
El actor José Luis Ferrer posa la presentación de la película 'Ravens (Cuervos)' de Mark Gill. Foto: EFE/Jorge Zapata.
El Festival de Málaga cierra su mejor edición en años con 'Ravens', 'biopic' del fotógrafo Masahisa Fukase
También se pudieron ver los interesantes trabajos de Santiago Amodeo ('El cielo de los animales'), Johanné Gómez ('Sugar Island') y Gerardo Minutti ('Perros').
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Si, de una parte, es cierto que la inflación de películas perjudica el funcionamiento del sistema promocional consustancial a cualquier certamen, no lo es menos que, en lo que la sección oficial a concurso se refiere, el Festival de Málaga ha vivido su mejor edición en años.
Acumular 257 títulos en una programación inalcanzable no ya para cualquier espectador sino para los propios medios, provoca que piezas como el documental que Enrique Palacio ha hecho sobre el artista Santiago Sierra pasen totalmente desapercibidos, que apenas se tengan noticias de los últimos trabajos de cineastas a priori tan interesantes como Lino Escalera (Hamburgo) o Ana Asensio (La niña de la cabra), o que la sección ZonaZine haya quedado del todo desnaturalizada.
Nadie puede poner en duda el poder de concentración mediática que tiene el festival, o la envergadura que ha alcanzado su cada vez más potente apartado de industria, pero la superabundancia de películas puede terminar jugando en su contra, pues no hay nada menos atractivo que instalarse en el anonimato en el lugar al que uno iba a buscar notoriedad.
Hecha esta puntualización, es tiempo de calibrar una sección oficial que se cerró ayer con la proyección de Ravens, heterodoxo biopic del fotógrafo japonés Masahisa Fukase (Tadanobu Asano) que firma el británico Mark Gill, una rareza dentro de la propia historia del festival que concurre en virtud de los misterios de la coproducción y es que, además de ser una película nipona, belga y francesa, Ravens también es española.
Sea como fuere, el cineasta de Manchester se aproxima a la figura del artista interpretado con estólido convencimiento por un Tadanobu Asano (Shogun) que, de no tenerse en cuenta el pasaporte, debería pelearles el premio al mejor actor a Mario Casas (Muy lejos) y Manolo Solo (Una quinta portuguesa).
Con una vida marcada por la ascendencia de un padre violento que solo entendía la fotografía como negocio, jamás como arte, y por una evolución artística indisociable de los incidentes que jalonaron su vida, Fukase se nos presenta como un artista torturado, agresivo, borrachuzo y veleidoso, siempre a merced de oscuras pulsiones representadas aquí por la constante aparición de un enorme cuervo antropomorfo, manifestación física de sus tormentos y un recurso fílmico tan efectivo como discutible (por obvio).
Gill construye su película encadenando los pasajes vitales que marcaron la vida y la obra de Fukase, al tiempo que indaga sobre ese dilema tan propio de los creadores atormentados que siempre parecen estar debatiéndose entre la genialidad y la locura.
El director de El joven Morrisey (2017) conecta con precisión la desazón interior del fotógrafo con los espacios que habita, transposición física de una mente en perpetuo desorden. Hay, también, una indagación profunda sobre el método creativo de Fukase, amén de un agradecido repaso de su obra, alguien que empezó retratando a su pareja, la Yoko encarnada por Kumi Takiuchi, para verse a través de ella y que tuvo que transformarse, como persona y como creador, cuando su musa, harta de tanto desvarío alcohólico, lo abandonó.
La película, un tanto monocorde en sus primeros compases, cobra vuelo en un delicadísimo último tercio y en una secuencia final que hace de la mirada ausente un símbolo de vida.
Si Ravens es una película con estilo, otro tanto se puede decir de El cielo de los animales, la última película de Santiago Amodeo, una colección de tres relatos extraídos de la obra de David James Poissant. Más allá de que su estructura episódica derive en ciertos desajustes, el director sevillano vuelve a hacer una película que ningún otro cineasta podría hacer.
Con sus aciertos y sus errores, Amodeo está en posesión de un imaginario intransferible, aquí reforzado por el uso del 16 milímetros y el ektachrome, que cristaliza en composiciones difíciles de olvidar como el de esa línea de sal que recorre una mano ortopédica surcada por una lengua filmada en primer plano.
Sus tres historias, divididas en cuatro episodios, ahondan en las consecuencias de la pérdida. En la primera, Diego (Raúl Arévalo), recién divorciado, inicia una relación con una joven manca y misteriosa que vive en su urbanización.

El director Santi Amodeo (2i) posa con los actores Paula Díaz (i), Daniél Pérez Astiárraga(2d) y África de la Cruz(d), durante la presentación de la película 'El cielo de los animales' en el Festival de Cine de Málaga. Foto: EFE/Jorge Zapata.
En la segunda, las noticias de la guerra de Ucrania y la posibilidad de un inminente colapso nuclear terminan en una tragedia provocada por la paranoia que experimenta un joven adicto a la miel pero con alergia a las picaduras de abeja. En la tercera, un camarero y su jefe liberan a un cocodrilo propiedad del padre recién fallecido del segundo. El cuarto episodio no es más que la conclusión de la historia inicial, un hermoso canto a la pérdida inminente.
