Viajeros en el Orient-Express
Con una pasmosa erudición, Mauricio Wiesenthal recrea en un libro la historia del emblemático tren y de la Europa refinada y sin fronteras que simbolizaba
Decir Orient-Express es pulsar una tecla que, de inmediato, activa la música, la letra y las imágenes de un mundo de lujo, aventuras, lances amorosos, placeres, crímenes y conspiraciones que convoca a millonarios, aristócratas, burgueses de alto copete, espías, bohemios dorados y grandes creadores de todas las disciplinas que han viajado, de punta a punta de Europa, notoriamente de París a Estambul, a lo largo de más de un siglo (convulso), han dado cuenta de sus peripecias, han sido evocados por otros o se han insertado y confundido con los personajes inventados por la literatura y el cine.
En Orient-Express. El tren de Europa (Acantilado), Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943) —autor también de La belle époque del Orient Express (1979)— reúne un censo abrumador —centenares de nombres— de esas personalidades, preferentemente del ámbito cultural, siempre unidas a las jugosas anécdotas que protagonizaron, a las obras que crearon y a las ideas que pusieron en circulación. Junto a la historia del tren, de los empresarios y de las compañías que lo pusieron en marcha a partir de 1883, junto a las explicaciones sobre sus características, su funcionamiento y sus distintos trayectos y etapas, junto a los apuntes sobre los broncos, violentos y variables hitos de la historia europea, por el libro desfilan las estaciones, los paisajes, las ciudades, los hoteles, los bares y los restaurantes —y mucho más— que jalonaron su recorrido. El libro, en fin, se configura como un abrumador artefacto enciclopédico que congrega la historia, la política, la civilización, las modas y las costumbres de un reciente pasado europeo que, pese a sus conflictos y descalabros, Wiesenthal añora como añora su juventud y sus propias experiencias.
Pero decir todo esto —y lo que todo esto es capaz de sugerir e imposible de resumir y nombrar al detalle— es, todavía, decir poco respecto a lo que este libro es. Enciclopédico, sí, es el saber de Mauricio Wiesenthal, pero este libro está pegado a su piel y a su memoria. Wiesenthal escribe en primera persona, narra sus propias vivencias en el tren, alude a personalidades que ha tenido ocasión de tratar directamente y, sobre todo, entre el memorialismo, el ensayo y la novelización, sitúa Orient-Express. El tren de Europa en un marco genérico transversal e indefinible desde el punto de vista literario, marco en el que caben de forma constante sus nada escondidas opiniones personales sobre casi todo, incluida la política respecto a la cual Wiesenthal se sitúa en una posición democrática y conservadora-liberal con explícito repudio de las dictaduras, el comunismo y los nacionalismos que, por cierto, más de una vez salieron al paso del tren y perturbaron gravemente o malograron su itinerario, su naturaleza y sus propósitos.
Junto a la reivindicación de la cultura europea y de una Europa unida y sin fronteras —que el Orient-Express, a su juicio, simbolizaba y proponía—, Wiesenthal viene a proclamar en su obra, básicamente, un ideal de belleza elegante y aristocrática —con repudio expreso de la burguesía vulgar— que va indisolublemente unido a la vivencia intensa y vitalista de la buena vida, del buen gusto, de la excelencia estética, de las buenas maneras y de los placenteros dones que proporcionan la cultura y la artesanía del lujo en sus manifestaciones más exquisitas, inseparablemente unidas al disfrute de la buena comida, la buena bebida y el buen tabaco.
No hay que decir más para comprender que Wiesenthal se arriesga a romper lanzas por una concepción elitista de la vida, cosa que tal vez él mismo esté dispuesto a negar y que el lector del libro no puede evitar considerar. El decadentismo, que el propio Wiesenthal reivindica como muy de su gusto al escribir ficciones, se cuela también por las páginas de este libro, cuya escritura —con algunos arrebatos líricos— puede producir ocasionalmente sensaciones de empalago.
Dicho todo esto, y recomendando que el lector sea capaz de hacer la vista gorda más de una vez, sólo se puede decir que Orient-Express. El tren de Europa es un festín para el lector culto. La pasmosa erudición de Wiesenthal se sustancia en multitud de citas, anécdotas e historias, traídas y contadas con prosa rica y plástica, habilidad, inteligencia y, con gran frecuencia, humor. El indiscutible egotismo narcisista del autor se ve ampliamente compensado —aunque no borrado— por el torrencial flujo de personajes, escenas, situaciones, lugares y sucedidos —e ideas— que proporcionan al lector un no menos indiscutible placer intelectual.
Escribe Wiesenthal: “La inmortalidad comienza en la frontera”, decía Alejandro Dumas. Y, para nosotros, los europeos, la inmortalidad comenzaba en el misterioso compartimento de un tren: entre los paneles de roble y nogal que olían a cera fresca, sobre los asientos de terciopelo con las iniciales W.L. (Wagon-Lits), y en aquellos vagones restaurante del Orient-Express que ofrecían en su carta: ostras, rodaballo en salsa verde, filete de buey con “pommes château”, pastel de jabalí con una salsa “chaud-froid”, crema bávara con chocolate y pastelería vienesa. Los vinos se elegían según el recorrido: un Chablis, un Corton o un Montrachet en Dijon; un Schloss Johannisberg en Karlsruhe; unas vendimias tardías en Estrasburgo, y un Valpolicella en Venecia…”.
Escribía al principio que decir Orient-Express es pulsar una tecla que, en resumidas cuentas, activa todo un fabuloso imaginario. El párrafo que he transcrito más arriba aparece en la tercera página del libro, y bien podríamos tomarlo como una tecla que Mauricio Wiesenthal pulsa para, si no anunciar la totalidad de sugestivos contenidos que nos esperan, sí dar el tono de su música y su letra. Y, desde luego, activar nuestras salivales. Preparemos nuestras copas (que no hemos de llenar con Don Simón).