Cinco horas con Mario apareció en 1966, cuando la dictadura franquista esbozaba un tímido aperturismo liderado por Manuel Fraga Iribarne. Miguel Delibes publicó su novela sin toparse con la censura, que no puso ninguna objeción al libro. Sin embargo, Cinco horas con Mario es un feroz ataque contra los valores del nacionalcatolicismo y un homenaje a los que oponían resistencia desde el interior, no ya con actividades políticas, sino con actitudes existenciales. No en vano Miguel Delibes sufrió de forma recurrente las iras de Fraga, que le acusó de boicotear la liberalización del régimen desde las páginas de El Norte de Castilla. La confrontación fue áspera y no aflojó su tensión hasta que Delibes, harto de rendir cuentas en Madrid y de soportar la supervisión de un subdirector introducido en el consejo de redacción para vigilarlo, presentó su dimisión y se marchó a Estados Unidos. Miguel Delibes hizo la guerra en el bando franquista. Se alistó como marinero en el crucero Canarias. Su experiencia le hizo aborrecer la violencia de unos hombres contra otros. Pedro, el protagonista de La sombra del ciprés es alargada, premio Nadal 1947, evoca su experiencia en un buque de guerra, abatido por la desolación. Miguel Delibes no era un revolucionario de izquierdas, sino un liberal con hondas inquietudes sociales y un católico que simpatizaba con la renovación impulsada por el Concilio Vaticano II. Su oposición al régimen puede equiparase con las protestas de José Luis López Aranguren, Agustín García Calvo, Enrique Tierno Galván, José María Valverde y otros profesores destituidos en 1965 por participar en una marcha a favor de la democratización de España.
Cinco horas con Mario es el largo monólogo de una viuda, Carmen, frente al cadáver de su marido, fulminado por un infarto de miocardio. Es difícil simpatizar con ella. Intolerante, fanática, clasista y manipuladora, carece de empatía y alaba la santa intransigencia de la iglesia y la dictadura, lamentando que no se actúe con mano más dura. Solo Julián Marías alzó la voz para esbozar una tímida defensa. En su respuesta al discurso de ingreso de Miguel Delibes en la Real Academia de la Lengua Española, afirmó: “No comparto la hostilidad que los críticos suelen sentir por la pobre Menchu; es una figura de carne y hueso, de singular veracidad, y lo humano es siempre interesante; está llena de vida, de deseos, de reacciones inmediatas”. ¿Qué juicio merece el personaje de Delibes? ¿Podemos absolver a Menchu o debemos condenarla, incluyéndola en la nómina de villanos de la historia de la literatura? Su monólogo está precedido de un capítulo en tercera persona que nos muestra su reacción durante el velatorio, cuando acuden familiares y amigos a despedirse del difunto. Una de sus hijas se resiste a ver el cadáver, pero la obliga de malas maneras, abriéndole los párpados. Y cuando su hijo de seis años celebra que haya muerto su padre, pues así no ha tenido que ir al colegio, le propina una paliza. Se siente muy orgullosa del aspecto de Mario, que apenas ha palidecido con la muerte. Solo le molestan los libros de la estantería situada detrás del féretro, con sus lomos brillantes y de colores chillones. Les da la vuelta uno a uno, con asombrosa paciencia, para ocultar los rojos, los verdes y los amarillos. Piensa que el luto no está reñido con el pudor y el buen gusto. No le hace ninguna gracia que el bedel del instituto donde trabajaba Mario como catedrático de lengua y literatura acuda a presentar sus respetos. No comprende el aprecio que sentía su marido por la gente sencilla. Se pregunta si a los catedráticos les corresponde el tratamiento de ilustrísimo señor. Se enfurece con su hijo Mario, que desprecia los convencionalismos y rechaza vestirse de luto. Cuando el joven descubre que su madre le ha dado la vuelta a los libros, los coloca como estaban y exclama: “los libros eran él”.
