La magia de Oz
Siruela publica Escenas de la vida rural del escritor israelí
23 abril, 2010 02:00Amos Oz
En un imaginario pueblo en tierra de nadie, Tel Ilán, un puñado de israelíes atormentados por el pasado y el presente luchan para soportar sus vidas. Algunos, como el alcalde, no comprenden por qué su mujer podría abandonarles, siendo tan felices... Otras, como la bibliotecaria, intentan esquivar las atenciones de un adolescente enamorado, o, como la hija de un gran escritor sobre el Holocausto o como un viejo colono, luchan por no dejarse arrastrar por el futuro, porque puede ser aún más doloroso que el pasado. Son Escenas de la vida rural (Siruela), el último libro de Amos Oz (Jerusalén, 1939), premio Principe de Asturias en 2007, del que ofrecemos el relato final, "En algún lejano lugar en otro tiempo".
Por Amos Oz
Llevan toda la noche saliendo vapores venenosos del pantano verde. Un olor dulzón a putrefacción se propaga entre nuestras cabañas. Las herramientas de hierro se oxidan aquí en una noche, las tapias se desintegran por el musgo, los líquenes se comen los muros, la paja y el forraje están tan oscuros por la humedad como después de un incendio, los mosquitos bullen por todas partes, nuestras habitaciones están llenas de insectos voladores y reptantes. Hasta el propio polvo burbujea. La carcoma, la polilla y los pulgones roen los muebles, las vallas de madera y hasta las tejas podridas.
Nuestros hijos pasan todo el verano sufriendo de úlceras, eccema y gangrena. Los ancianos mueren por atrofia de las vías respiratorias. También los vivos desprenden hedor a cadáver. Aquí son muchos los que tienen deficiencias, los que han desarrollado bocio, los retrasados mentales, los tullidos, los deformes, los babosos, porque todos procrean con todos: el hermano con la hermana. El hijo con la madre. Los padres con las hijas. Yo, que fui enviado aquí hace veinte o veinticinco años por la oficina para el desarrollo de las regiones atrasadas, aún continúo saliendo cada día, al caer la tarde, a rociar las aguas estancadas con desinfectantes y a repartir a los recelosos habitantes quinina, ácido carbólico, sulfato en polvo, pomadas para la piel y antiparásitos; aún resisto mientras llega por fin un sustituto, quizás un hombre más joven que yo y con un carácter más fuerte que el mío, que ocupe mi lugar.
Y mientras tanto soy el farmacéutico, el maestro, el notario, el árbitro, el enfermero, el archivero, el cabildero, el pacificador. Todavía se quitan sus raídos sombreros ante mí, se los llevan al pecho, hacen una reverencia y me tratan de usted. Todavía se humillan ante mí con sonrisas burlonas, sin dientes. Pero yo me esfuerzo aún más por adularles a ellos, por hacer la vista gorda, por acostumbrarme a sus supersticiones, por hacer caso omiso de las risitas insolentes, por soportar el olor de sus cuerpos y el aliento de sus bocas, por contener los saqueos que se van extendiendo por todo el pueblo. Doy gracias porque apenas me queda ningún poder. Mi autoridad se va perdiendo. Solo me quedan restos ajados de influencia que ejerzo con artimañas, con lisonjas, con obligadas mentiras, con veladas advertencias y con pequeños sobornos. No me queda más remedio que resistir algo más, un poco más, hasta que llegue mi sustituto.
Entonces me iré de aquí para siempre, o al contrario, cogeré una cabaña vacía, llevaré allí a alguna joven y lozana campesina y me instalaré.
Antes de llegar yo aquí, hace un cuarto de siglo o más, el gobernador provincial, rodeado de un gran séquito, vino una vez de visita, permaneció una hora o dos, ordenó desviar de inmediato el cauce del río para acabar con el pernicioso pantano. Con el gobernador llegaron ofi ciales, secretarios, topógrafos, hombres de religión, un jurista, un cantante, un historiador oficial, un humanista o dos, un astrólogo y agentes de dieciséis servicios secretos. El gobernador dictó sus órdenes: Excavar. Desviar. Drenar. Limpiar. Desinfectar. Verter. Remover. Modernizar. Y abrir aquí un nuevo capítulo. No ha pasado nada desde entonces.
