En 1565, el rey Felipe II intentó que su hijo, el príncipe Carlos, de 20 años, se iniciase en las complicadas tareas del gobierno. No había estado presente en su infancia y de pronto fue consciente de que todo lo que decían las cartas de sus cuidadores era verdad. Desde entonces fue testigo directo de sus extravagancias. "¡Curilla! ¿Te atreves a ir contra mí prohibiendo a Cisneros?", exclamó el heredero puñal en mano mientras perseguía a Diego de Espinosa Arévalo, Inquisidor General. El tal Cisneros era un cómico popular al que el Inquisidor no dejó actuar en Palacio.
Otro de los momentos más críticos del joven fue cuando en 1566 se enteró que su padre envió a Fernando Álvarez de Toledo, el duque de Alba, a aplastar la revuelta calvinista de Flandes. Corroído por los celos, no participó en el Consejo de Estado y al terminar arremetió contra el duque: "¡Antes os atravesaré el corazón que consentir que marchéis a Flandes!". Fue necesaria la presencia de la guardia para separarlos.
El rey Prudente permitió muchas cosas, quizá demasiadas, pero hubo una que no pudo consentir: la traición. Ansioso por tomar el control y sintiéndose ninguneado pidió dinero a los grandes de España para tramar un golpe de Estado. Según Ana Fernández Pardo, periodista y autora de Eso no estaba en mi libro de historia de la nobleza española (Almuzara), el príncipe Carlos se carteó con un grupo de nobles flamencos para postularse como rey de Flandes. El feroz castigo de su padre y su rey sería temible.
Una infancia entre momias
"¿Qué va a ser del niño, aquí solo sin padre ni madre, y su abuelo en Alemania?", se lamentó Luis Sarmiento, ayo del príncipe Carlos de Austria cuando el sucesor no era más que un chiquillo. Su padre estaba muy ocupado con asuntos de estado; su abuelo, el emperador Carlos V, aún dominaba Europa y su madre, la reina María Manuela de Portugal, murió tan solo cuatro días después de dar a luz al príncipe el 8 de julio de 1545.
Aislado del calor familiar, el joven era iracundo y violento. Una vez conoció a su abuelo, quien no se llevó demasiada buena impresión de él. Decían que acostumbraba a estrangular pajarillos y conejos con sus manos y sus cuidadores llegaron a temer por sus ataques de locura. Sus padres, primos carnales en segundo grado, compartían linaje con Juana I "la Loca", bisabuela del niño, lo que avivó los rumores.
En sus tiempos como estudiante en la Universidad de Alcalá de Henares tuvo una cita amorosa con una joven. Al acudir a la misma a toda velocidad tropezó, cayó rodando por las escaleras y estrelló su cabeza contra una puerta, lo que casi lo mata. Los médicos de la corte se veían imponentes para tratar la herida y recurrieron a un curandero morisco.
"También se acudió a prácticas milagreras, metiendo en la cama del príncipe doliente a la momia de fray Diego de Alcalá. Finalmente, fue salvado gracias a la operación realizada por el más famoso anatomista de la época: el doctor flamenco Vesalio", apunta Manuel Fernández Álvarez, historiador y autor de la biografía de Carlos en el Diccionario Biográfico de la Real Academia de la Historia.
Encerrado en un torreón
El intento de golpe de Estado del príncipe ocupa uno de los capítulos de la nueva obra de la periodista Ana Fernández Pardo dedicado a la nobleza desde el reinado de Carlos V hasta la actualidad. En sus páginas desvela un mundo apasionante repleto de anécdotas curiosas, como la historia de la pensión que recibieron los sucesores del gran Moctezuma, emperador azteca, hasta el siglo XX. También desgrana alianzas, traiciones y excentricidades varias de un estamento que unas veces fue la mano derecha de la monarquía y otras, su talón de Aquiles. En la conspiración del príncipe Carlos de Austria fueron "cómplices de un secuestro".
El príncipe aireó demasiado sus planes de rebelarse contra el monarca y llegaron a oídos de su tío, el bastardo Juan de Austria, que avisó al rey Prudente. En la madrugada del 18 de enero de 1568, armado por si las moscas, Felipe II, acompañado de sus consejeros, se dirigió hacia la alcoba de su primogénito. Allí le redujeron, confiscaron sus armas, cartas y documentos mientras un grupo de ayudantes de cámara tapiaban las ventanas. Ante las quejas del príncipe, según las crónicas, el monarca le respondió que "en el futuro ya no le trataría como padre, sino como rey".
Encerrado en un torreón del desaparecido Real Álcazar de Madrid, Felipe II, tras reunirse con un "consejo de conciencia" formado por teólogos, decidió encerrar a su trastornado hijo de por vida. Incomunicado, al final se le dejó la puerta entreabierta, le permitieron leer libros religiosos y escuchar misa, pero siempre vigilado por los nobles don Juan de Borja, don Rodrigo de Benavides, don Gonzalo Chacón, don Juan de Mendoza o don Francisco Manrique, que se turnaban para su custodia.
Encerrado y agobiado, cumplió 23 años. Su infierno no duró mucho más. Al llegar el demoledor verano a la capital, la torre se convirtió en un horno. Asfixiado, comenzó a caminar descalzo y sin ropa. Llegó a colocar hielos en su lecho para refrescarse, beber agua helada y comer grandes cantidades de fruta.
"Todo esto, unido a la huelga de hambre que decidió poner en marcha, le causó la muerte", explica Fernández Pardo. Agonizante, pidió ver a su padre, que gracias a su encierro se ganó una fama terrible en el resto de Europa y tuvo que explicarse ante sus aliados y ante el papa. El último deseo del desquiciado príncipe moribundo fue llegar con vida al día 25 de julio y encomendarse al apóstol Santiago.
La noche del día 24, un padre cuyo poder se extendía por todo el mundo se presentó en la celda de un hijo moribundo que le imploraba su perdón con sus últimas energías. Por miedo a un ardid, se limitó a bendecirle desde la distancia, tras los hombros de su guardia personal. Aquella noche la vida se apagó en los ojos del príncipe desquiciado. Jamás se cumplió su último deseo.