Vanidosa, Menchu finge incomodidad porque sus pechos de viuda sean tan prominentes y llamativos. Insensible a los sentimientos ajenos, solo piensa en las apariencias. No lamenta la muerte de Mario. Solo se pregunta qué le aguarda en el futuro. El velatorio a solas con el cadáver, lejos de sacar a la luz su humanidad, exacerbará su malestar, mostrando su ira y su rencor. Su monólogo no es un planto, sino un ajuste de cuentas. Su ferocidad evoca la matanza fundacional del franquismo, cuando el bando triunfante ejecutó a miles de presos políticos, afirmando que se limitaba a hacer justicia. Menchu enlazará un reproche tras otro. Su lamento es una lúcida autopsia de la España que apoya al general Franco, con todo su cortejo de prejuicios y miserias. Miguel Delibes, católico de espíritu abierto, sitúa una cita bíblica en el umbral de cada uno de los capítulos. Su intención es mostrar el agudo contraste entre el amor cristiano y la mezquina vivencia de la fe de una dictadura que se presenta como la salvación espiritual de Occidente. Menchu no entiende que Mario se compadezca de las prostitutas. Para ella, no son víctimas, sino pecadoras sin salvación posible. Le irrita que se mezclen las clases sociales. Cada uno debe permanecer en su sitio, pues es la voluntad de Dios, que nos hizo diferentes y desiguales. No aprecia la vocación literaria de su marido. Sus novelas y su periódico, El Correo, solo les han acarreado disgustos. Multas y problemas con la censura. Piensa que una buena novela alberga una trama interesante. Por ejemplo, la historia de Maximino Conde, que se casó con una viuda y luego se enamoró de su hijastra. Las novelas de Mario hablan de cosas estúpidas e irreales. Los soldados no abandonan sus trincheras para abrazar a sus enemigos. Y, ¿por qué escribir palabras enteras en mayúsculas? Es algo tan vulgar como gritar.
Menchu siente una profunda aversión hacia los rojos. Le produce perplejidad que el régimen tolere que don Nicolás dirija El Correo, tras haber sido partidario de Lerroux o Alcalá Zamora. Y le sacan de quicio los gustos proletarios de Mario, al que le gusta ir al instituto en bicicleta, y charla en público con Bertrán, el bedel del instituto. Menchu pertenece a esa clase media que sueña con adelantar posiciones en la escala social y, al mismo tiempo, contempla con desagrado a los más humildes, escandalizándose con su pretensión de mejorar su nivel de vida. El franquismo, profundamente conservador, anhela congelar el pasado, manteniendo las diferencias sociales. Cualquier cambio le parece obsceno e intolerable. Menchu se reprocha haber sentido lástima por Mario. De joven, parecía inseguro e insatisfecho. Pensó que ser su novia le ayudaría, pero ahora entiende que su rebeldía solo era ingratitud hacia una España que vive en orden y en paz. Cuando le escucha hablar de la necesidad de avanzar hacia un Estado laico, casi se desmaya, y no le desagrada menos oírle teorizar sobre educación y pedagogía. La educación en casa; la escuela solo debe ocuparse de la instrucción. Aunque no hay ninguna alusión a la Institución Libre de Enseñanza, es imposible no pensar en su filosofía humanista, que asociaba la educación al desarrollo integral del ser humano, destacando la necesidad de una pedagogía moral que forjara ciudadanos autónomos y responsables. Menchu se burla de los maestros que intentan transmitir valores, pero se queja de que la mayoría de los jóvenes son “medio rojos” y afirma que la guerra, aunque horrible, es “oficio de valientes”. Los españoles siempre han sido guerreros gracias a sus valores espirituales. Solo los que son derechas de toda la vida conservan esa gallardía. No le importa reconocer que lo pasó muy bien durante la guerra, con tanto desfile y movimiento. Para ella fue una aventura, no una tragedia.