Hay quien dice que allí, al otro lado del río, al otro lado de los bosques y de las montañas, han cambiado varias veces de gobernador, el primero fue depuesto, el segundo derrotado, el tercero tuvo un tropiezo, el cuarto fue asesinado, el quinto arrestado, el sexto cambió de chaqueta, el séptimo huyó o se durmió en los laureles. Aquí todo sigue igual que siempre: los ancianos y los niños continúan muriendo y los jóvenes envejecen prematuramente. Según mis minuciosos cálculos, la población está disminuyendo. Atendiendo al gráfico que hice y colgué sobre mi cama, a mediados de siglo no quedará aquí ni un alma. Excepto los insectos y los bichos.
Es cierto que nacen muchos niños, pero la mayoría mueren siendo aún lactantes y ya casi no dan pena. Los chicos huyen hacia el norte. Las jóvenes cultivan remolachas y patatas en el espeso barrizal, se quedan embarazadas a los doce años y a los veinte se marchitan ante mis ojos. Ocurre que las pasiones se desbordan de pronto e inundan todo el pueblo en noches de frenesí a la luz de hogueras de madera húmeda. Todos se descontrolan, ancianos y niños, chicas y tullidos, hombres y bestias. No puedo informar con más detalle, porque en noches así me encierro en mi cabaña, que también es la farmacia, bajo las persianas de madera que se caen a trozos, echo el cerrojo de la puerta y pongo un arma cargada debajo de la almohada por si se les ocurre hacer algo.
Pero no hay noches así con frecuencia. Al día siguiente se levantan al mediodía, aturdidos, legañosos, y vuelven a entregarse sumisamente desde el amanecer hasta que cae la noche a sus terrenos cenagosos. Los días son abrasadores.
Pulgas insolentes, grandes como monedas, se lanzan sobre nosotros y, mientras pican, producen una especie de trino repulsivo y taladrador. Parece que el trabajo en los campos es extenuante. Las remolachas y las patatas son arrancadas de la masa de lodo en su mayoría podridas, y pese a todo aquí se las comen crudas o cocidas en una especie de guiso putrefacto y apestoso. Los dos hijos del enterrador huyeron hacia las colinas y allí se unieron a una banda de forajidos. Sus esposas se fueron a vivir con sus hijos a la cabaña del hermano pequeño: aún no era más que un niño, todavía no había cumplido los catorce.
Por su parte, el enterrador, un hombre taciturno, jorobado y corpulento, decidió no pasarlo por alto ni guardar silencio. Pero pasaron semanas y meses en completo silencio, y también pasaron los años. El enterrador se levantó un día y se fue a vivir también a la cabaña de su hijo pequeño, y allí nacieron más y más niños, nadie sabía cuál de ellos era vástago de los hermanos huidos, que a veces pasaban una hora o dos por el pueblo de noche, cuál era descendiente del hermano niño, cuál del enterrador y cuál de su anciano padre.
Sea como fuere, casi todos esos niños murieron apenas unas semanas después de nacer. Otros hombres entraban y salían de allí, por las noches, así como algunas chicas creciditas, con pocas luces, que buscaban un techo o un hombre, un refugio, un hijo o un plato de comida. El gobernador actual no ha respondido a los tres informes urgentes, cada uno más alarmante que el anterior, que le fueron enviados en breves espacios de tiempo para advertir del deterioro moral y requerir su intervención inmediata. Yo soy el agraviado autor que envió esos informes.
Los años pasan en silencio. El sustituto no llega. El puesto del policía lo ha ocupado su cuñado, mientras que, por los rumores que corren, el policía destituido se ha unido a los forajidos de las colinas. Yo sigo en mi puesto de guardia pero cada vez estoy más cansado. Ya no se dirigen a mí de usted ni se molestan en quitarse ante mí sus andrajosos gorros.
