Letras

Querido Caín

por Ignacio García-Valiño

26 octubre, 2006 02:00

Ignacio García-Valiño

Plaza & Janés

Matar al paso
La mosca se había posado en la pantalla luminosa y, tras recorrerla en alocado zigzag, se quedó quieta en el escaque c8, precisamente donde él se disponía a situar su caballo blanco. ¿Le habría leído el pensamiento? Allí comenzó a frotarse a conciencia las patas traseras. Extraño insecto, pensó, con esa trompa de ventosa y esos pies que son capaces de trepar por el cristal. Si tan rápida eres, líbrate de ésta. La mano de Nicolás Albert se cernió sobre ella y en un rápido barrido lateral la atrapó. Sentía la fina vibración cosquilleándole el hueco de la mano. La agitó junto a su oído, como si pudiera escuchar sus golpes en la oscura cavidad, la arrojó contra la pantalla del ordenador y cayó en la mesa. El insecto quedó boca abajo, mareado, girando sobre sí mismo.

Imaginó una mirada suplicando clemencia. «Oh, pobrecita», murmuró. Entre las uñas de su índice y su pulgar la asió delicadamente por las patas y con escrúpulo de entomólogo le arrancó las alas. Aturdido y desesperado, el insecto áptero cruzó correteando la mesa y al llegar al borde se lanzó al vacío.

Oía la voz de su madre, desde lo alto de la escalera, llamán dolo. No contestó. Buscaba en el suelo la mosca, un punto negro revolviéndose tal vez como peonza enloquecida. El toc-toc de los tacones de Coral Arce se desplazaba hacia el dormitorio de Diana, contiguo al de Nico. Su caballo se había apostado en c8 y mientras la máquina pensaba cómo salir de la encerrona, la vio junto a la pata del sillón. Estaba ahí, muy quieta, inerte. Dejó caer sobre ella un suave escupitajo y no se movió. Muerta, entonces.

Vio de reojo la cabeza de Araceli deslizándose por el rectángulo de la ventana. El reloj del salón marcaba las siete y media. Imaginó la cabeza de Araceli paseándose como un globo flotante por el jardín, con la boca abierta, sin dejar de sonreír mientras buscaba el resto de su cuerpo. Su madre había regresado por el pasillo de arriba y él adivinó que se detenía a mirarse en el espejo. Su padre canturreaba en el dormitorio, como siempre que ensayaba nudos en la corbata. Mientras el programa escaneaba una réplica a su ofensiva, el muchacho hizo rotar el tablero y lo cambió a perspectiva en tres dimensiones. Carlos Albert nunca se quedaba con el primer nudo y siempre tarareaba el mismo sonsonete bobo. Araceli, en el jardín, había recuperado el resto de su cuerpo y la vio inclinada, las manos sobre las rodillas, ordenando a Argos que le diera algo que llevaba entre los dientes, la pistola láser, que emitía un débil gorigori, de pilas medio gastadas.

—¿Ya has estado revolviendo en la caseta? —le reprendía ella, en ese tono infantil con que hablaba siempre al chucho.

Alfil cinco reina era un buen movimiento que cortaba la huida del caballo negro por el flanco de rey; el ordenador se defendía bien, pero la partida había perdido brillo sin la presencia intrusa de la mosca con dotes telepáticas. Tal vez no debiera haberla matado, sino dejarle una oportunidad de jugar. Podía incluso ser más lista que el programa. Intentó imaginarse una partida contra una mosca. Peso pluma contra peso mosca, ¡gong! Cambió las piezas de diseño metal a toy y su caballo amenazante pasó a ser un simpático dragón rojo. Su madre se paseaba, descorazonada e inestable en sus nuevos zapatos de tacón de aguja, el tacón que más odiaba, pero era alta, esbelta, para qué los necesitaba. Por su desplazamiento errático, parecía que estuviera probando si eran fiables. La había visto antes, un instante, al cruzar el porche. Lucía una falda de tubo, muy ceñida. Estaba guapa, y odiaba los cócteles de ejecutivos, pero nunca se lo decía a Carlos. Normalmente, los cócteles coincidían con uno de sus súbitos dolores de cabeza, pero esta vez se había ahorrado la excusa para no agotarla. De nuevo lo llamaba, ¿Nico? él sabía cuánto la afligía no saber nunca en qué parte de la casa se encontraba. Pero no tardaría en dar con él. Se dirigía hacia el salón, caliente, caliente. Se detuvo en la puerta. Vería su nuca asomando por el respaldo del sillón. Se acercó a él y se sentó a su lado. La miró con el rabillo del ojo. Olía a perfume.

