Esa pareja feliz (1951)
¿A qué pareja hacía referencia el título? ¿A la que formaban los dos personajes principales de la fábula, o la constituida por sus autores, recién salidos de la Escuela y ya dentro de la profesión? Desde mis afanes por conseguir otro tanto, siempre consideré dichosos a los segundos. Cuando a finales de 1950, Bardem y Berlanga se pusieron a planear conjuntamente su primer largometraje, faltaba aún más de un año para que el Instituto Italiano de Madrid presentara una semana dedicada prácticamente al neorrealismo. Sí, se había estrenado, poco menos que como una curiosidad, Ladrón de bicicletas, pero ni el público ni menos aún nuestros profesionales cayeron en la cuenta de la transcendencia de semejante viraje en la expresión cinematográfica.
Dado que los Ealing Studios no parecían haberse definido aún, solo aparecía como válido el costumbrismo parisino instaurado por René Clair, a principios del sonoro, y continuado hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial con títulos como Antoine et Antoinette, de Becker.
Ni Bardem conocía aún las infidelidades de la alta burguesía milanesa ni Berlanga había decidido atender las peticiones de los pardillos serranos como hicieran Zavattini y De Sica con los desheredados de la misma ciudad. Lástima que Bienvenido Mr. Marshall se estrenara antes de "la pareja", pese a que la frescura y las inocentes ilusiones de todos -personajes y autores- merecieran de sobra ser conocidos a su tiempo, es decir, antes del vuelco neorrealista.
José Luis Borau
Bienvenido, Mr. Marshall (1953)
En Bienvenido Mr. Marshall, Berlanga se levanta por primera vez como el extraordinario director de cine que era sobre la anécdota y nos deja la película inicio de otras memorables que vendrían después. Se levanta sobre la crítica política envuelta en papel de celofán, donde al temible Gobernador Civil de la época se le llama señor Delegado y el fondo de la sátira consiste en que el plan Marshall pasara de largo sin ayudar a la dictadura franquista. Se alza también por encima de la almibarada voz en off paternalista y populista que, no muy lejos de la estética del cine de propaganda soviético del koljós, nos presenta una aldea idealizada con la totalidad de sus vecinos viviendo sin sobresaltos hasta ese momento, con las fuerzas vivas y los campesinos en pastoril armonía.
Y lo hace con un genial humor socarrón que preside la narración. Personajes memorables, interpretados por actores sensacionales, con el gran Isbert a la cabeza, dan vida a los personajes de un pueblo que cobra vida en la pantalla. El humor absurdo de Miguel Mihura enriquece y se funde con la visión irónica del rancio costumbrismo y el tópico de la España aflamencada. Lo que podía haber quedado en un cuento bucólico más o menos cursi, con su alegoría política y su pizca de xenofobia, termina en una obra maestra, divertida y simpática en su apariencia, pero, como siempre en Berlanga, desencantada y amarga en su última interpretación.
Emilio Martínez-Lázaro
Novio a la vista (1953)
Sería hermoso que alguien recordarse a estas alturas del cine español la importancia de Novio a la vista, película aparentemente menor. Más allá de ser la primera obra de Berlanga en solitario. Más acá de suponer un buen ejemplo de la poética de los humoristas del franquismo que se aferraban a la risa abstracta como único salvavidas en aquel terrorífico navío...
Qué entrañables aquellos viejos cómicos del teatro de repertorio y baúl, todos austrohúngaros. Qué resonancias de Tono, de Jardiel, de Mihura, hay en el guión de Edgar Neville, un cineasta fundamental, descoyuntado por su peripecia histórica… Qué invento hacer una guerra en broma ¡en 1953!... ¡Y ver de niñas repipis a Terele Pávez y a Juanita Ginzo!
Hay que revisarla. O, en su defecto, leer la novela de Manuel Vicent León de ojos verdes, making of literario de Novio a la vista, tan melancólico, tierno y divertido como la película.
José Luis García Sánchez
Calabuch (1956)
Sobre Calabuch, Berlanga dijo que "retocaría muchas cosas, casi la volvería a hacer de nuevo". Más intransigente aún, el joven Truffaut escribió que "la bomba atómica debería caer sobre la cabeza de Berlanga". Por suerte, Eisenhower no le hizo caso y ningún cineasta español falleció en Palomares: sin duda, el presidente sabía que la mejor forma de invadir el cine era por lo civil.
