Maria Callas y Pavarotti, divos de drama y voz
Maria Callas (Tully Potter Collection) y Luciano Pavarotti (Alberto Cuéllar)
Ambos tuvieron carreras muy dispares pero un carisma común: arrollador e intemporal. Recordamos a los dos míticos cantantes en el aniversario de sus muertes, cuando Warner y Sony reviven sus voces con dos sustanciosos recopilatorios.
Circunstancias éstas que de algún modo aproxima a los dos artistas, como el hecho de que vinieran al mundo dotados de un maravilloso instrumento. Voces de natura. Luego, claro, vendrían la educación, el estudio, el trabajo. En este sentido hubo de laborar en mayor medida la soprano, dotada de sorprendente y espontáneo instinto pero que había de luchar con determinadas durezas, asperezas e irregularidades del timbre y la emisión. Menos problemas tuvo desde sus inicios el tenor, cuyo caudal, amplio, claro, sensual, emergía con fuerza, emanando con una insultante facilidad en un chorro hermoso y envolvente.
Esas diferencias y, naturalmente, el distinto temperamento y talento dramático -grande el de ella, relativo y algo plano el de él-, situaban a los dos cantantes, aparte su divergencia de índole tímbrica al pertenecer a registros diferentes, en universos muy alejados. La trayectoria de Callas fue corta pero intensa, minada en buena parte por las oscilaciones de un carácter y de una humanidad sufrientes y por las veleidades de un corazón ocasionalmente enfermo de amor. Dietas y disgustos (muchos de ellos conectados con su turbulenta relación con el armador griego Aristóteles Onassis) tuvieron sin duda mucho que ver con la escasa duración de su voz en las mejores condiciones y con la muerte prematura.
Una voz la suya múltiple, plural, caleidoscópica. En ella no faltaban entubamientos, sonoridades veladas, graves abiertos, notas a veces poco agradables en la primera octava, defectos que, curiosamente, eran empleados con un genio indiscutible en un lento proceso de maduración expresiva que conducía a sellar con arte superior las vivencias, sentimientos y situaciones anímicas de sus personajes. Y luego, en los ascensos a la octava alta, de pronto, inesperadamente, los ataques virulentos e híspidos se hacían suavísimos, acariciadores, envolventes y cálidos.
La técnica, muy sólida y exacta -aprendida de la profesora española, antigua soprano ligera, Elvira de Hidalgo-, el apoyo, soberbiamente regulado, permitían la escalada a una zona aguda vibrátil y vibrante, en la que el timbre tomaba caracteres de campana de cristal y en donde la amplitud de la onda se hacía corpuscular. Las nudosidades primitivas dejaban el paso a un fluido de material líquido, desbordante. Callas dominaba los registros del canto di sbalzo -súbitos saltos interválicos-, del trino, de las más variadas agilidades, de la messa di voce. Sus escalas cromáticas eran ejemplares, al igual que sus filados, sus voces apagadas y etéreas. Una cantante capaz de ofrecer una imagen de un dramatismo impresionante de Medea de Cherubini o como la que brindaba de la ambiciosa Lady Macbeth de Verdi o la que mostraba, llena de angélica pero consistente ternura, de Gilda, era sin duda una artista fuera de serie.
Del famoso y comercial grupo de los llamados tres tenores, Domingo, Carreras y Pavarotti, no hay duda de que el que trabajó con mejores medios eso que llamamos el arte del canto fue el tercero. Los mass media, las comunicaciones, el marketing más desaforado han contribuido a esa elevación a los altares, a esa mitificación que desbordaba incluso a la alcanzada por la Callas y, desde luego, a la arañada por sus dos compañeros españoles. Pero ese mito nació, al principio, con una sólida base de canto, con una ortodoxia emisora, con un respeto a las reglas clásicas y con una soberana calidad tímbrica. Era, desde ese punto de vista, un artista inatacable.
La voz en sazón era la de un lírico pleno, que partía de un timbre en principio de lírico-ligero; un instrumento de muy libre proyección, sin tapujos ni enmascaramientos, sin gangas ni trucos. Porque eso es en definitiva lo que asombraba del cantante, ese caudal coloreado, caluroso, ancho, templado, vigoroso. Emparentado, aunque con más musculatura, con el de Giuseppe di Stefano, a quien Pavarotti hubo de sustituir precisamente en una Bohéme londinense de 1964. Pavarotti seguía, en todo o en parte, lo que se podría denominar un belcantismo funcional. Una aproximación realizada con una intuición prodigiosa, en principio sin demasiado bagaje cultural y sin mostrar especial interés por la investigación de su arte, por el conocimiento de sus valores tradicionales. En tal sentido, era el negativo de cantantes tan escrupulosos y reflexivos como Del Monaco o Corelli; o Kraus, todos ellos preocupados por las cuestiones canoras de siempre y por su evolución a lo largo de la historia.
El instinto musical del cantante ayudaba y sus rubati solían ser lógicos y musicales; contribuía también la notable memoria, la retentiva poderosa. En todo caso, batutas tan insignes como las de Karajan -en aquella fabulosa Bohème para Decca-, Abbado o Muti, que lo admiraban, se acoplaban a su estilo. Este último dejó escrito tras la muerte del tenor: "La voz de Pavarotti queda en los discos, pero aquí nos faltará su timbre inimitable, cuyo squillo aturdía como una lanza que penetra. Frente a un tal fenómeno vocal es inútil fijarse en problemas de valoración académica. Luciano arrebataba a todos, superando cualquier juicio crítico".
Todo lo dicho, sabido en buena parte por los buenos aficionados y conocedores, se puede verificar de nuevo gracias a los álbumes que, con motivo de estos dos aniversarios, han lanzado, respectivamente, Warner Classics y Sony Classical. En el primer sello encontramos una enorme caja de 42 compactos que contiene 20 óperas completas grabadas en vivo (doce de ellas nunca registradas en estudio) más cinco recitales (con dos escenificaciones diferentes del acto II de Tosca) en Blue Ray. Con ello se da la posibilidad de hacer un recorrido a lo largo de casi toda la carrera de la soprano, de 1949 a 1964. La voz de Pavarotti resplandece como nunca en la segunda publicación, que alberga 3 CDs con señaladas interpretaciones del tenor, incluidas algunas rarezas verdianas grabadas junto a Abaddo o como las incluidas en el primer concierto que dio en su ciudad natal, Módena, en 1985. Aparece asimismo el histórico recital vienés de 1999, en el que se reencontraba con los otros dos compañeros del tríptico tenoril.