—¿Ganas?

El muchacho no contestó ni giró la cabeza. Coral Arce se sentó delicadamente a su lado y le puso una mano en el hombro. Sabía que con ello se exponía de nuevo al cuchillo helado de su indiferencia, pero no podía evitarlo. Fijos en el rectángulo luminoso, sus ojos no tenían acomodo para el resto del mundo.

—Tu padre y yo vamos a pasar la tarde fuera. Araceli os preparará la cena. Tenéis macarrones en la nevera. Poneos vosotros el queso a vuestro gusto. Vigila que tu hermana se lo coma todo, incluido el postre. Ya sabes que es muy remolona. Espero que estéis acostados para cuando volvamos.

Coral Arce se levantó y fue bajando las persianas con el interruptor.

No valía la pena enfadarse con él por su silencio, pensó, por ignorarla tan injustamente. Recordó una vez más la promesa que se había hecho a sí misma de no presionarlo, de respetar su espacio. Ahora era Carlos Albert quien bajaba las escaleras. Elogiaba los servicios de la nueva tintorería que habían abierto en el barrio, junto al centro comercial. Ya no volvería a la que se hallaba frente a la parroquia.

—¿Estás lista, mi reina? —se asomó Carlos.

Chaqueta gris marengo, corbata jaspeada, cuarenta años bien trajeados. Se había engominado el pelo estirado hacia atrás. Fuera ya estaba ladrando Argos, excitado por la proximidad de algún acontecimiento novedoso.

—Voy sacando el coche —dijo Carlos.

Argos ladró de alegría en cuanto vio salir a su dueño y corrió a su encuentro. Carlos evitó con un gesto que le pusiera las patas sobre el traje y lo obligó a sentarse. Obediente, acezante, el pastor alemán siguió con ansiedad el viaje de las manos acariciadoras, que bajaron del aire donde residía su autoridad hasta posarse cálidamente bajo sus orejas. él recogió las caricias ladeando la cabeza para envolverla más entre sus manos, gruñendo de placer. Carlos retiró los belfos húmedos que cubrían sus enormes colmillos e introdujo la mano. Argos la mordisqueó con una atormentada delicadeza.

—Mmmm, buen chico.

Por el jardín avanzaba Diana, tirando de un carrito donde se bamboleaba su muñeca rubia. Dejó atrás el rosal, el columpio y el cobertizo canadiense y se detuvo ante la mesa bajo la pérgola por la que se enroscaba la exuberante glicina. Ahora Coral hablaba con Araceli y le daba algunas instrucciones precisas para la colada. Diana dirigió a su padre una sonrisa y un saludo. éste respondió por la ventanilla del Mercedes 600 metalizado. Había detenido el coche frente a la cancela. Argos daba saltos al lado, estribándose contra el guardabarros y jugando a esquivarlo. Ya había rayado varias veces la parte delantera del capó con ese juego. A Coral le disgustaba su alegría ruidosa, intempestiva, como la de una radio despertador. Lo llamó enérgicamente para que se alejara del coche y, como de costumbre, el perro no se inmutó. Bien sabía quién era su dueño y a quién obedecía.

—A mí tampoco me hace caso, señora —la consoló Araceli, riendo—. Es así de cabezota.

Vestía un delantal rosa, un poco desteñido de tantos lavados; el pelo recogido en una coleta, cuyas canas asomaban tímidamente, antes de virar a caoba. Tenía rasgos dulces, apacibles. En los ocho años que llevaba trabajando para ellos, Coral nunca la había visto enfadarse.

—Perro y dueño son hechos del mismo leño —sentenció Coral.

Discretamente, con una risilla, Araceli pasó por alto el comentario y alabó su bello aspecto. Diana se apresuró a enseñarle el dibujo que acababa de hacer en su bloc. Su madre se mostró gratamente sorprendida.

—¡Esto está muy, pero que muy bien, Diana! —la alzó en volandas y la besó en la mejilla—. ¡Has coloreado muy bien la serpiente.

—¡Que no es una serpiente, mamá! ¡Es un dragón!

Ella examinó el dibujo de la serpiente, a la que la niña había añadido alas de mariposa. Se dio una teatral palmada en la frente, por haberle robado alas a su imaginación:

—¡Qué tonta! ¡Claro que es un dragón! —Guiñó un ojo a Araceli—. Un dragón con forma de serpiente.

—Como el del parque de atracciones —dijo Araceli.

—Claro que sí, cariño.

