: "Filipo fue uno de los primeros estadistas. Su historia es el ejercicio de un liderazgo sin parangón en Grecia. El macedonio se erigió en el principal referente de una época de profunda transformación, en la que un orden político en claro retroceso cedía ante un nuevo paradigma".
El gran hito bélico de la biografía del rey de Macedonia se registró 2 de agosto de 338 a.C., durante la batalla de Queronea. Su ejército, en el que ya cabalgaba Alejandro Magno, derrotó a la alianza de polis griegas lideradas por Tebas y Atenas, y se convirtió en hegemon de la Hélade al frente de la Liga de Corinto, un acuerdo de paz sobre el que se sustentó una alianza militar contra Persia. Porque fue él, Filipo, quien concibió en origen la conquista del imperio de Darío III. "Paradójicamente, el mundo heleno se unió bajo el yugo de un líder que muchos habían considerado un bárbaro, pero que sentó las bases para que la cultura griega se expandiera por toda Asia", precisa el autor.
Sobre la figura de Filipo restan muchos interrogantes y zonas grises sobre las que arrojar luz. No se sabe con certeza total quién le asesinó —la versión más aceptada señala a Pausanias, un amante despechado, aunque existen indicios políticos—. Tampoco cuáles de los huesos y ajuares hallados en el túmulo real de Vergina son los suyos —tradicionalmente se ha interpretado que es la tumba II, el enterramiento de época clásica mejor conservado de toda Grecia, pero existe un gran debate académico—. Lo único seguro es que sin su sólido legado militar, político y económico, Alejandro Magno no habría sido tan grande.