Los desinfectantes se han acabado. Las mujeres, sin darme nada a cambio, me van quitando de las manos lo poco que queda en la farmacia. Efectivamente siento un progresivo debilitamiento de la mente y de las pasiones. Ya no encuentro suficiente luz en mi interior. La "caña pensante" [referencia a la frase de Pascal: "El hombre es una caña pensante"] se va vaciando de pensamientos. A lo mejor solo son mis ojos, que se están oscureciendo tanto que hasta la luz del mediodía les parece turbia, y la fila de mujeres que esperan en la puerta de la farmacia se me dibuja como una hilera de sacos repletos.
A la imagen de sus dientes podridos y a su fétido aliento casi he llegado a acostumbrarme con el paso del tiempo. Así proseguiré sigilosamente de la mañana a la noche, de día en día, de invierno a verano. Las picaduras de los insectos hace tiempo que he dejado de sentirlas. Tengo un sueño profundo y tranquilo. Me salen hongos en el colchón y flores de humedad en todos los muros. Alguna que otra campesina se apiada de mí de vez en cuando y me da una especie de líquido viscoso hecho al parecer con piel de patata. Todos mis libros están podridos por el moho. Las tapas se caen a pedazos. No me queda nada y ya no sé cómo distinguir un día de otro, la primavera del otoño o un año de otro año. Algunas veces me parece oír por las noches el lejano gemido de un instrumento de viento primitivo que no sé qué es, ni quién lo toca por la noche ni si lo tocan en el bosque, entre las colinas o dentro de mi cabeza, debajo de mi pelo cada vez más ceniciento y débil. Así iré dando la espalda a todo lo que me rodea y también a mí mismo.
Excepto a un acontecimiento del que he sido testigo esta mañana y del que debo informar por escrito, sin dar ninguna opinión al respecto: Esta mañana despuntó el sol y convirtió los vapores del pantano en una especie de lluvia espesa, viscosa. Una lluvia caliente de verano con un olor como el del sudor de un viejo sin asear. Los aldeanos comenzaron a salir de sus cabañas y se dispusieron a bajar a los patatales. Y de repente, en la cima de la colina oriental surgió entre nosotros y el sol un hombre extraño, un hombre sano y bello, que comenzó a saludar con los brazos, a trazar todo tipo de círculos y contorsiones en el aire húmedo, a doblarse o a postrarse, a dar brincos en el sitio sin decir ni una palabra. Quién será, se preguntaron los hombres unos a otros, qué estará buscando aquí. No es de aquí, ni del otro pueblo, ni tampoco de las colinas, se dijeron los ancianos. A lo mejor procede de la nube. Y las mujeres dijeron: hay que tener cuidado con él, hay que pillarlo con las manos en la masa, hay que matarlo. Aún estaban consultándose y discutiendo cuando el aire amarillento se llenó de sonidos de diversos tipos, pájaros chillando, perros, charlas, mugidos, reproches, zumbido de insectos del tamaño de una copa de licor. También las ranas del pantano se recuperaron y empezaron a croar, y las gallinas no se quedaron atrás, y sonaron arreos, toses, quejidos y maldiciones. Sonidos de diversos tipos. Ese hombre, dijo el hijo pequeño del enterrador, y de pronto recapacitó y guardó silencio. Ese hombre, dijo el tabernero, intenta seducir a las jóvenes. Mientras que las jóvenes gritaron, mirad, está desnudo, mirad qué tamaño, mirad, está bailando, quiere volar, mirad cuántas alas, mirad, es blanco hasta los huesos.
El viejo enterrador dijo: A qué viene tanto hablar. El sol ya ha salido del todo, el hombre blanco que estaba o que creíamos que estaba ahí se nos ha esfumado por detrás del pantano, hablar no servirá de nada, ha comenzado otro día muy caluroso y hay que ir al trabajo. Quien pueda trabajar, que trabaje, que sufra y calle. Y quien no pueda más, por favor, que se muera. Se acabó.