De izquierda a derecha y de arriba abajo, Marco Polo, Stendhal, Gustave Flaubert, Leigh Fermor, Bruce Chatwin y Camilo José Cela

De izquierda a derecha y de arriba abajo, Marco Polo, Stendhal, Gustave Flaubert, Leigh Fermor, Bruce Chatwin y Camilo José Cela

Letras

Escritores en marcha y novelas viajeras

Viajamos por el simple placer de partir, en busca de un pasado que no sabíamos que teníamos. Esta certeza atraviesa la literatura universal y recala hoy en El Cultural

25 julio, 2022 01:16

Necesitas un viaje, pero aún no lo sabes. Te lo dice tu cuerpo, te lo dice el espanto ante una habitación que cada vez se vuelve más pequeña, incluso al escribir. Esa fiebre de luz y de palabras llegando en aluvión ahora se vuelve espesa. Porque es lo que extrañas al extender los ojos más allá del límite del texto: lejanía, horizonte. Eso que te da fondo y perspectiva en voces contrapuestas.

Necesitas moverte con urgencia: imposible pensar en todo eso sin considerar los últimos dos años de pandemia, porque el encierro ha sido una asfixia moral. Necesitamos expandirnos más allá de nuestros entornos, para poder volver y soportarlos de nuevo: incluso celebrarlos, si nos ponemos estupendos. Y los escritores que han sobrevivido a la tentación de escribir su novela sobre la Covid requieren emprender la ruta para encontrar, otra vez, su sitio de escritura en el regreso.

El escritor de viajes, ¿nace o se hace? ¿Se viaja con la idea previa de escribir lo que has visto y oído, o es una seducción del escenario la que luego te aturde y te conquista, la que casi te fuerza a reescribirlo? Homero lo fundó todo y es posible que no saliera nunca de la actual costa turca, en Samotracia o en cualquier otra isla con sus mares de bronce; pero no hay un viaje mayor que su Odisea, ni con más eco largo.

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Lees ahora El mundo de Homero. Una guía de viaje por la Ilíada y la Odisea (2015), de John Freely, y viajas de su mano por las costas de Troya, las del Egeo turco y las playas doradas del Mediterráneo, siguiendo los diversos rastros de Odiseo al regresar de la guerra, en unas aventuras que ahora vives de nuevo; pero en tu piel y desde tus sentidos, para después volver con su familia en Ítaca. Odiseo tensará su arco contigo y tú llegas con él.

Pero sitúa ese libro frente a otro: Una Odisea. Un padre, un hijo, una epopeya (2019), de Daniel Mendelsohn, la extraordinaria autobiografía en la que un hombre de ochenta y un años, matemático jubilado, se inscribe por sorpresa en el seminario que su hijo imparte sobre la Odisea en la universidad. Obtendrás un enfoque radicalmente distinto: el de un hombre que parte en busca de su hijo, pero también un hijo que recibe a su padre, mientras siguen el curso universitario sobre la Odisea y ellos mismos son Odiseo y Telémaco —revelación y espejo— con Homero como ángel protector del viaje.

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¿Libro de viajes, entonces, o novela viajera con más o menos dosis de autoficción? La cuestión es difícil por demasiado amplia, porque todos los escritores, antes o después, tenemos algún libro en que contamos uno o varios recuerdos viajeros. Pero queda claro que El libro de las maravillas (1298) de Marco Polo, conocido también como El millón, escrito tras volver de Oriente Medio, Asia Central, China, Japón, India o Sri Lanka, en un viaje que duró su vida, establece una categoría en la que también podrían estar Libro de viajes (1543) de Benjamín de Tudela —el escritor andante del Mediterráneo que unió el valle del Ebro con Bagdad— o Naufragios (1555) de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que en sus exploraciones llegó desde Florida a Nuevo México.