La cancela comenzó a deslizarse despacio sobre el riel con un ronroneo metálico, al que se sumaron los vigorosos ladridos de Argos. Siempre se ponía nervioso cuando se movía la verja, como si esa vía abierta momentáneamente a la libertad desafiara su instinto de obediencia.

Antes de entrar en el coche, Coral advirtió que Nico había salido al porche y continuaba su partida sentado en un peldaño de la entrada, junto a las jardineras de madera. Le resultó extraño que se hubiese cambiado de sitio. No para despedirse de ellos, desde luego, pues nunca lo hacía. Entonces, ¿con qué fin? ¿Les observaba sin mirarles, con fingido desinterés? Tal vez captaba mucho más de lo que ella suponía. Y, como abrazando un sueño inconfesable, se dijo que en el fondo, pese a su frialdad, su hijo se sentía solo y los necesitaba.

Se volvió antes de salir, por si robaba a su hijo una mirada furtiva, delatora. No tuvo suerte.

Carlos Albert conducía satisfecho por las calles impolutas y tranquilas de La Moraleja, que discurrían entre jardines y mansiones como ríos por un vergel: villas, palacetes defendidos por cercados alanceados y muros de boj podados con un concienzudo sentido de la simetría. Los niños jugaban en los columpios de los jardines interiores, pero no se les veía; apenas nada trascendía a la calle de aquellas vidas intramuros; al exterior llegaban ecos, murmullos, movimientos con sordina, signos de que había vida inteligente allá dentro. Los lustrosos tejados emergían de las copas frondosas, recogiendo la liquidez de la luz. Coral veía en todo ello una armonía quirúrgica, la sugestión de habitar en un extraño archipiélago de islas aparentemente próximas entre sí, pero cuya distancia había que recorrer a nado en aquellas aguas tranquilas y transparentes y pobladas de tiburones. Un archipiélago urbano presidido por una calma oceánica.

Se preguntaba si esa vida hogareña, familiar y confortable, ese intento de preservar a los hijos de cuanto acechaba en las calles, era realmente una garantía. Tal vez su hijo echaba en falta un contacto con el mundo en su crudeza vibrante; si no un contacto directo, al menos a través de la tele. Los libros no lo habían hecho más humano.

Alzando la mano de su volante tapizado en piel, Albert saludó a un vecino que acababa de arrancar su coche. También la tarde era amable, algo calurosa para principios de marzo; Carlos tenía el ánimo locuaz y le contaba a Coral los últimos planes de inversión en software de la empresa, que ella apenas escuchaba. Olía al perfume Armani que ella le había regalado por su cumpleaños. Nunca parecía aburrirse. él había nacido para esa clase de vida. Su felicidad se cifraba en regresar de un día duro de trabajo y encontrarse la casa recogida, el mantel puesto para la cena y los niños esperándole para irse a acostar con un buenas noches, papá.

Pero Nico no esperaba a nadie. No le importaban las vidas de los demás, ni cuándo se iban, ni cuándo venían. Cumplía con las rutinas con abúlica obediencia, se acostaba a su hora, leía en la cama las novelas que su madre le traía de la biblioteca o le compraba en el centro comercial. Pero nunca hablaba de ellas, más allá de términos vagos. Ella le preguntaba por los héroes. Ulises le había parecido «un tío listo» y Hamlet, «un tarado que ve fantasmas». Después su hijo resolvió no hablar de libros. Los leía en silencio y cuando los terminaba, dejaba en el salón los que eran para devolver, siempre dentro del plazo.

Absorta en su propia conjetura, al punto creyó vislumbrar una respuesta tranquilizadora sobre Nicolás. No se resignaba a aceptar que, a sus doce años, tuviera el corazón de escarcha. Hizo por ver en su hijo un ser que está creciendo, y al que un excesivo pudor le impide manifestar apego o necesidades. No podía admitir que se les escapaba, que desde antes de los diez años había emprendido una huida en solitario. Y no tenía intención de volver. Ahora la distancia hacía que pareciera un punto en el horizonte.

«Debo ir tras él —se decía—. él aún me necesita.»

—¿En qué estás pensando, cariño? —inquirió Carlos.

—En nada.

—¿En qué piensas cuando no piensas en nada?

—¿De verdad quieres saberlo? En lo divertidísimos que son los cócteles de ejecutivos. Carlos cabeceó sin disgusto.

—Podías haberte quedado en casa, ya te lo dije.