Dos hermanos de Mario fueron fusilados por rojos durante la guerra civil. Menchu, lejos de sentir pena, se abochorna de ese parentesco. Miguel Delibes impugna la retórica de la Cruzada, despojando a la guerra civil de cualquier connotación épica. Los españoles se mataron entre sí con inaudita ferocidad, compitiendo en crueldad. No hay nada que celebrar ni nada de lo que enorgullecerse. Solo puede recordarse como un fracaso colectivo. Menchu rechaza estas ideas, que atribuye a la influencia extranjera. Se enfada cuando Mario le habla de la solidaridad, objetando que la caridad es humillante. También pierde los estribos con las depresiones de Mario, que atribuye a su manía de pensar las cosas demasiado. Esa manía solo lleva a las peores extravagancias, como sostener que protestantes y judíos son buenos. Siempre le pareció horrible que su marido rezara con los protestantes. El dichoso Concilio está poniendo el mundo del revés. ¿Acaso en Roma han olvidado que los judíos crucificaron a Nuestro Señor? Menchu deplora que empiece a cuestionarse la monarquía, alegando que la república es más racional. Las tradiciones son sagradas e inamovibles. No le importa que Mario le diga que es “una pequeña reaccionaria”. Menchu piensa que los pobres son necesarios. Si desaparecieran, no sería posible ejercer la caridad. Los intelectuales no saben más que incordiar, con su monserga de la igualdad y la justicia social. ¿No es una barbaridad que las criadas puedan ir al cine y ocupar una butaca? ¿Es que acaso nos encaminamos al fin del mundo? No hace falta diálogo, sino obediencia y “una poquita de Inquisición”. Menchu piensa que las playas y el turismo acabarán con las buenas costumbres y se plantea si tal vez no está detrás la Masonería y el Comunismo.
Mario está acostumbrado a liar tabaco. A su mujer le parece un hábito de patanes. Quizás por eso se preocupa tanto de las condiciones de vida de la clase trabajadora. Menchu pierde los estribos cuando Mario habla de Cristo, de su preocupación por los pobres, los locos y los incomprendidos. Piensa que Cristo jamás perdería el tiempo con esas calamidades. ¿Cómo ha podido decir en clase que la Iglesia se equivocó al no apoyar la Revolución francesa? Todos esos disparates vienen de los libros. ¿Por qué acumular tantos, si solo son almacenes de polvo? Cinco horas con Mario finaliza con un capítulo en tercera persona, que narra la salida del féretro hacia el cementerio. Mientras unos halagan al difunto, otros le acusan de santurrón y engreído. Aperturistas e inmovilistas colisionan, intentando salvar sus ideas. ¿Podemos entonces absolver a Menchu? No creo que Miguel Delibes quisiera condenarla. Su intransigencia corre paralela a su frustración. Sabe que está perdiendo el tren de la historia. Quiere preservar su mundo de los inevitables cambios, pero no ignora que es una batalla perdida. Sus prejuicios solo garantizan su infelicidad. La intensidad del personaje acredita el talento de Delibes para la introspección. Menchu es un ser muy real, con sentimientos muy veraces y debilidades muy humanas. Encarna las pasiones de esa España reacia a la modernidad que lamenta cualquier progreso o innovación. Siempre mira hacia atrás, nunca hacia adelante. Soñaba con un automóvil, pero su marido nunca se lo compró.
Señora de rojo sobre fondo gris es el reverso de Cinco horas con Mario. Publicada en 1991, Señora de rojo… es un homenaje a la esposa de Delibes, Ángeles Castro, que falleció prematuramente en 1974. Ángeles se convierte en Ana en una novela cargada de melancolía y ternura. Menchu no despierta esos sentimientos. Su paso por el mundo no dejará un rastro de afecto y delicadeza, sino de impotencia y resentimiento. La España del seiscientos pertenece al pasado, pero ha dejado un sedimento en la sociedad española que no contribuye a la convivencia. Incluso en nuestros días, España vive en la anormalidad democrática por culpa del trauma colectivo de la Guerra Civil. Solo cuando sea posible hablar de aquella tragedia con naturalidad, podremos afirmar que hemos alcanzado la madurez como sociedad. Cinco horas con Mario sorteó la censura. No lo consiguió, en cambio, Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos. Su primera edición en 1961 sufrió la amputación de veinte páginas. Hasta 1980 no se publicó una edición completa y fiel a la intención original del autor. Ambas obras testimonian las esperanzas de cambio de la sociedad española, cuando crecía imparable el anhelo de reconciliación y concordia. Sería injusto atribuirles tan solo un papel pasivo. No son un simple reflejo, sino la evidencia de que la literatura no es un mero espejo, sino una de las palancas de la historia y un signo profético.