Otra categoría quizá liviana, pero no carente de interés, la podría encarnar un libro algo más ocasional, pero amplio de encanto, como Un invierno en Mallorca (1842) de George Sand, contando su estadía de tres meses con Frédéric Chopin, enfermo de tuberculosis, en la cartuja de Valldemosa, antes de regresar a París, en una clasificación que también podría admitir a París era una fiesta (1964) de Ernest Hemingway, contando sus recuerdos de aquella juventud, cuando Francis Scott Fitzgerald ya empezaba a ser un sol caído y en aquella ciudad aún era posible ser joven, muy pobre y muy feliz.

Es posible que Homero no saliera nunca de la actual costa turca, pero no hay un viaje mayor que su 'Odisea'

Y otro nivel, diferente, con un enfoque menos íntimo, aunque con experiencia viajera directa y claroscuros de denuncia existencial, podría ser El corazón de las tinieblas (1899) de Joseph Conrad o Moby Dick (1851), de Herman Melville. Claro que ninguno de ellos se parece a La isla del tesoro (1883), del también buen poeta Robert Louis Stevenson. Y Julio Verne, Emilio Salgari o Gabriel Sabatini con El Capitán Blood (1922), que siempre tendrá el rostro de Errol Flynn en la isla de Tortuga.

Hay también un viaje más de escritor moderno, más de testimonio convertido en un discurso estético y moral, que empieza con Michel de Montaigne en su trasiego por los balnearios de Europa, con su Diario de viaje (1774) atravesando Europa igual que Stefan Zweig en El mundo de ayer. Memorias de un europeo (1942), pero con una diferencia terrible: que Montaigne emprendió un largo trayecto por Francia, Alemania, Austria, Italia y Suiza buscando aguas más puras que pudieran curar su mal de piedra, y Stefan Zweig lo haría, siglo y medio después, en una travesía festiva y elegante de conciertos, recepciones y presentaciones de libros, antes, y luego para llegar hasta Petrópolis, huyendo de los nazis.

Sólo un poco antes, en 1937, la indomable Rebecca West recorrería la vieja Yugoslavia para escribir Cordero negro, halcón gris (1941). La también conocida como Dorothy Parker británica sabría recoger la historia de los Balcanes en una obra impresionante, de más de mil páginas, en la que ya se hacía palpable la amenaza funesta del nazismo. Se inaugura aquí un mundo, que es de ayer y siempre: el viaje convertido en un discurso nutrido del paisaje, sin novela o con ella.

Quizá uno de los mayores ejemplos contemporáneos sea El Danubio (1986) de Claudio Magris, pero la tradición es anterior: Viaje a Italia (1816) de Wolfgang von Goethe, Roma, Nápoles y Florencia (1917) y Paseos por Roma (1829) de Stendhal —que dio nombre a su síndrome, ante la abrumadora concisión de toda la belleza acumulada en infinitos detalles y matices de una arquitectura que te aturde el espíritu—, Apuntes sobre América (1842) de Charles Dickens o Viaje a Oriente (1851) de Gustave Flaubert, con su amigo también escritor, viajero y fotógrafo Maxime Du Camp: hicieron las primeras fotografías de los restos arqueológicos de Egipto.

EL viaje testimonial convertido en un discurso estético y moral empieza con Montaigne recorriendo europa

Precisamente la traductora de Salambó al inglés, May French Sheldon, llegó varios años después a África para explorar los alrededores del lago Chala, entre Mombasa y el Kilimanjaro. Narró su viaje en De sultán en sultán (1892). Viajaba siempre sola, pero con dos pistolas al cinto.

Hay más ejemplos, como Diario de un viaje a Rusia (1935) de Lewis Carroll, con su amigo Henry Parry Liddon, pasando por Bruselas, por Berlín y por Potsdam, Moscú y San Petersburgo, dejando atrás los pasos invisibles de Alicia. Pero el escritor definitivo, dentro de este registro, es Rudyard Kipling. Nacido en 1865 en Bombay, toda su obra es viaje, su obra es India, su mundo es el de hombre que reinó en la aventura interminable de la condición humana expuesta ante sus vértices más hondos: El libro de la selva (1894), Kim (1901), sus relatos y el famoso poema “If”, que es el canto de amor y de esperanza de un autor a todos sus lectores, de un padre a su hijo, de un Odiseo a Telémaco.

