Proust cuentista, entre misterios y fragilidades
Los relatos inéditos de 'El remitente misterioso' son una de esas rarezas exquisitas que convierten la literatura en un festín, pues nos seduce y reconcilia con nuestra fragilidad
15 febrero, 2021 09:17Los inéditos de los clásicos siempre poseen un extraordinario valor, pues nos enseñan los pasos que condujeron a las grandes obras maestras. Los nueve relatos de Marcel Proust que ahora se recuperan en una edición crítica sumamente escrupulosa nos muestran la progresión de una escritura que siempre discurrió con una aguda exigencia artística. Salvo uno de los textos, ninguno se había publicado hasta hoy. Todos proceden de los archivos de Bernard de Fallois, que a principios de los cincuenta recuperó y editó Jean Santeuil y Contra Sainte-Beuve, dos obras póstumas del autor de En busca del tiempo perdido. Se trata de esbozos, narraciones interrumpidas o cuentos donde se advierte que las formas y las ideas aún no han alcanzado la madurez, pero que anticipan inequívocamente la trayectoria ascendente de Proust.
Se ha subrayado muchas veces el contraste entre el joven dandi que deslumbraba con su ingenio en los salones elegantes de París y el hombre maduro y enfermo que se retiró a una celda acolchada para escribir compulsivamente. De la frivolidad inane a la vida consagrada del creador que abre nuevos caminos. Ahora sabemos que no existió una fractura tan abrupta. Proust comenzó a escribir mucho antes de que la enfermedad le recluyera en una especie de celda, sustrayéndole de los círculos sociales.
Alan Pauls señala en el prólogo de El remitente misterioso y otros relatos inéditos que En busca del tiempo perdido no es “un agujero negro absoluto”, sino “una formidable fuerza centrífuga” que nos depara de vez en cuando una preciosa “astilla”. Es una metáfora afortunada, pues los nueve relatos aquí reunidos son fragmentos que nos muestran la forma de trabajar de Proust, que escribió, seleccionó y descartó con un rigor implacable. En estas obras primerizas nos encontramos con un Proust desinhibido que habla abiertamente del “vicio nefando”. En “Recuerdo de un capitán”, un oficial se conmueve con la belleza de un brigadier y habla abiertamente de la dulzura desprendida por sus labios y sus ojos. Ambos personajes cruzan una mirada y se saludan militarmente. Solo es un contacto fugaz, pero ambos experimentan una “extraordinaria turbación”.
En “El remitente misterioso”, una mujer recibe cartas de un amante anónimo que no oculta su ardiente deseo de poseerla. Habla de explorar su cuerpo y beber el néctar de sus labios húmedos. La mujer se siente halagada y deja volar su imaginación. Antes de casarse y enviudar, le atraían mucho los militares, especialmente los dragones, con sus grandes espuelas y sus largos sables. Los artilleros no le parecían menos interesantes, con esos cinturones que “lleva mucho tiempo –¡ah, tanto tiempo!– desabrochar”. Después de una vida de virtud, los sentidos se toman la revancha, corrompiendo su imaginación. Proust disfraza el deseo de heterosexualidad, pero se trata de un desplazamiento del deseo homosexual. Su artificio revela la frustración de abrigar una sexualidad alejada de las convenciones morales de su tiempo.
En estos esbozos y cuentos de juventud se advierte que las formas e ideas no han alcanzado aún la madurez, pero anticipan la trayectoria de Proust
Es inevitable fantasear con las interpretaciones que habría desarrollado Freud sobre este relato. Proust no habla de identidades sexuales cerradas, sino de un deseo itinerante que sirve de puente entre los cuerpos, alterando vidas que se creían a salvo de las pasiones prohibidas. El ser humano es una marioneta que obedece a las fuerzas ocultas del deseo. Los relatos de Proust nos hablan de una sociedad sumida en la neurosis, donde el amor, lejos de proporcionar armonía y dicha, desquicia, hiere y, en no pocos casos, degrada. Todo fluye de forma caótica. Proust llega a intercambiar los nombres de dos personajes. Se puede interpretar esa confusión como una negligencia, pero también como un signo de la vulnerabilidad del yo, que se desmorona y desfigura ante la urgencia del deseo, cambiando su rostro por una máscara que circula de mano en mano. El narrador también participa de esa ambigüedad, pues es a la vez voz y ausencia, consistencia y liquidez.