"Calabuch" se ve ahora como una de las películas más deshilachadas de Berlanga. Pero su mezcla de neorrealismo y esperpento sigue guardando algunos momentos antológicos, como la corrida junto al mar de Bocanegra, el toro ojeroso y resfriado, o los cascos de legionarios romanos mecidos por las olas.
Uno de los personajes de la película sentencia que "el No-do es como un periódico, pero muy atrasado". Y aunque la vocación de Berlanga nunca fue periodística, sí trató de dejar un retrato filmado del país que retrasara menos y envejeciera mejor que aquellos noticieros. Por eso, cabe suponer que si Berlanga pudiera rehacerla ahora, añadiría alguna que otra historia levantina, como la del político trajeado que seguía sacando mayorías absolutas mientras los jóvenes se indignaban tanto que dejaban de votar.
Isaki Lacuesta
Plácido (1961)
Hay películas cuya lectura se modifica con el paso del tiempo. Como si fueran adaptándose a él, a los cambios que se van produciendo. Una característica que sólo poseen las obras maestras, las obras de arte. Porque son atemporales. Y Plácido es una de ellas.
La despiadada, amarga y lúcida reflexión que Berlanga y Azcona hacen sobre la sociedad española de la época sigue teniendo plena actualidad. Sus personajes son el retrato de una sociedad hipócrita, donde sólo importan las apariencias; donde se predica una cosa -la caridad-, pero nadie la practica -sólo el egoísmo está presente-; donde se trata de erradicar el hambre -el paro, diríamos hoy-, pero se desprecia a quienes lo padecen; donde un hombre honrado -Cassen- desea progresar con el esfuerzo de su trabajo, pero sólo encuentra dificultades y trabas burocráticas e institucionales.
En 1961, tiempo de censuras y de pensamiento único, Berlanga realizó esta obra burlona, fresca, cercana al neorrealismo italiano de la época, una joya de auténtico cine. Y como tal, va mucho más allá de lo que cuenta su historia. Porque Plácido no sólo es el retrato de un pueblo donde podemos reconocernos, sino el complejo y mordaz reflejo de la condición humana.
Montxo Armendáriz
El Verdugo (1963)
No sé si El verdugo es la mejor película de Berlanga, pero desde luego es una de las más impactantes, y de las que más revuelo causaron en su momento. También es una de las que más perviven en el recuerdo -junto con Bienvenido Mr. Marshall- sin necesidad de volver a contemplarla. La prueba de fuego de una película es poder repasar alguna de sus imágenes en la pantalla de la memoria.
Para mí, y sobre todo, es la cima de una colaboración mítica: la de Luis García Berlanga y Rafael Azcona. Rafael me comentó que la idea partió de una noticia periodística conocida por Berlanga. Era la historia de la llamada envenenadora de Valencia, una mujer del servicio doméstico que tenía la costumbre de ir envenenando poco a poco a sus señoras. Pero la historia se decantó al final por el hombre que ajustició a su vez a la asesina: el verdugo. Un cambio importante desde el punto de vista de la narración, quizá genial, o por lo menos, un giro decisivo.
Para mí, su rodaje fue también importante. Yo estudiaba entonces en la Escuela de Cine, Berlanga era profesor y nos permitieron asistir a la filmación en los estudios de la CEA. Berlanga, siempre amable, era lo contrario del cliché del director malhumorado. Allí pude conocer a Ricardo Muñoz Suay, un hombre de referencia en el cine. Ejercía el puesto de ayudante de dirección, pero sin duda era más que eso. En el gran plató se había construido aquel espacio vacío que sale al final de la película, cuando conducen al verdugo y a la víctima, casi desmayados ambos, hacia el patíbulo. Alguien dijo que a Berlanga no le había gustado el primer decorado y había hecho reconstruirlo. “Eso solo se lo permiten a Berlanga”, dijo Muñoz Suay. Y nos invitó a un plato de queso.
Manuel Gutiérrez Aragón
Tamaño natural (1977)
Las películas de Berlanga con el tiempo mejoran. Hoy, en un momento de globalización y americanización extrema, su cine como autor y como retrato de una época y de un país adquiere una dimensión aún mayor. Berlanga es uno de los creadores cinematográficos españoles de mayor importancia y posiblemente el que mejor ha retratado el espíritu ibérico, surrealista y tremendo de nuestro país. Tamaño natural es una joya más de su filmografía en la que conviven el erotismo, la locura surrealista y la ironía en un equilibrio magnífico.