Aunque también tenemos esa tradición de los escritores viajeros, o los viajeros escritores de interés científico o antropológico: del explorador naturalista Alexander von Humboldt a Charles Darwin, con su famoso El origen de las especies (1859), pasando por David Livingstone y Richard Francis Burton, que recorrió y escribió el continente africano. Sin olvidar, entre tantos, Diario ártico. Un año entre los hielos y los inuit (1893) de Josephine Peary, la primera mujer en realizar una expedición al Polo Norte: descubrió que Groenlandia no era una península, como se había creído hasta entonces, sino una isla.

O la vida apasionante y breve de Isabelle Eberhardt, que protagonizó un viaje increíble, desde su Ginebra natal, haciéndose pasar por un hombre para poder moverse libremente por el norte de África. Notas de ruta: Marruecos-Argelia-Túnez (1908) es el testimonio de una mujer que murió durante la inundación de Aïn Séfra, en Argelia, con sólo veintisiete años.

Son todo matices, enfoques, circunstancias. George Orwell en Sin blanca en París y Londres (1933) y en Homenaje a Cataluña (1938), esa autobiografía que nos lleva al momento en que las milicias estalinistas ejecutaban a los trotskistas del POUM. Patrick Leigh Fermor, antes de combatir en la Segunda Guerra Mundial, recorrió el continente hasta Constantinopla con sólo 18 años, y después lo escribió. Bruce Chatwin plasmó, En la Patagonia (1977), su análisis brillante y variopinto, y Paul Theroux —La costa de los mosquitos (1981)— nos ha dejado, también, El viejo expreso de la Patagonia (1979), Las islas felices de Oceanía (1992) y El safari de la estrella negra. Desde El Cairo a Ciudad del Cabo (2002).

Y en España el 98, Julio Camba y Josep Pla, la Alcarria de Cela y la profesionalidad omnívora de Javier Reverte

Son grandes relatos de viajes en tren, como Tren fantasma a la estrella de oriente: tras las huellas de El gran bazar del Ferrocarril (2008), que también lo hermanan, de alguna forma, con el elegíaco, lujoso y hermosamente decadente Mauricio Wiesenthal de Orient-Express. El tren de Europa (2020) y con buena parte de sus libros.

John Dos Passos y John Steinbeck (con el espléndido Viajes con Charlie), pero también Lawrence Durrell, Henry Miller, Malcolm Lowry, Somerset Maugham, Jack Kerouac, William Golding, Graham Greene, Evelyn Waugh, Paul y Jane Bowles siguieron ese pulso salvaje de Ernest Hemingway. Y en España el 98, Julio Camba y Josep Pla, la Alcarria de Cela, los viajes de González Ruano y la profesionalidad omnívora de Javier Reverte, nuestro gran escritor viajero, de El sueño de África (1999) a Corazón de Ulises. Grecia, Turquía y Egipto (1999).

Y Vicente Blasco Ibáñez, que montó una colonia socialista en la región de Cervantes en Argentina, donde aún se cultiva un arroz valenciano. Pero no sólo La vuelta al mundo de un novelista (1924), sino la espectacular Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), un paseo vibrante de La Pampa a París, durante la Gran Guerra.

Viajamos para estar con los sentidos, contrastar y avanzar. Fijamos las imágenes en libros porque hay viajes que sólo se pueden compartir a través de los ojos de quien mira. Todos estos hombres y mujeres son homeros generosos, escritores en marcha de novelas viajeras en las que reencontramos las esencias que habíamos perdido. Sólo nos queda abrirlas y leer, para así descubrirnos sobre el mapa hasta reconocernos en sus voces.