Cuando una persona era detenida por el Santo Oficio nunca se le decía por qué delito estaba siendo investigado. Los inquisidores animaban a cada sospechoso a hacer examen de conciencia creando una enorme tensión psicológica en los detenidos. El miedo a las torturas, el aislamiento y las penosas condiciones de las celdas afectaban de forma grave a la salud mental de los reos, como el caso de Leonor López, detenida por judaizante en 1670 en Toledo.
En prisión estalló en ataques de ira, lanzaba palos y piedras por la ventana enrejada de su celda y amedrentaba no solo al resto de presos sino a todo el vecindario. Según los médicos, estaba "loca, falta de juicio, por sequedad del cerebro demasiado caliente". Enviada al Hospital del Nuncio, reconocido "psiquiátrico" toledano que aparece en el Quijote de Avellaneda, su rastro se pierde en los archivos y no se volvió a saber nada de ella.
En el derecho romano, la falta de cordura se consideraba un factor atenuante que incluso eximía de culpa. "Entre las diez argucias de los herejes para responder sin confesar (...), la novena consiste en simular estupidez o locura", explicaba el Manual de Inquisidores. Discernir entre locura verdadera o fingida se volvió todo un quebradero de cabeza moral y legal para los tribunales del Santo Oficio. ¿Se debía atormentar a un loco o alguna persona que se creyese poseída por el demonio?
Hacerse el loco
Para tranquilizar conciencias y salir de dudas se decidió que se podía aplicar tormento a locos verdaderos o falsos. Al fin y al cabo, según su mentalidad, estaba en juego el bien público. Las técnicas más usadas -el potro, los azotes o la garrucha- demostraron no ser un método eficaz para hacer confesar y demostrar si los presos fingían, por lo que los investigadores prefirieron recurrir a artimañas. En el caso de Benito Ferrer, acusado de ser judío en secreto, le encarcelaron junto a dos compañeros de celda que luego debían informar.
Uno afirmó que era un "bellaco" que fingía locura; el otro, que además era médico, matizó que parecía "de juicio sano" aunque no estaba seguro por sus frecuentes "melaconcolías" e "imaginaciones". El Tribunal no supo a qué aferrarse y decidió que debían seguir espiándole. Otros levantaron muchas más dudas, como el caso de la portuguesa Beatriz de Campos, cuyo proceso duró 7 años y los inquisidores dudaron constantemente sobre si fingía o no.
Acusada de judaizante, al poco de ser detenida en diciembre de 1679 los carceleros pensaban que tenía algún tipo de epilepsia. Tenía desmayos, decía incoherencias y en más de una ocasión paseó sin ningún tipo de ropa por la cárcel. Tras dos años de observación, los médicos la declararon "loca de remate" y fue internada en el Hospital del Nuncio, al que los inquisidores pedían informes sobre su estado.
Allí las enfermeras relataron que mejoró poco a poco y que terminó asistiendo a misa y hablando de Dios en todas sus conversaciones. La Inquisición decidió que estaba curada y continuó el proceso. En 1686 paseó con un sambenito en un auto de fe y, tras expropiar sus bienes, se la condenó a cadena perpetua.
"Comprobamos pues cómo en las mentalidades inquisitoriales se equiparaban ortodoxia religiosa y cordura de los reos, y al contrario herejía y locura, pudiendo ser esta fingida, lo que para ellos acentuaba más la maldad de los acusados", explica Hélène Tropé, hispanista de la Universidad de la Sorbona Nueva, en su artículo La Inquisición frente a la locura en la España de los siglos XVI y XVII, publicado en la Revista de la Asociación Española de Neuropsiquiatría.
Peleas con el hospital
En Toledo la Inquisición necesitó con mucha frecuencia el apoyo de los médicos del Hospital del Nuncio. Este centro, más bien un manicomio, fue descrito en el famoso Quijote de Avellaneda, versión apócrifa y escrita bajo seudónimo que denigraba la novela de Miguel de Cervantes.
En la obra, el falso Quijote al entrar en Toledo esperó en su patio la llegada de un religioso y allí, "mirando a una parte y a otra, vio cuatro o seis aposentos con rejas de hierro, y dentro dellos muchos hombres, de los cuales unos tenían cadenas, otros grillos y otros esposas, y dellos cantaban unos, lloraban otros, reían muchos y predicaban no pocos, y estaba, en fin, allí cada loco con su tema", narra la parodia.
Dejando a un lado rivalidades literarias, parece que el hospital gozaba de buena fama y tenía constantes disputas con el Santo Oficio. En una carta su rector se quejó que uno de los internados, el francés Juan Ubal, fingía y que estaba comiendo de la "limosna que está dedicada para personas locas". Los inquisidores respondieron que no era problema suyo, que el hospital era rico y que se podían hacer cargo de los gastos a la perfección.
Otro preso que causó polémica entre instituciones fue el escocés Guillermo Keith, acusado de criticar la actuación del Santo Oficio con los herejes. Internado en el hospital causó mil destrozos e intentó escapar, por lo que fue devuelto a prisión. Allí los inquisidores decían que era "un viejo bárbaro sin juicio ni discurso alguno" y volvió al hospital. Otro lanzaba tales berridos que los religiosos del Tribunal decidieron someterlo al potro y enviarlo al Nuncio, donde fue rechazado al no haber plazas libres.
El Tribunal religioso quería enviar presos al manicomio sin pasar por el aprobado del cabildo de la Iglesia. Los del hospital se defendían diciendo que su institución debía velar por los pobres y no era lugar de reclusión para reos cuyos gastos no estaban asegurados. Al final todo se resumía en una lucha por la autoridad y ver quién debía rascarse el bolsillo.
[Revelan las hazañas del primer religioso español en EEUU: de una riña por amor a combatir herejes]
"Vislumbramos a través de estos casos lo embarazoso que podían llegar a ser aquellos reos dementes a quienes los inquisidores no lograban mantener quietos en las cárceles secretas y a los que el cabildo, de quien dependía el Hospital del Nuncio, tampoco quería recibir ni alimentar gratuitamente", concluye Tropé.