Había oro, desde luego. Cuando los españoles capitaneados por Hernán Cortés encontraron la recámara del tesoro del tlatoani Moctezuma en la casi legendaria ciudad de Tenochtitlan casi se les saltan las lágrimas. Muchos se ahogaron en la conocida como Noche Triste en el verano de 1520, arrastrados al fondo del lago Texcoco por el peso de las riquezas robadas. Un año más tarde la ciudad ardió hasta los cimientos después de haber resistido una brutal guerra de asedio contra los conquistadores y sus aliados indígenas. El magnífico tesoro que recordaban los hispanos no aparecía entre las ruinas humeantes. Cuauhtemoc, último soberano mexica, fue torturado con la esperanza de que confesase el lugar donde se escondía el oro de Moctezuma. Pero nunca lo desveló.
De todas formas, aquella región era inmensamente rica y se logró amasar una gran fortuna, pero su conquista aún estaba en un vacío legal. Desde Cuba y La Española sus enemigos políticos conspiraban y Cortés decidió organizar en 1522 a tres carabelas para enviar varias cartas, el quinto real y toda una serie de fabulosos regalos a la corte del rey emperador Carlos V. En la costa de las Azores les sorprendió una armada corsaria francesa al mando del temido Juan Florín y sólo una de las carabelas llegó a su destino.
La valiosísima carga de las carabelas estaba compuesta por 44.979 pesos de oro y otros 3.689 de menor pureza, junto a 8.193 kilogramos de plata. El cronista Bernal Díaz del Castillo documenta que las esmeraldas y las joyas, del tamaño de avellanas, eran dignas de admiración, así como los curiosos "huesos de gigante". En varias listas figuran además tres tigres y más objetos adicionales como rodelas, máscaras, collares, jade, brazaletes, vasos, figuras de animales, artefactos de plumas, artesanía indígena... Todos iban separados en montones para enviar al rey y como donativos a una serie de iglesias. Al poco de zarpar de Veracruz las cosas comenzaron a torcerse.
Accidentado regreso
Cuando llevaban unos pocos días en el mar, una misteriosa enfermedad acabó con el tesorero Julián Alderete, enemigo declarado de Cortés. Hubo quien insinuó que el extremeño ordenó envenenar su ensalada antes de partir. Por si fuera poco "se les soltaron dos tigres, de los tres que llevaban, e hirieron a unos marineros, y acordaron de matar el que quedaba porque era muy bravo y no se podían valer con él", relató Díaz del Castillo.
Después de varias semanas en el océano lograron avistar la isla Terceira, en las Azores, y desembarcar en ella para conseguir suministros. Una vez en tierra, el capitán Antonio de Quiñones, comandante de aquella flota, recibió una letal cuchillada en una trifulca por mujeres. Alfonso de Ávila quedó como único capitán de la expedición y se echó de nuevo al mar.
Las noticias y rumores de ciudades repletas de oro, especias, perlas y lujo en aquellas tierras recién descubiertas y exploradas por portugueses y españoles llegaban sin cesar a Europa. El rey francés Francisco I se quejó amargamente al papa y exigió, de forma irónica, ver el testamento de Adán que daba derecho a las coronas ibéricas a repartirse el mundo. Enemistado con Carlos V, permitió que los corsarios asaltasen las embarcaciones hispanas.
Uno de ellos era Juan Florín, cuya identidad sigue oculta en las tinieblas de la historia. Según informa el historiador José Luis Martínez en Hernán Cortés (Fondo de Cultura Económica) se le suele identificar con Jean Fleury de Honfleur, conocido capitán corsario bajo las ordenes del armador Jean Ango. Pero su apodo como Florín puede corresponder con Giovanni Verrazzano, navegante florentino que realizó numerosos viajes a Próximo Oriente en busca de especias y sedas, participó en alguna exploración oriental bajo la bandera portuguesa e incluso se le puede localizar en las aguas caribeñas bajo la enseña de Castilla.
Volviendo a las Azores, el corsario acechó el océano con seis naves muy artilladas que cayeron como un relámpago sobre la armada española, capturando sus tesoros y al capitán Ávila. Solamente la Santa María la Rábida logró refugiarse en el archipiélago luso y esperar la ayuda de la Casa de Contratación. Para aumentar el desastre, también capturaron una embarcación que venía de Santo Domingo cargada con perlas, pieles, azúcar y veinte mil pesos de oro.
Las cartas y mapas de Cortés, así como una parte de los tesoros, pudieron llegar a la corte. El resto fue recibido con gran alborozo por Francisco I y maravilló a toda Francia. Los prisioneros fueron alojadas en oscuras y tenebrosas cárceles. Especialmente extraña fue la celda del capitán Ávila, que comenzó a perder la moral "del gran ánimo que tuvo un año entero con una fantasma que de noche se echaba en su cama", relató en su momento el humanista Francisco Cervantes de Salazar.
El fin del corsario
Visto el gran negocio de aquellas incursiones, el corsario se lanzó de nuevo al mar amenazando a los buques hispanos hasta que la suerte dejó de sonreírle. En 1527, cuando merodeaba por el cabo de San Vicente, le sorprendió una aguerrida flota al mando del capitán vasco Martín Pérez de Irizar.
Enseguida retumbaron los truenos de la artillería y el siniestro crepitar de los proyectiles al hacer saltar nubes de astillas convertidas en metralla. Las dos naves del corsario ofrecieron una feroz resistencia. La flota de Irizar, de tres o cuatro buques de guerra, sufrió 37 muertos en combate y más de cincuenta heridos, pero lograron capturar vivo a Juan Florín.
Encadenado, desembarcó en Sevilla para ser juzgado para regocijo de Cortés y del emperador. Al capitán Pérez de Irizar se le recompensó con un escudo de armas en el que podía mostrar tres flores de lis, enseña capturada al enemigo. El juicio no se demoró demasiado por orden de Carlos V y, siguiendo las leyes y costumbres de la época, se le condenó a muerte infame por ahorcamiento. Juan Florín, fuera quien fuese, vio el sol por última vez en el puerto de Pico, en Ávila.