En el fatídico 2020 los primeros espacios públicos en cerrar fueron los teatros y tras una primavera en la que ni siquiera los vivos pudieron honrar y despedir a sus muertos se anunció, por fin, que los Teatros del Canal de la Comunidad de Madrid abrirían con un rígido protocolo sanitario. Recuerdo aquella noche de la reapertura, la concurrencia parecía emocionada por recuperar antiguos hábitos sociales, Israel Galván bailó una delirante versión de El amor brujo, pero lo que definitivamente rompió con el pasado fue la imagen que ofreció la platea: el público enmascarado compartía las butacas con maniquíes y plantas, utilizados para marcar la distancia entre butacas que se debía guardar. Blanca Li, directora de los teatros, quiso con esta instalación evitar que el espacio pareciera desangelado, pero el tiempo y la rutina nos muestran que los teatros están inevitablemente semivacíos.
Las administraciones y los empresarios se empeñaron en abrir los teatros y preparar una temporada ‘normalizada’ en Madrid, que comenzaría en septiembre. En ello siguen. No se trata solo de preservar puestos de trabajo y mantener activo un sector débil ya antes de la pandemia; hay que dar confianza y ser estímulo para la reconstrucción. El coste está siendo alto para todos, los aforos son muy limitados y hacer que unos espectadores asustados y cada vez más empobrecidos vuelvan no es fácil. Este empeño ha convertido Madrid en la única capital occidental que desde el verano ha tenido los escenarios funcionando, y para los aficionados ha sido un bálsamo en estos tiempos de libertad vigilada.
Invertir en nuevas producciones es arriesgado y corre a cuenta de los centros públicos. Hoy el teatro es una actividad gubernamental
Invertir en nuevas producciones en este contexto es arriesgado. Los teatros privados están ofreciendo obras de bajo coste o previamente amortizadas, monólogos y reposiciones (Los mojigatos, Cinco horas con Mario, La golondrina, La habitación de María, Dani Rovira, El Brujo, Jauría, Miguel de Molina al desnudo). Ni siquiera uno de los títulos más brillantes y taquilleros, El método Grönholm, con cuatro actores, pudo aguantar y suspendió en septiembre. Los grandes musicales (El rey León, Billy Elliot…), motores de la taquilla, no han vuelto por la caída de la venta anticipada de entradas.
La inversión corre a cuenta de los centros públicos. Hoy está claro: el teatro es una actividad gubernamental. Si la corrupción, los males de las sociedades capitalistas y liberales, la memoria histórica, el feminismo, la identidad sexual, la inmigración… en sintonía con el ideario progre inspiraban el teatro antes de la pandemia (Prostitución, Diálogo del Amargo, Taxi Girl), este mismo ideario ha continuado después (J'attendrai, Transformación, Siglo mío, bestia mía…). Con excepciones: en En el lugar del otro Ernesto Caballero plantea, entre otros asuntos, el difícil ejercicio de la libertad de expresión; la pandemia ha inspirado historias sobre confinamientos (La pira) o ha impregnado otras de temática más lírica y personal (Renacimiento) o fantasiosa como Con lo bien que estábamos, de José Troncoso, autor y director de acentuada personalidad escénica. El chico de la última fila, de Mayorga, tuvo una sobresaliente puesta en escena de Andrés Lima. Galdós también mereció varias producciones en su centenario.
Los teatros públicos madrileños renovaron a sus directores hace más de un año y sorprende que coincidan en desterrar el repertorio de sus programaciones en favor de un teatro que pedantemente se denomina de creación contemporánea. También hay ausencia de obras extranjeras, pero eso debido a las restricciones de movilidad. En definitiva, un teatro menos apegado a la tradición, más patrio, con poco público.