El gran pintor Francisco de Goya lo retrató con extrema crudeza en su grabado No saben el camino, como era habitual en sus últimas pinturas. España, representada en una columna de presos, atraviesa un paisaje árido. Estos desgraciados están unidos en su atroz destino por una cuerda. Les guía un ciego, una posible alegoría a la "ceguera" del infame Fernando VII, un rey que, terminada la Guerra de la Independencia (1808-1814), volvió a enarbolar las ideas del Antiguo Régimen.
Aquellas cuerdas retratadas por el aragonés eran el método habitual para transportar presos en los dominios del Imperio español durante el siglo XVIII. Para muchos de los condenados aquella cuerda les conducía sin remedio a romperse en las galeras, en la construcción de carreteras o en las grandes obras de los arsenales de la Armada española.
En 1785 se estaba construyendo un nuevo dique en uno de los cuarteles gaditanos de la Isla de León y los condenados saturaron las instalaciones. El propio Diego de Mendoza, comandante de los arsenales, no sabía dónde ubicarlos. "Absolutamente no caben más y era necesario habilitar para la debida comodidad y seguridad de los que hay actualmente en una de las cuadras altas del mismo cuartel", se quejó a José Moñino y Redondo, conde de Floridablanca y secretario de Estado.
Entre maleantes, criminales de poca monta, asesinos y desertores se encontraban los "vagos". Bajo esta denominación se incluían los vagabundos, mendigos, gente sin oficio conocido, pícaros o forasteros. Las autoridades solían hacer "levas" cada cierto tiempo entre estos grupos marginales para engrosar las cuerdas.
Muchas veces la "vagancia" era un término demasiado amplio y difuso. En los archivos hay casos de familias que recurrían a abogados para que se revisase el caso de algún familiar. Algunos padres incluso habían denunciado a su hijo pensando en darle un susto y un escarmiento y pedían clemencia. La pena habitual oscilaba entre los 4 o 6 años en las galeras o en los arsenales.
El falsificador
En muchos casos estas llamadas a la piedad se respondían escuetamente con un "no procede". Otras no tenían ni respuesta. Había decenas de diques, puertos, muelles y cuarteles que construir, fortalezas que levantar y remos que bogar. Zenón de Somodevilla y Bengoechea, marqués de la Ensenada, conocido por su intento de exterminio de los gitanos, puso fin a las galeras en 1748, pero siguieron amarradas en Cartagena para servir de cárcel.
Uno de aquellos galeotes, Antonio de Mendoza y Lobera, condenado a cadena perpetua por falsificador reincidente, decidió escribir al propio marqués de la Ensenada. Llevaba décadas bogando y en 1745, viejo y enfermo, le habían retirado la única medida de gracia que había sido otorgada por un cura. Cada cierto tiempo podía abandonar la galera y ayudar en misa.
"La carta de Mendoza es conmovedora: está casi ciego, no necesitan encadenarle, 'pues yo no puedo huir y aún andar'; podrían llevarle al cuartel, o a la capilla donde pueda 'salvar su alma y retirarse del mundo'. Adornaba su escrito al ministro con referencias a los autores clásicos, citaba incluso a Alejandro Magno, halagaba al marqués, (...). Pero Ensenada no cedió. Su único rasgo de compasión fue mandar que se le saque la cadena de presidiario, pero no le levantó la pena del duro banco, pues añadió, 'que se mantenga en la galera día y noche'", narra José Gómez Urdáñez, catedrático emérito de la Universidad de La Rioja, en su obra Víctimas del absolutismo (Punto de Vista)
En la década de 1760, tras los grandes motines contra Leopoldo de Gregorio y Masnata, marqués de Esquilache, el número de condenados desbordó cárceles y arsenales. En Cartagena, "la chusma" alcanzaba las 2.000 cabezas que debían ser controladas por apenas 90 soldados. Para aliviar la situación se decidió enviar a 203 condenados al presidio de Orán, también masificado. "Es tan decisivo el número que se ventura su quietud y subsistencia", se quejó su gobernador. Al final les enviaron a Ceuta.
Motines y fugas
Algunos fueron trasladados a Cádiz o a las fortalezas americanas, pero la situación fue tan gravosa que en 1767 se decidió otorgar un indulto general en algunas levas. Sin embargo, la Armada y el Ejército seguían necesitando seguía necesitando mano de obra. No era raro que a los presos jóvenes que habían terminado de cumplir sus penas les ofrecieran puestos en la soldadesca y la marinería.
Las enfermedades, el trabajo a destajo, las riñas entre presos y la crueldad de los guardias acabaron con muchos. Las magras raciones solo incluían carne 9 días al año. No era raro por tanto que los presos intentasen huir rumbo a la libertad.
"El hacinamiento en los arsenales producto de las levas masivas y los intentos de fuga fueron un riesgo permanente, un problema que se recrudecía al compás del endurecimiento de la represión. (...). El temor al motín y a la fuga generalizada hizo extremar las medidas, y la mayoría dormía encadenada a la barra, pero aún así había fugas", explica el historiador.
En el arsenal de La Carraca, completamente desbordado, se estimaba que había cerca de 1.200 presos, entre ellos 120 peligrosos por "perversos matadores, asesinos y otros delitos". Su capitán redobló la vigilancia al conocer, por el aviso de un cura, "que todos los desterrados se han unido y formado el ánimo de juntarse en los trabajos atropellando la guardia y capataces, tomar sus armas y hacer camino con ellas para escapar todos juntos", explicó en 1765 a sus superiores.
[El gran 'muro de adobe' que defendió la frontera española de Norteamérica de apaches y comanches]
Una técnica habitual para mantener el orden -tras una pela entre presos o intentos de motín- consistía en ahorcar a los revoltosos tras un consejo de guerra. En el mejor (o peor) de los casos se les enviaba a un destino de castigo, como las infames bombas que achicaban agua día y noche sin descanso en los diques secos. A pesar de rotarse en tres turnos, era raro el preso que lograba cumplir dicha pena sin morir de agotamiento.
En cuanto al Ejército y la Armada, a veces engrosada con antiguos presos o con levas forzosas, no eran infrecuentes las deserciones. Los presidios del norte de África eran vistos como un castigo y un destierro para una gran parte de su guarnición. Algunos, hartos de la vida militar, "se echaban al moro" y abandonaban su puesto en busca de una nueva vida.