—No, no. Tal vez encuentre un yupi guapo y me lo ligue detrás de una cortina mientras tú discutes si es mejor invertir en bonos del Estado o en activos inmobiliarios.

Carlos se echó a reír con una risa que desagradó a Coral.

—A mí tampoco me divierten tus saraos de médicos. Os juntáis y no paráis de contar batallitas de quirófanos.

—Puede que tengas razón, por eso voy sola.

Carlos dio un frenazo y giró en una maniobra brusca.

—Pero ¿qué haces?

—He entendido. Te devuelvo a casa. No quiero que vengas por compromiso-

—Carlos, por favor, ya sabes que exagero. Podré soportarlo con unas copas de buen cava.

Carlos no parecía en absoluto ofendido.

—¿Y lo del yupi guapo y las cortinas?

—No te lo tomes al pie de la letra: no creo que las cortinas me oculten de tu vista.

Carlos sacudió la cabeza con guasa. Su mujer insistió aún en que le acompañaba, pero no lo hizo con suficiente convicción, y sí con argumentos endebles («Ya que me he arreglado…»). En realidad, a Carlos le hacía mucha ilusión presentarse ante sus nuevos socios y colegas con su mujer, exhibiendo un mal disimulado orgullo por su belleza y recabando con satisfacción comentarios elogiosos que —él lo sabía— no eran simples gentilezas. Y esto era precisamente lo que a ella le crispaba: su cometido de mostrarse radiante y hermosa, discretamente coqueta, segura de sí misma, halagadora con la mirada pero cauta con las manos, hábil para hacer hablar y pronta para callar, salvo cuando se trataba de dar la razón a su marido, requisito imprescindible para resultar agradable. Y es que aquellos cócteles eran conciliábulos exclusivamente masculinos.

Habían salido hacía unos quince minutos y ya estaban de vuelta. Carlos frenó en seco: había un charco de sangre en la calzada, que continuaba en un reguero hacia la casa. Brillaba bajo la luz ámbar de las farolas como si fuera aceite derramado. Coral tuvo un pálpito siniestro, una conmoción eléctrica que la sacudió desde la nuca. Saltó del coche y se lanzó a la carrera, espoleada por la angustia.

La sangre continuaba a lo largo del porche y los escalones de la entrada, hasta la misma puerta.

—¡Niños! —clamó con voz ahogada, mientras abría la puerta con mano trémula.

Entró. El corazón se le salía por la boca. La sangre se extendía como un relámpago rojo por el vestíbulo y las escaleras hasta la primera planta. Rezumando pánico, corrió a auxiliar a sus hijos, gritando sus nombres. Al final de la escalera vio salir a Araceli, asustada y confusa, de la habitación de Diana, a la derecha. La sangre seguía dirección contraria, hacia el dormitorio principal. Araceli reparaba por primera vez en la sangre. «¿Cómo es posible que no sepa nada?», pensó Coral apartándola con brusquedad para irrumpir en la habitación: Diana jugaba con sus muñecas y parecía del todo ajena. La abrazó, sollozando, un instante antes de salir y correr a la habitación de al lado, donde Nico hacía los deberes, ajeno al griterío. También estaba ileso y tranquilo, y lo abrazó en medio del llanto.

Carlos Albert entró corriendo, unos segundos después. Estaba sobrecogido. Subió a zancadas las escaleras ensangrentadas; el rastro se bifurcaba hacia su dormitorio. Oyó a su mujer y supo que los niños estaban a salvo en el ala izquierda; vio a Araceli, pálida ante el río rojo del suelo. Era ocioso preguntarle a ella. Evaluó con presteza la situación. Había algo muy anómalo que le erizaba la piel. Ni Araceli ni los niños habían oído nada, ni podían explicar toda aquella sangre. Entonces, ¿quién diablos había entrado en la casa y se había refugiado en su dormitorio? «Un hombre herido ha logrado entrar», pensó.

Tratando de aparentar calma, pidió a Araceli y a Coral que bajaran con los niños al sótano. Ellos entendieron sin necesidad de explicaciones. Araceli ahogó un grito. Asustada, Diana preguntaba qué ocurría, pero a su madre no le dio tiempo ni a mirar: bajó corriendo con ella en los brazos. Araceli la siguió, agarrando del brazo a Nico, que no opuso resistencia, ni tampoco mostró signo alguno de miedo. Carlos encontró el bate de béisbol en un armario del cuarto de Nico. Sopesó su solidez para infundirse valor y se dirigió con él al dormitorio, despacio, apretando los dientes, siguiendo con mirada hipnótica la mancha larga y espesa como melaza, preparado para saltar sobre lo que le estaba aguardando allí dentro, fuera quien fuese, preparado para golpear y para matar. Abrió la puerta de una violenta patada.Un segundo después, el bate caía al suelo.

