El chico de la última fila acaba de estrenarse en el María Guerrero de Madrid. Es una de las obras más apreciadas de Juan Mayorga, quizá por ser una de las más inquietantes que ha escrito, la estrenó en 2006. Esta producción es extraordinaria y estéticamente muy hermosa, dirigida por Andrés Lima, que ofrece un gran despliegue de su sabiduría e intuición en lo que a puesta en escena y dirección de actores se refiere, contribuyendo a potenciar los significados y el imaginario de este gran y complejo texto.

Junto al trabajo de Lima, el otro gran protagonista de la función es el actor Alberto San Juan, lo sabe y lo aprovecha ofreciéndonos una de las mejores interpretaciones que le he visto; da vida a un profesor apasionado por la literatura con excelente contención, humor y verdad interpretativa. El resto del elenco no le va a la zaga, muy convincentes todos: los jóvenes estudiantes Claudio y su amigo Rafa son Guillem Barbosa y Arnau Comas, catalanes porque esta producción nació en la sala Becket de Barcelona y son los únicos actores que se han mantenido en la producción exhibida ahora en Madrid, actúan y además bailan y lo hacen muy bien; completan el elenco las actrices Natalie Pinot y Pilar Castro y Guillermo Toledo, que no pisaba escenario desde hace tiempo; Lima ha vuelto con sus viejos compañeros de viaje de Animalario.

¿De qué habla realmente El chico de la última fila? Muchos son los asuntos que se tratan (la educación, la familia, el arte moderno…), pero creo que por encima de todos hay una línea que sostiene el relato dramático: la pregunta que se hace el autor sobre qué efecto tiene la ficción en la realidad, cómo interviene en el mundo y en nuestras vidas, asunto borgiano por excelencia que ha marcado la literatura desde la segunda mitad del siglo XX a nuestros días. La realidad y la ficción son dos espacios distintos, cada uno tiene sus propias leyes y concretamente entran en colisión cuando abordan el concepto de “verdad”, que es inexistente en la ficción. Es justamente en ese punto de fricción donde juega Mayorga, que encima escribe para el teatro, único lugar que concentra estos dos espacios.

Su historia nos presenta a un joven estudiante que atrae la atención de su maestro: German (San Juan) es profesor de literatura en un colegio y un buen día se sorprende por la redacción de uno de sus alumnos, Claudio (Barbosa), que le entrega un texto bien escrito en el que cuenta una morbosa historia sobre cómo se cuela en la casa de su amigo Rafa (Arnau Comas) y curiosea en la familia de clase media a la que este pertenece. Como si se tratara de una Sherezade, Claudio irá enviándole periódicamente los capítulos de su historia al profesor, historia que presenta como una experiencia real y en la que va contando sus relaciones con los miembros de la familia. Germán se hace adicto al relato por entregas de su alumno, estableciendo una relación primero de maestro discípulo, interviniendo luego en modificar esos relatos, hasta darse cuenta de que su alumno-escritor amenaza con apropiarse también de su vida como material de ficción. Casi al final de la obra hay un guiño al público, -voyeur por excelencia-, pues desde el escenario se nos interpela y sentimos que también podemos acabar integrados en la ficción literaria.

Un momento de la obra

Claudio actúa como un alter ego del autor, sus acciones se identifican con la del escritor, el observador que imagina sobre las vidas de los demás sin ser visto. Pero hay cierta morbosidad en su comportamiento, su voyeurismo en la casa del compañero de clase me resulta desleal, es un personaje oscuro, interesado, provoca desconfianza. Y sin embargo, esa oscura personalidad es lo que tiñe la obra del misterio que nos atrae. Como explica Andrés Lima: “lo bueno de Mayorga es que no hace juicios de valor sobre los personajes. Hay un momento en el que habla de la familia a favor, pero también lo hace en contra. Y no sabemos qué piensa él realmente de ello. Creo que esa ambigüedad es precisamente lo que hace grande la obra”. 

El telón de la imaginación

Respecto a la puesta en escena, Lima y su escenógrafa habitual, Beatriz San Juan, han creado un sencillo dispositivo de gran belleza y eficacia que permite al espectador discernir entre la obra que se representa y los textos que Claudio escribe (y que pertenece al campo de su imaginación). Nada más que un sencillo telón de seda, que el aire mece por momentos, y que separa los dos espacios: cuando éste se abre, los textos de Claudio cobran vida y se representan. “Queríamos mostrar la diferencia de forma directa entre hacer teatro y escribir, y pensamos que, desde el momento en que Germán empieza a leer los textos de Claudio, se abriera este velo flotante, que actúa como telón de la imaginación”, añade el director.

Muchos de los textos que Claudio escribe son representados por Lima, por lo que podría decirse que añade una partitura visual al original. Por ejemplo, hace bailar a Barbosa y Arnau danza contemporánea, y ensambla sus bailes perfectamente en la representación teatral. En realidad, Lima nos ofrece uno de los mejores ejemplos de utilización del espacio escénico, entendido como algo que trasciende el mero decorado físico al recrear no solo acciones, también sugerirnos ideas, sentimientos y pensamiento ocultos, haciendo un uso fantástico de la iluminación (Marc Salicrú) y de los efectos especiales y el espacio sonoro (Jaume Manresa).  

Por último, me llamó la atención la frescura del texto, le pregunté a Lima si lo habían actualizado o si Mayorga había participado en los ensayos: “El texto no ha cambiado nada. Él hizo una lectura en la sala Becket, pero no ha participado en los ensayos. Presenció el estreno en Barcelona y le sorprendió. Nos conocemos mucho y pensamos muy parecido”. 

@lizperales1