Image: Aquí yace un poeta

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Letras

Aquí yace un poeta

30 octubre, 2017 23:00

Tumba de Robert Louis Stevenson en Samoa

En vísperas del Día de Todos los Santos y del de Difuntos, el lector nostálgico y algo morboso está de enhorabuena: Siruela acaba de rescatar del olvido Tumbas de poetas y pensadores, del holandés Cees Nooteboom y la fotógrafa Simone Sassen (esposa del novelista), un volumen publicado hace ahora diez años que invita a callejear y perderse entre los sepulcros de novelistas, filósofos y poetas de todos los tiempos, dispersos en decenas de países.

"¿Quién yace en la tumba de un poeta?", se pregunta el novelista holandés Cees Nooteboom, para responderse de inmediato que "el poeta, desde luego, no [...]. El poeta está muerto, de lo contrario no tendría una tumba. Pero el que está muerto ya no es nadie, por lo tanto tampoco está en su tumba. Las tumbas son ambiguas. Conservan algo y, sin embargo, no conservan nada". A partir de esa certeza, Nooteboom comienza su estremecedor paseo, consciente de lo irracional de visitar las tumbas aunque "en algún rincón secreto de nuestro corazón albergamos la idea de que esa persona nos ve y se da cuenta de que seguimos pensando en ella". Porque de eso se trata, de que los muertos reparen en nosotros. Más aún, "queremos que sepan que seguimos leyéndoles, porque ellos siguen hablándonos. Cuando nos hallamos al lado de sus tumbas, sus palabras nos envuelven", escribe Nooteboom. Ordenada ortográficamente, la visita funeraria comienza por el gran cementerio de Río de Janeiro, donde descansan los restos de Carlos Drummond de Andrade y termina en Drumcliff , Irlanda, frente a la lápida de William B. Yeats, aunque el libro contiene un epílogo que narra la visita al "último de todos los cementerios, que es al mismo tiempo el más triste", el Cementerio de Thiais (París), donde se agazapan las tumbas de Joseph Roth y de Paul Celan. Con todo, la primera tumba sobre la que escribió Nooteboom fue la de Proust, en el cementerio Père Lachaise, en París, donde también descansan Molière, Chopin, Balzac, Edith Piaf, Maria Callas, Jim Morrison, Georges Perec, Oscar Wilde, Sartre, Simone de Beauvoir.... Fue en noviembre de 1977, el día de Difuntos, una mañana fría e invernal en la que el holandés se sentía totalmente poseído por los personajes de En busca del tiempo perdido.

Tumba de Marcel Proust en el famoso cementerio de Pierre Lachaise

París, entre Balzac, Nerval y Proust

Y recuerda Nooteboom: "Los vivos visitaban a los muertos; yo visitaba a los míos y he conservado en la memoria lo que vi y lo que pensé. Balzac encabezaba la lista de bestsellers de la muerte: tenía cuatro ramos de crisantemos y dos luces encendidas. Proust tenía que conformarse con dos ramilletes de ásteres de color herrumbre, colocados sin arte; Gérard de Nerval, con un único ramo de patéticas florecillas azules muy pequeñas. Balzac y Nerval están en la misma calle, uno casi enfrente del otro; quien quiera llegar a Proust, al igual que los visitantes de Piaf, sin duda se saldrá del camino: sin el plano de este reino de los muertos no encontraría su tumba. Cuando me hallé ante ella, no supe qué pensar. Es algo en verdad desconcertante. Una tumba, al tiempo que es un simulacro de presencia -al fin y al cabo hay un nombre en ella, yace un difunto en su interior-, señala precisamente, desde luego, la ausencia de una persona: Proust ya no está en ninguna parte, tampoco aquí". Su viaje por la nostalgia y la memoria le llevará también al cementerio de Port Bou, junto a la tumba de Walter Benjamin, en cuya lápida puede leerse una cita del propio filósofo alemán, "No hay ningún documento de la cultura que no lo sea también de la barbarie", lo que le recuerda la última carta escrita por Benjamin desde su refugio, un hotel al que regresó extenuado tras haber intentado en vano pasar la frontera española. Se trataba de unas líneas en francés dirigidas a Henny Gurland, su compañera de viaje, que mencionan también a su amigo Theodor Adorno: "En mi desesperada situación no tengo más remedio que acabar de una vez. Mi vida concluirá en un pequeño pueblo de los Pirineos donde nadie me conoce. Le ruego transmita mis recuerdos a mi amigo Adorno y le explique la situación en la que me veo. No me queda suficiente tiempo para escribir todas las cartas que me hubiera gustado".