Hubo de apoyarse contra la pared. El estómago le botó dentro, como si quisiera escapar por su tráquea en una brusca maniobra y una certeza de desgracia le paralizó los miembros. Cerró los ojos, sintiendo la pulsión de la sangre en las sienes, y volvió a abrirlos para mirar, con el reflejo luminoso del pasillo, su propia cama, sobre cuya blanca colcha yacía el cuerpo ensangrentado y desfigurado de Argos. Tenía la cabeza descolgada y goteante, vuelta hacia él, y algo redondo en la boca: una pelota de tenis.

Nico les clavó aquellos ojos desdeñosos.

—Estaba jugando con él a lanzarle la bola. Salió a la calle y pasó un camión —explicó con voz neutra.

Sentado sobre la encimera, impasible, iluminado de espaldas por la luz oculta de la campana de humos, enfrentaba a sus padres, que esperaban en balde a que continuara el relato de lo sucedido. A Carlos Albert le había golpeado el cerebro la visión de Argos y necesitaba una buena explicación. Todavía tenía el vello erizado y pegada a las retinas esa imagen de Argos despanzurrado en su cama, sobre una colcha cubierta de sangre, y con una pelota teñida de rojo entre las fauces, que recordaba a la manzana con que se exhibe una cabeza de cochinillo.

Pero su hijo nunca había brillado por la generosidad de sus explicaciones. Y ahora les exasperaba con su manera de envolverse en un silencio apático, indiferente.

—¿Tú arrastraste solo al perro, desde la calle?

él asintió.

—¿Se puede saber por qué hiciste eso? ¿Por qué lo llevaste a nuestra cama?

—Aún estaba vivo. Movía el rabo. Coral y Carlos se cruzaron una mirada perpleja.

—¿Lo echaste en la cama para que muriera ahí? —insistió el padre.

Nico concedió encogiéndose de hombros.

Coral no podía creer que hablase de ello como si fuera un suceso banal que le importunaba recordar, un contratiempo en su soñoliento presente. Parecía como si nunca hubiera estado allí de testigo. Trataba de imaginarse la escena: su hijo tirando del perro moribundo, sesenta kilos de carne, arrastrándolo por el porche, escaleras y pasillos, y finalmente, alzándolo hasta la cama. Nunca le hubiera atribuido tanta fuerza. No recordaba haber visto a Nicolás realizar semejante proeza física. ¿Qué significaba todo aquello?

—¿Cómo es que no nos llamaste, ni avisaste a Araceli? —Carlos hacía nerviosos aspavientos—. ¿Cómo es que no dijiste nada?

¿Te quedaste a ver qué pasaba?

El chico se encogió de hombros. Carlos recorrió la cocina a zancadas, de un lado a otro, para evitar ver ese rostro indiferente.

—Te pondrías perdido de sangre.

—Me cambié de ropa después.

Coral abrió el tambor de la lavadora y vio, en efecto, la ropa de Nico llena de sangre reciente. Una ropa que se habría quitado sin decir nada a nadie, como quien se cambia de muda después de que un compañero herido se le muere en los brazos. El silencio resignado de su hijo le produjo un zarpazo de piedad.

—Vamos a ver, Nico —medió ella—. Ha sido un accidente, de acuerdo. Lo han atropellado. No tienes la culpa. Pero tu padre y yo nos hemos llevado un susto de muerte. ¡Por un momento pensamos que os había ocurrido algo!

Nico se encogió de hombros.

—¿Qué te ocurre? —se impacientó su padre—. ¿Te da lo mismo?

Nico frunció el ceño. Coral le puso a Carlos una mano en el hombro:

—Déjalo ya. No insistas.

Argos le había traído una vez más la pelota de tenis babeada, para que se la lanzara de nuevo, cuanto más lejos, mejor. Puerco chucho, pensó, aunque simpático, en el fondo. Salía a buscarla como un relámpago y siempre conseguía frenar antes de partirse el hocico contra la valla. En la última había estado a punto de destrozar los rosales. Su madre habría puesto el grito en el cielo e ido a buscar el mango de la escoba, pero nunca lo alcanzaba. Argos ya la veía venir desde lejos y jugaba a esquivarla. Y Coral desistía por aburrimiento.

