Cela y Viaje a la Alcarria
He aquí a un gran escritor totalmente ensombrecido por su biografía y por la imagen decantada de su personalidad. Con ocasión del centenario de su nacimiento, me ha apetecido releer alguno de los libros de Camilo José Cela (1916-2002), que tanta importancia tuvo en el afianzamiento de mi interés por la literatura.
Cela fue para mi generación, con otros muchos, un escritor iniciático, que estimulaba la afición por la lectura y la escritura. Leer en plena juventud La familia de Pascual Duarte (1942) y La colmena (1951) fue una experiencia importante, inolvidable.
He elegido, sin embargo, Viaje a la Alcarria (1948), el tercer libro que, en cualquier orden, completaba, antes de que llegaran otros títulos –notoriamente, San Camilo 1936 (1969)- la primera aproximación a su obra.
Existen varias ediciones últimas de Viaje a la Alcarria –ninguna, muy reciente-, pero yo he rescatado de mi biblioteca un ejemplar de la Colección Austral, fechado en 1973, cuando un grupo de amigos universitarios quisimos imitar, tras su lectura, la idea de viajar –en nuestro caso, por Navarra- al modo de Cela. Mantuvimos muchas conversaciones de café, tratando de fijar el recorrido y las reglas, pero la cosa quedó en agua de borrajas.
Cela dice en sus prólogos que Viaje a la Alcarria es su libro “más sencillo, más inmediato y directo”. Tiene razón, y por eso mismo, y aunque se ha intentado mil veces, no es fácil de imitar. También asegura que lo escribió en siete días, con urgencia por entregarlo al editor en las fechas comprometidas, a partir de las notas que tomaba diariamente durante su camino. También dice que, a la hora de escribir un libro de viajes, “lo mejor, según pienso, es ir un poco al toro por los cuernos y decir “aquí hay una casa, o un árbol, o un perro moribundo”, sin pararse a ver si la casa es de éste o del otro estilo, si el árbol conviene a la economía del país o no y si el perro hubiera podido vivir más años de haber sido vacunado a tiempo contra el moquillo”.
Cela cumple casi siempre con estos principios de escritura directa, de inequívoco aire barojiano, aunque también se permite, como es natural –que diría él tantas veces-, algunas expansiones descriptivas y algunas –pocas- reflexiones. Queda, desde luego, esa economía de la palabra, esa inmediatez, forjada con adjetivos contundentes y precisos, con el nombrar las cosas con fulgurante exactitud y asombrosa riqueza de vocabulario y con diálogos de extraordinario oído, cortados a navaja, igualmente económicos y reveladores.
Un buen día de junio, 1946, Cela cogió el morral, se fue a la estación de Atocha y de ahí se desplazó en tren a Guadalajara para iniciar su recorrido alcarreño, preferentemente a pie –aunque ocasionalmente en coche, carro o autobús-, pernoctando en posadas y paradores –que no son lo mismo- o al raso, a la vera del camino, completando jornadas de veintitantos kilómetros, según le viniera en gana y hasta que decidiera que ya estaba bien. En total, nueve días.
El resultado es de sobra conocido, toda una geografía física y humana, el paisaje y el paisanaje de parte de la Alcarria, sólo siete años después de terminada la guerra civil, a la que, por cierto, apenas alude el escritor. El realismo de Cela ha sido calificado de “tremendista”, y no hay duda de que el autor pueda llegar a apretar el bolígrafo sobre el papel o a usar pincel de trazo grueso, pero lo tremendo estaba ahí, en el mundo rural de un país pobre, atrasado, ignorante y baldado.
Los pueblos con sus calles, plazas, iglesias, tiendas, tabernas y fondas; las carreteras y senderos; el campo abierto, los sembrados, las huertas, los bosques; los rebaños de cabras y ovejas; gallinas, perros, burros, mulas, gatos y pájaros; las fondas y las posadas, con sus precarias condiciones (en general) para dormir y comer; los oficios, el habla y la mentalidad de la gente, y sus historias vividas o inventadas. La gente: campesinos sencillos, alegres, desconfiados o huraños; algún prohombre; algún clérigo; algún alcalde; viajantes de comercio, tratantes, guardias civiles, buhoneros, gitanos, mozos y mozas, tontos, tullidos, locos, de todo se encontró Cela en el camino, a todos retrata con mano maestra, de todos recoge sus cuitas, motes, opiniones y cuentos.
La lectura de Viaje a la Alcarria sigue siendo gozosa, pero ahora, pasado mucho tiempo, el lector es más consciente de su vertiente testimonial, de la crudeza y rudeza de un lugar y un tiempo, la España de la más desapacible posguerra, de todas las miserias, rivalidades, indigencias y crueldades que entreveran la narración. También de la inocencia, generosidad, afectividad y alegría puntuales que la dulcifican.
He subrayado algo –palabras, líneas, diálogos, párrafos enteros- en casi todas las páginas. El libro es apretado y proteico. Leamos: “Dos conejos miran para el viajero, un instante, moviendo las orejas, sentados sobre el rabo, y huyen después, veloces, a esconderse detrás de unas piedras. Un águila vuela trazando círculos, no muy lejos. Una mujer, subida en un burro, se cruza con el viajero. El viajero la saluda, y la mujer ni le mira ni le contesta. Es una mujer joven, pálida y hermosa, vestida de luto, con un pañuelo sobre la cabeza y unos grandes, profundos ojos negros. El viajero se vuelve. La mujer va inmóvil, dejándose llevar del trote del burro entero, poderoso. Podría pensarse que es una muerta sin compañía, que va sola a enterrarse, camino del cementerio”.
Hay mucho donde elegir, ya digo, pero se me ha quedado en la cabeza esta escena muda, tan plástica, casi como de “western” al norte de México, tan realista y, a la vez, de tan gran potencial metafórico, que progresa perfectamente desde la anécdota de los conejos a la categórica irrupción del cementerio.