Tumba de Walter Benjamin en el cementerio de Port Bou

El silencio vivo de Stevenson

Más sosiego, incluso dicha, desprende la sepultura de R. L. Stevenson en el Monte Vaea, en Samoa. Según Nooteboom, los más viejos de la aldea abrieron expresamente para el autor de El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde un sendero en la selva virgen y arrastraron el féretro monte arriba en medio del titilante calor. "Cien años después fui yo, solo. La selva que me rodeaba estaba llena de murmullos y siseos, parecía que la escalada no iba a acabar nunca, era como si estuviese yo mismo caminando hacia el reino de los muertos. Si alguna vez he de ir a él, espero que sea como lo que vi aquel día. A mis pies, la selva verde, entre nubes de vapor, y fuera, como un abrazo infinito, el tranquilo océano. No había nadie. No había ruido de máquinas ni de gente. Arriba, en la cima, estaba la tumba, que recordaba un poco una barca estrecha, y en ella los versos que él mismo había escrito mucho antes de que el pensador suizo pudiera concebir su arquetipo: Aquí yace, donde anhelaba estar; en su hogar está el marinero de vuelta de la mar, y en su hogar el cazador de vuelta de las montañas. El escritor holandés aún permaneció un rato junto a la tumba del narrador escocés, intentando imaginar aquel día de 1894, la gente, los colores, las quedas lenguas polinesias, y cómo, cuando todo hubo terminado, bajaron de nuevo lentamente y dejaron al muerto en su cima. "Había allí algo más, que me preocupaba, algo sorprendente, y no descubrí de inmediato por qué y de qué me sorprendía. Había algo diferente. Veía barcas en el agua, allá abajo; veía grandes aves de presa volando en círculo por encima de la selva virgen, y de pronto lo supe: me encontraba en un cementerio sin muertos. Estaba él solo, sin compañía. Cuando yo me fui, volvió a reinar quizás el mismo silencio de la primera noche de su muerte. He visto otras sepulturas solitarias, por ejemplo la de Ciro, allá en la remota Persia, una tumba colosal que en el árido y antiquísimo paisaje semejaba una formación rocosa y por ello pertenecía más a la naturaleza que al mundo de lo humano. En ella el silencio era un silencio muerto, mientras que en la sepultura de Stevenson era un silencio vivo. Si se escuchaba con atención se oía una ráfaga de viento procedente del océano pasar mil páginas de una vez".

Nostalgia en Colliure

En ocasiones, sin embargo, visitar una tumba puede ser el pretexto para revisitar el impacto en uno mismo de la obra del difunto. Es lo que le pasó a Nooteboom tras visitar en Colliure la tumba de Antonio Machado, y recordar unos versos del poeta sevillano,"El paisaje mismo se ha hecho árbol en ti", que evocan paisajes de verano y de invierno, de sol abrasador y de frío glacial, bochorno y borrasca, de calor sofocante y furiosas tempestades: "allí estará siempre la parda encina, y, como una sombra tutelar, como una sombra protectora, velará sobre el paisaje: un árbol para el viajero que desciende de su automóvil, se tiende en el lecho de sombras y hojas secas y sigue esta voz casi muda".

Tumba de Antonio Machado en el pueblecito francés de Colliure

Sí, hay tumbas evocadoras, y otras que sorprenden y sobrecogen por su frialdad. Es el caso de la de Yasunari Kawabata, un gélido monumento de mármol gris oscuro, "una especie de bastión de la muerte, donde es imposible que la figura menuda y frágil de Kawabata se sienta en su casa", afirma Nooteboom, defraudado porque esperaba encontrar algo que inspirase melancolía e invitara a pensar en la fugacidad de la vida. Era un día claro y alguien (un guía quizá) intentó explicarle los signos grabados en la piedra, "su escudo familiar, un triángulo hacia abajo entre tres hacia arriba. Lo que pone allí es su nombre; que se le concedió el premio Nobel; que estaba autorizado a llevar una alta condecoración; que se trata de un panteón familiar. Y luego este sorprendente descubrimiento, su nombre póstumo. ¿Por qué no tenemos nosotros algo así? Un nombre que solo vale cuando uno ya no está, con el que en el más allá todos saben cómo tienen que dirigirse a uno. ¿Puede escogerlo uno mismo? Y en ese caso ¿cómo querría uno llamarse? ¿Alguien? ¿Nada? ¿Nadie? ¿Hombre muerto? ¿Cualquiera? ¿O elegiría otra vez, sencillamente, el nombre con el que ha recorrido su vida, ya borrada? Sea como fuera, cruzando los continentes, el viaje de Nooteboom es una suerte de homenaje último a los autores que visita y el mejor autorretrato posible de lo que él mismo es, siente y espera. Porque, parafraseando al poeta, no siempre se quedan solos los muertos. @nmazancot