Sentado en un peldaño de la entrada, apoyada la espalda contra un arriate y el portátil abierto en el regazo, bostezó varias veces. Sus padres acababan de irse al cóctel. Araceli entraba en casa con Diana. La partida había ido perdiendo interés a medida que se acercaba a su final. Bufando, Argos dejó la pelota mojada de saliva a sus pies y alzó las patas delanteras, jadeando de excitación e irguiendo las orejas. Los ojos le bailaban y tenía los reflejos tan activados que no se estaba quieto. Podría pasarse la tarde entera así, el tontorrón, corriendo detrás de una pelota, trayéndosela de nuevo. Esta vez la lanzó con fuerza a la calle, y Argos encontró la cancela abierta, y cruzó la calle. Nico observó que enfrente había un camión de mudanzas. Dos mozos acababan de terminar la faena y se metían en el camión, después de cerrar las compuertas traseras.

Ya venía de vuelta con su pelota y hociqueando en su mano, para que la cogiera. Nico la tomó de nuevo. Argos no quitaba los ojos de su mano. Esta vez afinó bien el tiro. La pelota salió rodando a través de la puerta abierta, cruzó la acera, bajó a la calzada con un leve bote y continuó en línea recta hasta las grandes ruedas traseras. Argos se lanzó como bola por tronera a introducirse bajo el camión. Era el preciso instante en que arrancaba.

Nico movió pieza y una voz grave procedente del ordenador anunció: «Jaque mate». Sonrió satisfecho.

El camión había desaparecido. Se acercó despacio al animal y lo miró detenidamente. Había un brillo febril en sus ojos. Aún movía el rabo, en su estertor, latigándolo contra el suelo. La rueda le había aplastado el abdomen. La sangre le salía por la boca con la ligereza con que sale el vino de una jarra volcada en el suelo. Se iba licuando de melaza púrpura a su alrededor. Tuvo dos o tres violentos espasmos antes de quedarse quieto del todo. Una descarga de placer nubló los ojos del muchacho.

Permaneció ahí quieto, fascinado, absorto en esa oleada de violentas sensaciones. Observó sus ojos vidriosos, antes tan vivos. Un final fulminante.

Lo agarró del rabo, la única parte seca del animal, y empezó a tirar de él, hacia la casa. Al principio le costó mucho moverlo, era como si estuviese pegado al suelo, pero una vez que cobró un poco de impulso, fue avanzando lentamente, inclinando todo el peso de su cuerpo hacia delante. Sorteó a tirones el escalón de la acera y lo introdujo en el porche. Tras tomarse unos segundos para recobrar el aliento, siguió adelante. Se sentía eufórico, como si la visión de aquella muerte lo hubiera cargado de electricidad y el trabajo físico le hiciera bullir aún más la sangre en las venas. Pensó que era un deporte novedoso, arrastre de perro muerto, y se entretuvo en imaginar que se convertía en deporte olímpico: vio un montón de atletas, en la parrilla de salida, cada uno agarrando del rabo un perro con peso homologado y con dorsal sujeto al lomo.

Había logrado entrar con él en el recibidor, tras sortear los cinco peldaños de desnivel del porche, y se detuvo de nuevo a recobrar fuerzas. Se oía canturrear a Diana en el cuarto de arriba. La carga se deslizaba ahora mejor por el pulido parquet, recién abrillantado por la mopa de Araceli. Pronto logró arrastrarlo hasta el dormitorio de sus padres y, en un último esfuerzo para el que empleó todas sus energías, lo alzó del suelo y lo depositó sobre la cama.

Resopló, orgulloso de su buen trabajo. Tenía las manos y la ropa manchadas de sangre.

Los faros del Mercedes iluminaban a Carlos Albert, cavando afanosamente en un claro del pinar. La noche los cercaba. Era la madrugada del domingo y ese día no funcionaba el servicio municipal de recogida de perros. Por otra parte, experimentaba la necesidad de romper la tierra para castigarse a sí mismo y cauterizar la llaga. Era su forma de expiar. Tantas horas de juego, uno acaba queriéndolos de verdad. Maldijo su suerte. Maldijo a su hijo, por permitir que el animal saliera a la calle. Y también al camionero que lo arrolló. Quemaba su rabia con la pala.Se agachó varias veces para retirar piedras. Argos le habría ayudado a escarbar, si no yaciera a sus pies, metido en una funda de Armani. Apoyada contra el coche, Coral lo miraba hacer fumando un cigarrillo y su marido proyectó hacia ella una chispa de su rencor: nunca quiso a Argos, y ahora probablemente no lamentaba que acabara bajo tierra. El humo azulado se disolvía en la oscuridad del pinar, de donde venía un rumor rítmico de
grillos.

