La excesiva personalidad de Blasco Ibáñez
El autor de 'Sueños de revolucionario' sigue pidiendo una película, una serie y una biografía de calidad y fácil acceso que le pongan en contacto con los espectadores y lectores de hoy
El valenciano Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) fue sin duda el escritor español más leído en todo el mundo durante el siglo XX. Es más, probablemente, Blasco Ibáñez sea, junto a Cervantes, el escritor español más traducido y de mayor fama internacional de la Historia. Fama personal que, en sus mejores tiempos, le convirtió en ídolo de muchedumbres y, ciertamente, en multimillonario. Sin descontar el éxito de sus primeras novelas, de corte naturalista y más local, el enorme éxito le vino cuando adoptó ambiciones y técnicas propias del 'best-seller', multiplicando sus ventas, dando el gran salto hacia los públicos de todo el mundo y rematando esta operación gracias al interés de Hollywood, que adaptó, con grandes estrellas (Rodolfo Valentino) al cine –mudo y sonoro, vivo y muerto el escritor– novelas como Sangre y arena (1908) y Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916).
Escritor prolífico y personalidad proteica con un toque visionario, diputado en Cortes, fundador de partidos políticos, orador mitinero muy persuasivo, represaliado y huido varias veces por sus ideas, fundador y director de periódicos y editoriales, colonizador y hacendado en Argentina, conferenciante que congregaba multitudes en los teatros, republicano, socialpopulista, aliadófilo, muy antimonárquico y muy anticlerical, cosmopolita, mujeriego y “bon vivant”, no tuvo el aprecio de los escritores y académicos de su tiempo –no fue adherido a la Generación del 98–, fue silenciado por el primer franquismo y nunca ha gozado del beneplácito de los custodios de las esencias literarias.
Su popularidad en España tuvo un repunte cuando se adaptaron a la televisión, entre los años 70 y el comienzo de este siglo, novelas suyas como La barraca (1898), Cañas y barro (1902), Entre naranjos (1900) y Arroz y tartana (1894). Cabe preguntarse si, pese a tantos galones, Blasco Ibáñez es hoy un escritor muy leído en España. La respuesta no parece que pueda ser positiva.
Fórcola, con edición de Emilio Sales y Francisco Fuster, ha publicado Sueños de revolucionario (rotundo título), libro que recoge veinticinco entrevistas con Vicente Blasco Ibáñez, que vieron la luz entre 1905 y 1929, es decir, entre su primera etapa de éxito (y de superior activismo político) y su prematura muerte en 1928 –la última entrevista se publicó póstumamente– en su villa alpina, mediterránea y francesa de Fontana Rosa. El volumen va precedido de un interesante prólogo de los editores y de una muy resumida cronología de su vida y obra.
Sueños de revolucionario resulta ser un libro del máximo interés por tres razones principales, aunque hay más: como no podía ser de otra forma, por el apasionante retrato que el conjunto de las conversaciones proporciona sobre el escritor, su carácter y sus intensas peripecias, lo que incluye su concepción de la literatura y sus técnicas y estratagemas como escritor; segundo, por la visión que el libro da de España y sus problemas durante el primer tercio del siglo pasado, visión que nos hace pensar en el carácter endémico de esos problemas y, por último, por el variado mosaico que ofrece sobre el periodismo de la época, sus estilos y sus retóricas, su propensión al halago y también a las reticencias, a la crítica amarga y al descuento de méritos.
El libro perfila con claridad a un Blasco entusiasta, quimérico, fanfarrón, vanidoso, encantado de sus glorias, de su fortuna y de haberse conocido, a veces intempestivo, siempre torrencial charlatán. Sin duda, un personaje descomunal y excesivo, cuya visión de sí mismo y del mundo facilita la comprensión de por qué fue un hombre admirado por muchos, con liderazgo y tirón, y también cuestionado y vituperado por otros. Es muy interesante, por ejemplo, el duelo que mantiene con el también escritor y periodista Manuel Bueno, que, cítrica y críticamente, no está dispuesto a ponerle una alfombra a sus pies.
Decía Blasco Ibáñez, en El Sol, en 1922: “Hace dos años y medio me avergonzaba de mis fabulosas ganancias. Hoy ya no; las encuentro naturales y quiero aumentarlas. Los dos escritores que ganamos más dinero en el mundo somos Rudyard Kipling y yo; es decir, no. Hay un tercero: Wells. Sí, somos tres los escritores que ganamos más en el mundo. Tengo más de un millón de dólares. Cobro setecientos por un cuento corto. Las empresas editoriales de los Estados Unidos me cablegrafían pidiéndome artículos constantemente, sobre tal o cual tema. Y así hago esta vida mezclada de príncipe y esclavo: príncipe, por mis automóviles, por mis jardines en la Costa Azul, por mis relaciones internacionales constantes con los huéspedes de París, Montecarlo y Nueva York; de esclavo, porque sigo trabajando de doce a catorce horas diarias, escribiendo novelas o dictando pequeñeces a mis secretarios”.
¿De verdad Blasco Ibáñez llegó a expresarse, a autorretratarse literalmente así? Lo que está claro es que semejante figura sigue pidiendo en España una película, una serie –después de la propuesta de Luis García Berlanga– y una biografía de calidad y fácil acceso que le pongan en contacto con los espectadores y lectores de hoy.