Es cierto que no todos los segmentos funcionan igual – para un director que casi siempre torea con arte lo inefable el segundo cuento es demasiado obvio- pero Amodeo sigue siendo capaz de crear atmósferas de un magnetismo sin parangón y de presentar personajes fuera de toda norma. Por su voluntario alejamiento del realismo, basta ver el tratamiento del color, y por el potencial simbólico que busca imprimirle a sus historias, el episodio más sugerente es "El hombre lagarto".
En primer lugar por su capacidad para plantar numerosos enigmas en la mente del espectador, también por su humor de corte surreal, pero sobre todo por salpicar el relato de elementos que exigen un trabajo de conexión que ha de hacerse a posteriori y que nos ayudan a desentrañar determinados modelos de paternidad sin que medie explicación alguna.
Competencia latinoamericana
De entre las películas latinoamericanas a concurso, las dos que merecen capítulo aparte, además de la ya reseñada en crónicas anteriores Nunca fui a Disney (Matilde Tute Vissani, 2025), son Sugar Island y Perros. La primera, situada en la República Dominicana, tiene como hilo conductor el embarazo no deseado de Makenya (Yélida Díaz), una joven de 14 años que ha crecido en los aledaños de una plantación de caña de azúcar.
Utilizándola como guía, la directora Joahnné Gómez Terrero se impone la titánica tarea de exponer lo que supone ser una mujer negra (y pobre) a día de hoy en ese país, una carga que implica asumir, a la vez, un pasado histórico marcado por el colonialismo y la esclavitud.
Estamos ante un prodigioso collage que cuando es más frontal adquiere el tono de ensayo iracundo que poseen algunos trabajos de Raoul Peck, pero que no teme lanzarse ni a explorar los insondables vínculos entre la mujer y el exuberante entorno natural que la rodea ni a dar cuenta de un sincretismo religioso en el que la tradición católica se mezcla con la liturgia vudú.
Quizá estemos ante la película más exigente y menos evidente de cuantas concurren este año, pues su virulencia política se traslada a una puesta en escena que exhibe su no conformidad con la realidad, lo que hace que Gómez Terrero busque un modelo de representación que la impugne y que, por lo tanto, no se pliegue a las servidumbres de lo convencional ni de lo narrativo.
Sugar Island, premiada en el Festival de Venecia, es una obra que habla de la perdurabilidad de un régimen esclavista, de las dificultades para obtener la ciudadanía que sufren los hijos y nietos de estos esclavos modernos, de las graves consecuencias que para ellos trae la mecanización de la industria azucarera o de la pervivencia de determinados roles que menoscaban a las mujeres: todo el apartado teatral del filme, que habla de manera directa sobre la (des)colonización, lo hace, también y de un modo mucho más sutil, sobre la necesidad de una liberación femenina. Una película compleja, vibrante (atención a la música de Jonay Armas) y (muy) hermosa.

El director Gerardo Minutti (i), junto a los actores María Elena Pérez, Néstor Guzzini (2d) y Marcelo Subbioto, elenco de 'Perros', en el Festival de Málaga. Foto: EFE/Daniel Pérez
En apariencia adscrita a postulados más realistas, Perros, primer largometraje del uruguayo Gerardo Minutti, arranca como si se tratase de una adaptación de ‘Vecinos’, uno de los cuentos de Raymond Carver incluidos ‘¿Quieres hacer el favor de callarte, por favor?’. Aquí tenemos a los Saldaña, encargados de vigilar la casa de sus vecinos, los Pernas, y de cuidar a su perra Ficha mientras estos se van de vacaciones.
Pese a residir en la misma zona, se observan evidentes diferencias de clase entre unos y otros, así que los tutores temporales del chalé de los Pernas no dudaran en probarse las vidas de sus convecinos a ver cómo les sientan. Y les sientan bien. Solo que la desaparición de Ficha hará que las cosas se tuerzan.
Ya desde el inicio, Minutti opta por enrarecer el ambiente. Primero utilizando una fotografía apagada que no remite a las claves lumínicas con las que habitualmente se registra el verano. Aquí nos ahogamos en un bochorno gris de baño turco sin luces, no en un amarillo de sol de playa húmeda.
Pero para que lo cotidiano se hunda en la freudiana dimensión de lo siniestro, el director uruguayo se sirve, ya de inicio, de unos emplazamientos de cámara poco convencionales, como si esas posiciones – vemos cómo Saldaña (Nestor Guzzini) baja con su perro del coche desde los bajos del vehículo – determinaran que la supuesta apacibilidad que reina en el complejo residencial fuese falsa.
Los petardos que lanzan los chicos del vecindario, la creación de una patrulla ciudadana que vele por la seguridad del barrio y las constantes apariciones de un mecánico taimado, terminarán por desviar el relato hacia los códigos de una comedia negra, corrosiva, que nos obliga a identificarnos con tipos mucho más oscuros de lo que aparentan, unos movidos por la envida, otros por la soberbia. Perros es una película muy cabrona.
Minutti administra con tiento el gotero de la violencia sin dejar que la bolsa de mala baba se vacíe por completo hasta derramarse en un charco de tremendismo. También evita alinearse con esa corriente misántropa tan de moda que podrían representar, entre otros, Mariano Cohn y Gastón Duprat, pues se esfuerza por presentarnos a una nueva generación capaz de conducirse desde una lógica distinta, amable, mejor.