—Carlos, ¿no ves lo que está pasando? —Su voz ahogada lo sacó de su estupor.

Apoyó la pala en el suelo, resoplando. Se secó la frente con el dorso de la mano. Al volverse hacia ella se puso la mano de pantalla.

—No se trata de Argos —agregó ella—. Se trata de nuestro hijo.

Carlos se quedó un instante confuso, como si no entendiera.

Tras un breve silencio, volvió a hollar la tierra.

—A él le da igual. No quería mucho a Argos, como tú.

—¿Te has fijado en su cara? Lo ha contado como si nada. ¡Dios! ¡Con toda esa sangre!

Carlos Albert se puso a dar furiosas paletadas. Coral se hizo con la otra pala y le ayudó. Cuando el hoyo fue profundo, cogieron el cadáver entre los dos y lo echaron a la fosa. Hizo apenas un ruido sordo. Empezaron a cubrirlo de tierra.

Ya en el coche, con el motor apagado, miraban al frente sin hablarse. Coral sentía los latidos en las sienes. Intentaba imaginar a su hijo arrastrando ese peso muerto por toda la casa. ¿Por qué haría algo así? «A veces —se dijo—, en los momentos de an-gustia y desesperación el organismo se activa hasta realizar esfuerzos extraordinarios. Tal vez le impactó realmente ver a Argos aplastado por el camión. Pudo ser una reacción nerviosa, aunque después, al referirse a ello, se mostrara tan frío.» Los faros iluminaban el montón de tierra apisonada. Carlos pensaba en lo que Coral acababa de decirle, antes de girar la llave de contacto.

Ella rompió el silencio.

—¿Te acuerdas de la última vez que lloró?

Carlos hizo memoria.

—Nunca ha sido muy llorón.

—Fue aquella vez que se cayó por la escalera. ¿Cuántos años tenía? ¿Cuatro?

—Sí, cuatro o cinco.

—Desde entonces nunca ha llorado.

Carlos conducía despacio por la pista forestal y procuraba evitar las piedras y socavones. No pensaba en Nicolás, sino en Argos, en todos los buenos momentos que le había dado, con su candorosa alegría y su forma de tomarse la vida como un juego. A Coral nunca le habían gustado los perros, pero había aceptado tener a Argos ante su insistencia. Después, apenas se ocupó de él. Ahora le corroía la sospecha de que Coral, en el fondo, se alegraba de habérselo quitado de encima.

Cerca discurría un riachuelo invisible. Los faros desbrozaban la niebla rasante. Tenían las ropas empapadas en sudor, y a Carlos le goteaba la nuca. El auto siguió bamboleándose hasta salir a la carretera. Entonces, pisó el acelerador.

—¿Qué le pasará por la cabeza en un momento así? —oyó a su derecha.

—Coral, ha sido un día horrible. Mañana lo veremos de otra manera.

—No tiene sentimientos.

Sin retirar la mano del volante, conectó Radio Clásica. Sonaba una lánguida sonata para piano que conocía y hasta podía tararear, aunque no recordaba de qué pieza se trataba, una de Schubert, tal vez. Deseó estar así, en silencio, para poder degustarla y se preguntó si a Coral le agradaría. Pero ¿qué sabía ella de Schubert?

—No confía en nosotros, Carlos. Es nuestro hijo y nos trata como a extraños.

—Ya me he dado cuenta. No tiene ningún motivo para actuar así.

—En el fondo, no te importa mucho, ¿verdad?

—¡Claro que me importa!

—Tú sólo tienes ojos para Diana. Llegas a casa y preguntas por la niña, pero no te molestas en saber cómo se encuentra Nico. Y él lo nota.

Carlos resopló de contrariedad.

—No empieces con eso otra vez.

Coral Arce guardó silencio unos segundos, considerando si valía la pena molestarse en hablarlo de nuevo. Se impuso al desaliento.

—La semana pasada, por ejemplo, prestaste muchísima atención a las notas del colegio de Diana, y cuando Nico trae un full de sobresalientes, actúas como si fuese lo más normal del mundo.

—Diana se lo curra —adujo él, sin aspereza—, necesita ese reconocimiento. En cambio, él va sobrado, nunca le veo estudiar, de hecho. Sé que puede parecer injusto, pero es mi modo de verlo. No hay que valorar sólo los resultados, sino el empeño.

