Entre Stendhal y Lampedusa
A Henri Beyle, Stendhal, sus editores le dijeron que nadie leería sus libros. El escritor francés no tuvo más remedio que contestarles con soberbia profética: "Ya los leerán dentro de treinta años", proclamó. Y fue así, y sigue siendo de la manera en la que el novelista y viajero lo pronosticó. Hice a principios de este siglo un viaje literario a Sicilia siguiendo la ruta del autor de El Gatopardo, el Príncipe de Lampedusa. No dejé, en ese periplo, de revisar y conocer sus huellas sobre la isla, desde Palermo a Santa Margherita de Belice, donde se encuentra la invitada Donnafugata del Príncipe de Salina, desde Parma a Catania y Siracusa, la ciudad con la luz más bella del mundo. Sucede que el escritor que más influyó y leyó Lampedusa fue Stendhal. En una carta a su mujer, Lampedusa le dice que cree que Stendhal es el mejor escritor de su mundo. Añade que tiene muchas dudas: no sabe si es mejor Rojo y Negro o La Cartuja de Parma. Leía durante un año, con lentitud y delirio placentero, una novela; al año siguiente, leía, con el mismo o mayor placer, la otra novela. "Cada vez que leo una, al terminar de hacerlo", escribió Lampedusa, "creo que es la mejor, pero al leer la otra creo que esa es la mejor". Así pasó los años de su vida el último eslabón de una estirpe histórica de Sicilia, dueños de territorios, vidas y haciendas. El Gatopardo describe ese final de época, el instante en que una nueva clase social, la advenediza y la nueva dueña del dinero, ataca las viejas instituciones, los poderes eternos y el viejo régimen. Llega el tiempo de Garibaldi. Estamos en 1860.
Mi viaje por Sicilia es inolvidable. Vi El Gatopardo reflejado hasta en los atardeceres y amaneceres de la isla, hermosa y contradictoria. Seguí las huellas de Lampedusa incluso en Taormina, donde estuve una semana documentándome para escribir Casi todas las mujeres, una novela que es, en gran medida, mi homenaje a Lampedusa, un escritor maltratado por su tiempo, exiliado interior, ninguneado por todas las facciones políticas, literarias, intelectuales y editoriales del aggiornamento. Excluido del mundo, Lampedusa murió sin ver publicada su novela, de la que las ratas, Elio Vittorini, Vasco Pratolini y todas los canallas mediocres del establishment intelectual italiano, decían que no la había escrito Lampedusa sino su madre. Excluido del universo, veo ahora en mi imaginación a Lampedusa cruzando los pocos metros de la calle del centro de Palermo que visitaba todos los días que iba a la ciudad. Venía en autobús desde su palazzo frente al mar, se bajaba frente a la Librería Flacovio, hablaba unas palabras con el librero, que era su amigo y surtidor de la mejor literatura, y cruzaba la calle para entrar en la Cafetería Mazzala. Se sentaba al final de la cafetería, en un rincón donde nadie lo molestara y él no molestara tampoco a nadie. Ahí, comiendo bollos y dulces, se pasaba las mañanas leyendo y fumando sin parar. Me imagino ahora al gran lector, al insaciable intérprete de Balzac y Stendhal, sus preferidos franceses. Me imagino su escepticismo y su sentimiento frente a la incomprensión de los chamanes intelectuales de Italia. Siempre pasa eso. Pasó también con Kafka, de manera diferente: pasó y seguirá pasando. Una jauría de obispos laicos que se creen almirantes de la flota mundial deciden quién está en la jerarquía y en el rango y quienes deben ser condenados al silencio del infierno por los siglos de los siglos. Con Lampedusa pasó eso, pero al final ahí está: viendo pasar los tiempos por encima de su obra sin que esos mismos tiempos le hagan el mínimo daño. ¿Quién es hoy Vittorini, quién Pratolini? Nombres en las vetustas enciclopedias a quienes nadie lee. Sin embargo, a Lampedusa...
La lección de Lampedusa es la lectura y el tesón. Su interpretación escrita sobre Stendhal y sus dos novelas, es simple y llanamente genial, como todas las lecciones que Lampedusa dio a sus alumnos y que luego fueron recogidas en un libro. Yo entré a comprar uno de esos ejemplares en la Librería Feltrinelli, en Palermo. Una librería de las de antes: cinco pisos de libros. Nada más entrar, me recibió una enorme fotografía de cuatro a seis metros por lo menos, colgada de la cúpula en el interior del edificio: Burt Lancaster en su papel estelar del Príncipe di Salina en la película de Luchino Visconti El Gatopardo. Había hecho un recorrido por las librerías palerminatas y no había encontrado los libros de Francesco Orlando, el mejor alumno de Lampedusa. Se lo dije al empleado que me atendió, quien con una sonrisa me contestó de una vez para siempre: "Para cualquier cosa de Lampedusa, primero hay que venir aquí". Así fue y sigue siendo para mí un viaje inolvidable que crece en mi memoria como una novela que quizá no escribiré nunca.