El unánime diagnóstico sobre la ubicación de Luis García Berlanga dentro de la tradición cultural española y su estatuto de gran cineasta español del siglo XX contribuyen a obviar tanto las influencias de cineastas extranjeros en sus películas como el alcance de su proyección internacional.
Ciertamente, las películas de Berlanga se sitúan como penúltimo eslabón de una cadena que une la picaresca, el esperpento, el astracán o el sainete, vitaminada por escritores como Quevedo, Valle-Inclán o Arniches. No se pueden olvidar sus conexiones con la comedia de la II República, con el teatro del absurdo de Jardiel Poncela y Mihura y con el humor de La Codorniz, revista de la que procedía –no se olvide– Rafael Azcona.
Las películas neorrealistas que vio en Madrid en 1951 fueron determinantes. Después vendría su amistad con Cesare Zavattini
En nuestras conversaciones de El último austrohúngaro (Alianza 2020), el libro que escribí con Juan Hernández Les, Berlanga reconocía también el peso del cine norteamericano en su formación. Un director de comedias como Frank Capra está muy presente, con sus más y sus menos, en su primera etapa, de corte más idealista, hasta Plácido (1961).
No hay duda de la aportación del Neorrealismo Italiano a su cine, pero se mencionan menos sus deudas con el Realismo Poético francés –Jacques Feyder, René Clair, Jacques Becker, Jean Vigo, incluso Jean Renoir– y, siempre en el primer y más “blanco” tramo de su carrera, los posos de la comedia británica de los Estudios Ealing.
Confesa su admiración por el ruralismo poético del mexicano Emilio Fernández, Berlanga no ignoraba el cine del Jacques Tati de Día de fiesta (1949) y Las vacaciones de Monsieur Hulot (1953). La insistencia en su carácter fallero, valenciano y mediterráneo unida a su escasa disposición a dar razón de los fundamentos de su cinefilia y de los presupuestos intelectuales que conciernen al cine y a su propia obra, la personalidad de Berlanga y su filmografía son percibidas como epítomes de un humor grotesco de raíz popular, propio de la tradición española antes evocada.
Berlanga, educado durante dos años en un selecto colegio suizo, dirigió muy joven un cine-club e hizo crítica de cine en varios medios valencianos –más tarde, también con Juan Antonio Bardem– y estudió dirección en el IIEC, donde fue profesor durante años al igual que en la EOC. Todo ello supone un marco de estudio y reflexión que no se puede ceñir solamente a la cultura y al cine españoles.
En textos juveniles ya escribía sobre los Lumière, Méliès, Keaton, Chaplin, los hermanos Marx o Josef von Sternberg. Conocía el cine de la vanguardia soviética de Pudovkin, Eisenstein y Kulechov. Admiró a la diva del cine mudo italiano Francesca Bertini como luego admiró a Rita Hayworth, Louise Brooks o Joan Fontaine. La visión de Don Quijote (1933), del austriaco G.W. Pabst, fue epifánica respecto a su dedicación al cine. Especuló sobre la fotografía de Gregg Toland en Ciudadano Kane (Orson Welles, 1941). Se mofaba con conocimiento de causa del cine de Robert Bresson y, aunque les parezca mentira a muchos, defendió películas de David Lean, Jean-Luc Godard o Michelangelo Antonioni.
Recordar todo esto, como recordar las lecturas de Sade, Neruda, Rilke, García Lorca o Proust en quien escribió poesía y dudó si dedicarse a la pintura o a la arquitectura, ha de servir para certificar una formación cultural y cinematográfica amplia y cosmopolita, más allá de los emblemas culturales nacionales que, por otra parte, él mismo reafirmó.
Las películas neorrealistas que Berlanga vio en Madrid, en 1951, en la primera Semana de Cine Italiano, fueron determinantes de sus concomitancias con ese movimiento. Después vendría su amistad con una de sus máximas figuras, el guionista Cesare Zavattini, y el viaje de ambos por España en 1954 de cara a posibles películas conjuntas, que escribieron en parte (El gran festival), pero no realizaron.
El cine de Luis García Berlanga estuvo en el escaparate internacional en los años 50, 60 y 70. Después se fue eclipsando
La detección de ingredientes neorrealistas en Esa pareja feliz (1951) y ¡Bienvenido Mister Marshall! (1952) fue determinante del extendido aprecio en Italia durante dos décadas –extensible a Francia– del cine de Berlanga y de las coproducciones posteriores, que despertaron el interés de la crítica y del público de ambos países. Y no sólo, porque sus películas de los 50 y 60, sobre todo, también se estrenaban –no todas– en Gran Bretaña, EEUU –Plácido estuvo nominada al Óscar–, Hispanoamérica, Unión Soviética, países del Este y otros muchos países.
En coproducción con Italia, Berlanga hizo Calabuch (1956), Los jueves, milagro (1957) y El verdugo (1963), con el añadido de su episodio de Las cuatro verdades (1962), con intervención francesa. Francia coprodujo mayoritariamente Tamaño natural (1973) –defendida por la escritora Natalia Ginzburg–, y Argentina hizo lo propio con La boutique (1967), rodando Berlanga en París y Buenos Aires. Cuatro de sus películas compitieron en Cannes –Patrimonio nacional (1981), la última– y dos, en Venecia. Otras, en Moscú, Bruselas o Edimburgo, por sólo citar algunos festivales europeos.
Esta proyección fue unida a trabajar con actores de circulación internacional como los norteamericanos Richard Basehart y Edmund Gwenn, los italianos Nino Manfredi y Valentina Cortese, los franceses Michel Piccoli (dos veces) y Valentine Tessier, el alemán Hardy Kruger o el argentino Rodolfo Beban. Por no citar su colaboración con grandes creadores como el fotógrafo Tonino delli Colli y el escritor Ennio Flaiano (El verdugo); los franceses Maurice Jarre, músico, y Jean-Claude Carrière, guionista (Tamaño natural), o el compositor argentino Astor Piazzolla (La boutique).
Las películas de Berlanga recibieron críticas en los periódicos –el New York Times, por ejemplo– y en las revistas especializadas internacionales. Así, se ocuparon de su cine el novelista Guillermo Cabrera Infante (en Cuba) y los futuros y muy destacados cineastas Lindsay Anderson (en Inglaterra) o François Truffaut (en Francia), no siempre para bien. Guiones suyos escritos con Azcona y prohibidos en España se filmaron en Italia (Alla mia cara mamma nel giorno del suo cumpleanno, Luigi Zampa, 1974) y en México (Una noche embarazosa, René Cardona, 1977).
Con este apretadísimo y muy incompleto resumen, queda ponderada la dimensión internacional tanto en las influencias y en la formación como en la difusión del cine de Luis García Berlanga, que fue incluido entre los diez directores más importantes del mundo por el festival checo de Karlovy Vary en 1973 y al que dedicó una retrospectiva la Universidad del Sur de California en 1983, año en el que recibió en Sorrento el Premio Vittorio de Sica, cineasta con el que tuvo amistad al igual que con René Clair o Federico Fellini.
El cine de Luis García Berlanga estuvo en el escaparate internacional en los años 50, 60 y 70. Después se fue eclipsando, quedando en los libros, en los diccionarios, en las televisiones y en la memoria de los estudiosos veteranos y a desmano, como tantos otros cineastas relevantes, de los cinéfilos más jóvenes del mundo.