La Premio Nobel Herta Müller revive su exilio de la Rumanía comunista en 'Una mosca atraviesa medio bosque'
- La escritora evoca su resistencia de la dictadura de Ceausescu en este libro que rezuma tanta poesía como desolación y dignidad.
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Delgada y de grandes ojos tristes, ni siquiera el Premio Nobel ha logrado alterar la esquiva personalidad de Herta Müller (1953), alérgica a la prensa y a las multitudes. Tiene por qué, como el lector de Una mosca atraviesa medio bosque (Siruela) descubrirá en este libro que rezuma tanta poesía como desolación y dignidad.
Compuesto por el monólogo que da título al volumen así como por nueve discursos y conferencias, en él la novelista, ensayista y poeta alemana de origen rumano recuerda –de manera simbólica en el primer caso, y de forma desgarrada en el resto– su vida, a menudo reflexionando sobre las obras de Liao Yiwu o de Heinrich Böll y sobre el exilio.
Nacida en 1953 en Nitchidorf, una aldea de la minoría alemana en Rumanía, en la Segunda Guerra Mundial su padre, Joseph, sirvió en las Waffen-SS y tras el conflicto, como otros muchos germano-rumanos, Katharina, su madre, fue deportada a la Unión Soviética y pasó cinco interminables años en un campo de trabajo de la actual Ucrania. Por si eso fuera poco, cuando la pequeña Herta fue al colegio por primera vez descubrió que tenía que aprender rumano y alemán culto porque nadie hablaba allí el dialecto de su pueblo, convirtiéndola en una marginada.
Años más tarde, mientras estudiaba literatura alemana y rumana en la Universidad de Timisoara, entre 1973 y 1976, se relacionó con Aktionsgruppe Banat, un círculo de jóvenes escritores de habla alemana que se oponía a la dictadura de Ceausescu.
Descubrió entonces que había que negarse a colaborar desde el principio con la dictadura comunista “porque, si no, te enredas en la culpa y ya no hay modo de salir. Si no, se te queda una mancha en la vida como una luna emborronada”. Por si fuera poco, tras acabar los estudios comenzó a trabajar en una fábrica de maquinaria como traductora. Y estallaron los problemas de verdad, porque en el tercer año de estar trabajando allí, la Securitate, la policía secreta de Ceasescu, le exigió que espiara a sus compañeros. Y cuando se negó, comenzaron a presionarla sin piedad.
La propia Müller recuerda ese momento crucial en el capítulo “El equipaje invisible”: “El acoso al que me sometieron duró semanas. Una mañana quise entrar en mi despacho, pero se había instalado allí un ingeniero. Me dijo que a mí ya no se me había perdido allí nada. Los manuales de instrucciones y mis gruesos diccionarios me los encontré todos en el suelo del pasillo”. Después de esconderse para llorar, una amiga le prestó una esquina de su escritorio, que “despejó” para ella.
Sin embargo, a los pocos días la misma amiga la esperaba en la puerta del despacho con sus diccionarios en los brazos. “Me dijo que sus compañeros ya no querían que yo también trabajara allí, que a fin de cuentas era una espía. La calumnia la habían sembrado los propios servicios secretos. Fue su venganza por negarme a espiar”. Y una vez más, la futura Premio Nobel se sintió completamente indefensa.
“Para mí era como si hubiera descarrilado el mundo”. Además, a menudo la Securitate entraba en su casa cuando ella no estaba y le dejaba señales invisibles pero evidentes de su vulnerabilidad. Podían hacer con ella lo que quisieran, cuando quisieran. Era tan aterrador que a su madre le decía que iba a aparecer muerta en una fosa y que para eso no la había criado.
Müller exigió a los funcionarios de emigración germanos
que eligieran de una vez si era una refugiada o una espía
Cuando al fin, en 1987, con 34 años, logró exiliarse a Alemania, comenzó una nueva experiencia kafkiana, porque ante los funcionarios de emigración que revisaban su caso se negaba a obviar la persecución política que había sufrido.
En el Centro de Transición de Nuremberg, que estaba frente al lugar donde Hitler celebraba sus congresos, descubrió que para los servicios secretos alemanes “era una persona perseguida y en peligro” mientras que para el servicio de Inmigración “seguía siendo una espía rumana”, un rumor difundido por la Securitate.
Al final, con el humor descarnado y sutil que empapa las páginas del libro y la vida de Müller, la novelista acabó exigiendo al funcionario de turno que eligiera de una vez qué era, perseguida o espía, pues “las dos cosas a la vez no se puede”. La pesadilla terminó cuando al fin le dieron la nacionalidad alemana y pudo trasladarse a Berlín, donde escribió una veintena de novelas, ensayos y poesía, sin intuir que a pesar de vivir “con rabia de aquí y carantoñas de allí”, el futuro le compensaría con un Nobel tiznado de nostalgia y de amarga felicidad.