Proust es rabiosamente moderno, casi nuestro contemporáneo, pues sabe que el progresivo desencantamiento del mundo conduce a la impotencia y el hastío. No ofrece como alternativa nuevas certezas. No es un moralista, sino un fenomenólogo que se conforma con describir el mundo y sus objetos. No cree en las intuiciones perfectas, pues entiende que el conocimiento humano siempre estará deformado por una irrenunciable subjetividad. Se conforma con acercarse al milagro estético, que consiste en crear la ilusión de que es posible neutralizar el olvido, desenterrando los recuerdos reprimidos por el inconsciente.
La muerte acecha sin descanso. En “Pauline de S.”, la protagonista espera su inminente fin. Lejos de descender hasta el estrato más íntimo de su ser, buscando la paz, el perdón, la piedad o la redención, solo se preocupa de mantener hasta el final su agenda social. Parece una insensatez, pero el narrador señala con fatalismo que todos caminamos hacia la muerte y se pregunta si merece la pena reflexionar sobre algo tan lúgubre. En el caso del escritor, la meditación de la muerte resulta inevitable, pues el sufrimiento es el vínculo que comunica la vida con el arte. El verdadero artista es un vidente que ha adquirido su lucidez mediante las heridas del cuerpo y el alma.
'El remitente misterioso' es una de esas rarezas exquisitas que convierten la literatura en un festín, pues nos seduce y reconcilia con nuestra fragilidad
En “El don de las hadas”, Proust señala que el arte es hijo de la penuria y el sufrimiento. Se advierte en esa concepción la huella de los grandes románticos, que interpretan el arte como una tarea colosal reservada a las grandes almas. Detrás de ese Proust con aspecto de petimetre que posa con una raqueta de tenis hay un artista que sube hasta la cima de una montaña para contemplar un mar de nubes. Ese componente heroico se aprecia en “Después de la Octava Sinfonía de Beethoven”, un relato que prefigura la ficticia sonata de Vinteuil, pero aquí la música no evoca un romance turbulento e infructuoso, sino ese infinito que late detrás de cada nota. Influido por Schopenhauer, Proust convierte la “pequeña sinfonía en fa” de Beethoven en la expresión de la esencia oculta del mundo. No esconde su pesimismo. El universo le parece una absurda conjunción de ruido y furia. El amor no es más que una variante de esa tragedia. Frente a esa desolación, solo queda el consuelo que proporciona el arte. En “La conciencia de amarla”, el desengaño amoroso solo se mitiga gracias a la reelaboración estética.
¿Silenció y ocultó deliberadamente Proust estos relatos que salen a la luz en vísperas del primer centenario de su muerte? ¿Son ese diario íntimo que nos permite acceder a la cámara oscura donde se gestó su vasto universo narrativo? Algo hay de eso. Proust se mostró más elusivo y pudoroso en sus textos posteriores. Estos relatos rozan la confesión y no ocultan la insatisfacción vital. Podemos hablar de una biografía interior que refiere los conflictos y paradojas de una sensibilidad hiperestésica. Proust no es André Gide. No logra desprenderse del estigma moral asociado a la homosexualidad. Nunca olvida que pertenece a un linaje maldito. Ese dolor le enseña a apreciar con más intensidad el espesor de la vida y la belleza del arte. Como dirá Camus más adelante, sabe que el hombre muere y es infeliz, pero se consuela con la riqueza de su mundo interior. Puede recobrar el tiempo perdido, evocarlo y reconstruirlo, vivificarlo y celebrarlo, pero siempre consciente de que nada puede derrotar a la Muerte, reina cruel del cosmos. El ser humano segrega ideas porque aplacan su angustia, pero en realidad solo son un disfraz de su tristeza.
Proust habla de “un reino místico donde quedan abolidas las imposibilidades”, pero no se refiere a un más allá espiritual, sino al fugaz encuentro de los cuerpos en el frenesí del placer. No deplora la finitud, pero tampoco la exalta. Se conforma con desempeñar el papel reservado a los artistas: transmutar el dolor en belleza para revelarnos “las fuerzas ignoradas de nuestra alma”. El remitente misterioso y otros relatos inéditos es una de esas rarezas exquisitas que convierten la literatura en un festín. Las grandes obras nos deslumbran; las pequeñas, humildes e imperfectas, nos seducen, reconciliándonos con nuestra fragilidad.