Cuando fuimos huérfanos
Desde hace unos años la mejor literatura británica se nutre de la obra de autores foráneos afincados en la metrópoli. El caso más popular es el de Rushdie, pero la nómina se amplía de año en año con nombres con los de Mukherjee o Guneskera.
Kazuo Ishiguro bien pudiera sumarse a este creciente grupo de novelistas, pese a su origen japonés —no precisamente una excolonia inglesa—, y no tanto por su residencia londinense, sino por participar de la caracterización y generalidad de este nuevo “movimiento”. Se trata de un autor sobradamente conocido para el público español, pues Anagrama ha publicado sus cuatro novelas anteriores, todas ellas galardonadas con premios del prestigio de un Whitbread por Un artista del mundo flotante o un Booker por Los restos del día.
La novela que ahora se nos ofrece, Cuando fuimos huérfanos, poco tiene que descubrirnos respecto al estilo de Ishiguro, uno de los más hermosos, exquisitos y depurados de la actual narrativa británica (aunque no sea esta la mejor traducción de Jesús Zulaika) y sí mucho de imaginación, e incluso de exploración de los límites genéricos de la novela. Decir que es una novela de detectives tiene tanto de verdadero como de falso. El protagonista es, efectivamente, un detective que intenta resolver el caso más dramático de su vida, conocer el paradero de sus padres, pero lo más interesante no es tanto el camino seguido para desvelar el misterio como el “laberinto psicológico”, si se permite la expresión, que recorre a lo largo de la obra.
Christopher Banks, el protagonista narrador, nació en Shangai a comienzos de siglo. Su padre era empleado de una empresa británica con dudosas conexiones en el mercado del opio. Cuando el niño tenía tan solo nueve años sus padres desaparecieron misteriosamente. Fue enviado a Inglaterra y ya en el colegio mostró una clara inclinación a convertirse en detective. Lo logró, y en el momento del arranque de la novela, 1930, es uno de los más prestigiosos detectives británicos. Pero la enigmática desaparición de sus padres ha permanecido larvada durante años y se embarca rumbo a su natal Shangai. Las “pistas” de que dispone son borrosos recuerdos de su infancia. Unos recuerdos donde la realidad y la imaginación se entremezclan sin poder discernir qué es qué. Con estas premisas la capacidad de deducción queda cercenada y la intuición se convertirá en los cimientos del proceso resolutivo.
La novela de intriga y misterio británica, que iniciara Sir Arthur Conan Doyle, engrandeciera Agatha Christie y continuara con brillantez en nuestros días P. D. James sufre con Kazuo Ishiguro una radical transformación. No se trata de una nueva vuelta de tuerca, sino del inicio de una nueva vía detectivesca. El detective Banks apenas si participa de la tradicional caracterización de los grandes nombres del género. Y eso que el propio detective, quiero decir autor, se reconoce heredero o continuador de la tradición, con sugerentes “guiños” como la lupa que le regalaron cuando todavía era estudiante.
Probablemente sean las implicaciones personales en el caso, está narrada en primera persona, confieran a esta obra un matiz más psicológico que detectivesco. Llega un momento en que ya no importa tanto la resolución del caso como todo lo que la rodea, lo que confiere empaque a la acción; desde la ambientación histórica, en un momento especialmente delicado para China con la imparable irrupción del partido comunista, hasta el estado anímico del protagonista.
Una novela, en definitiva, que, si es que ya no lo estaba, coloca a Ishiguro en un lugar de auténtico privilegio entre los narradores en lengua inglesa.