Coral apagó la radio, para contrariarle. No creía del todo en las palabras de Carlos, le parecían una burda justificación. Precisamente, él era un pragmático, y para los pragmáticos sólo cuentan los resultados, las cifras.
—Estás haciendo un agravio comparativo. Eres injusto.

—Tú sabes que a mí me encanta que saque esas notazas. Te lo he dicho muchas veces.

—Pero a él no se lo dices.

—Le da exactamente igual, lo tengo comprobado. Incluso, si me apuras, le molesta que le felicitemos.

—Si vas a buscar una película en el videoclub, llamas a Diana para que te acompañe. Y si vas solo, traes una de dibujos para ella.

Carlos no supo qué responder. Iba a alegar, en su descargo, que a Nico no le gustaba ninguna clase de películas, ni siquiera esas de sangre, zombies y abundante casquería que volvían locos a los chicos de su edad. ¿Cómo acertar con él? Pero tal vez ella volvería a acusarlo de inventar burdos pretextos. Estaba tan susceptible que no sabía cómo actuar.

—Reconócelo, Carlos. Has jugado más con Argos que con tu propio hijo. Y ya no sé ni cuánto tiempo hace que no os veo hablando.

Carlos agarraba el volante con fuerza, como si quisiera estrangularlo. Sin darse cuenta, se había puesto a ciento sesenta.

—Es él quien no quiere hablar. Ya estoy cansado de sentarme con él y que se levante y se vaya dejándome con la palabra en la boca. Esa apatía suya… No sé cómo hacerle reaccionar. Además, tampoco habla contigo, ni con Araceli.

Esta vez, Coral no hizo ninguna objeción. Con su atribulado silencio, concedía la razón a la réplica de Carlos. Esto lo aplacó un poco.

—Podías tener en cuenta que estoy hecho polvo. Siempre atacas cuando voy a medio gas.

—Sólo intento hablar de nuestro hijo.

—Seamos prácticos. ¿Qué propones que hagamos?

Los ojos verdes de Coral brillaron en la oscuridad.

—Hemos estado mucho tiempo evitando enfrentarnos a este problema. Le hemos echado tiempo, paciencia, cariño, todo eso, pero está visto que no ha servido de nada. Y es que no sabemos qué le pasa ni cuál es su mal; creo que deberíamos buscar ayuda. Necesitamos un diagnóstico, para empezar.

Carlos se quedó meditando estas palabras. Nunca había considerado en serio la posibilidad de que su hijo requiriese un diagnóstico mental y, tal vez, un tratamiento. Tampoco ahora estaba convencido, pero cuanto más pensaba en lo del perro, menos sentido veía a todo el conjunto. Algo no encajaba ahí, ciertamente, en la actitud de Nicolás y en su manera de comportarse . ¿Significaba eso que sufría algún tipo de perturbación o trastorno? Era una idea alarmista, aunque quién sabía. Tal vez mereciera la pena que alguien hiciera un estudio al chico, aunque sólo fuera para descartar una enfermedad y tranquilizarlos.

—Creo que conozco a la persona idónea —dijo Carlos—. Es profesor de psicología infantil en la Universidad Autónoma.

—¿Un teórico?

Carlos negó con la cabeza.

—También trabaja en un gabinete, con críos con dificultades.

—¿Cómo lo conociste?

—Hace cosa de dos meses; un domingo volvía de jugar al golf y vi en el arcén a un ciclista en apuros. Se le había reventado la rueda delantera y me paré a ayudarle. Metimos la bici en el maletero y fuimos charlando hasta Madrid. Llevaba un reproductor y curiosamente venía escuchando la misma pieza que yo tenía puesta en el coche: la cuarta sinfonía de Mahler. ¿No te parece sorprendente? —Se volvió a ella, pero no parecía conmovida en absoluto—. Dos mahlerianos se encuentran en un lugar inhóspito de la carretera, por un increíble azar. Hablamos de música y de otras cosas. Fue un rato muy agradable. Es un hombre culto y perspicaz. Le dejé en un taller de reparación y se ve que al sacar la bici se debió caer su cartera dentro de mi maletero, y no me di cuenta hasta la mañana siguiente. Fui al gabinete donde trabaja, porque me había dejado su tarjeta. Estaba en plena faena cuando llegué. Se alegró de recuperar su cartera y quedamos para hacer deporte. Le he invitado al club. Si quieres, la próxima vez que nos veamos se lo planteo.

—De acuerdo. ¿Será pronto?

—La semana que viene.

Coral suspiró, esperanzada. Llegaban a La Moraleja. La luna se remontaba por encima del ostentoso arco de la entrada.