Al ver la película tengo la sana sensación de estar viendo algo que ha hecho alguien pasándolo muy bien. Imagino al trío histórico que firma el guión riendo a carcajada limpia al hacer algunos diálogos o creando situaciones, que a mí me producen las mismas carcajadas, como con la reflexión de:
-Tengo colesterol.
-Eso son supersticiones.
O la confesión con la muñeca, en la que el cura la llama “¡guarra!” varias veces.
Y qué me dicen de ese detalle valenciano -creo que inventado- de poner media naranja en la nariz para vomitar y sentirse mejor.
Momento sublime el de la procesión final con la muñeca y todos los raptores -con toques de Los olvidados pasando por Valle-Inclán-, una secuencia coral más del maestro Berlanga. Magnífica. Una curiosidad de la época en la que se hizo la película es la del prestigio del pelo. Piccoli, uno de los actores más peludos del momento y el pelo púbico de la muñeca, serían hoy una cosa imposible e impensable en unas situaciones de tono realista.
Hoy las mujeres supuestamente más deseadas son las más operadas y las que más se asemejarían a la muñeca de tamaño natural.
Bravo maestro.
Bigas Luna
La vaquilla (1985)
El cine es un juego de expectativas. Las películas nos sorprenden o decepcionan según lo que esperamos de ellas. Con un director como Berlanga, que ha hecho un puñado de obras maestras, el listón está siempre muy alto. Uno ve Novio a la vista esperando ver una película apañada y sale encantado, deslumbrado por su elegancia y romanticismo. Otro día ves Los jueves, milagro frotándote las manos con la idea de encontrar mordacidad a raudales y te encuentras con una película fallida, con destellos de brillantez pero que sabe a poco. Acudes ansioso a ver El verdugo o Plácido y son aún mejores de lo que esperabas.
Una comedia de Berlanga y Azcona sobre la Guerra Civil es un caramelo envenenado porque deseas presenciar un punto y aparte en la historia del cine y de España. Un proyecto acariciado desde hace tiempo, realizado sin la censura franquista y con un reparto espectacular... Demasiadas expectativas que La vaquilla, una peli divertidísima y con secuencias antológicas, no pudo satisfacer plenamente. Por ello lo mejor es verla sin prejuicios y disfrutar de una comedia que pone en su sitio al absurdo de una guerra.
Borja Cobeaga
Moros y cristianos (1987)
En el último plano de Moros y Cristianos, al final de la secuencia del funeral que da cierre a la legendaria colaboración de Azcona y Berlanga, unos obreros le pintan un brazalete negro a un retrato en una valla publicitaria que, a su vez, es otra mentira.
La necesidad de controlar las apariencias es un tema que planea sobre todo el cine de Berlanga, pero aquí se lleva al terreno más explícito, en una odisea ambientada en el mundo del márketing, en la España de la bonanza económica que se sueña guapa y moderna de la noche a la mañana. A partir de ahí, no podemos malinterpretar el que esta película sea tan condenadamente fea. El mal gusto en Moros y Cristianos no es un síntoma de dejadez de un equipo creativo al que - según algunos - le agudizaban el ingenio las restricciones del régimen anterior. Está al servicio del retrato de un país que está atravesando un trauma de nuevo rico.
El ataúd que guarda el cuerpo del muerto es demasiado pequeño “porque ahora que tenemos más dinero, hay que controlar el gasto”. Azcona y Berlanga retrataron a un país como un nuevo rico que no consigue esconder al pobre de toda la vida.
Nacho Vigalondo
Todos a la cárcel (1993)
“He captado el mensaje", dijo Felipe González tras ganar por los pelos las elecciones el 6 de junio de 1993. El tiempo se encargaría de quitarle la razón. No lo había acabado de captar del todo. Tras dos triunfales legislaturas era inevitable apreciar cierto clima de impunidad, un reiterado tufo a corrupción. Eran tiempos desalentadores.
En esto va Berlanga y estrena Todos a la cárcel. Escrita esta vez junto a su hijo Jorge, la película es una fenomenal pedorreta en el rostro del espectador. Vista hoy en día, sorprende por su aparente descuido, su voluntario feísmo, su descarado rechazo de cualquier atisbo de confort. Por su ambición y voluntad de ser "bofetón". Las comedias de Berlanga nunca quisieron ser confortables. Pero, en esta ocasión, el viejo cineasta decide no hacer prisioneros...
El esquema es habitual: un microcosmos cerrado en el que se involucra un agente externo con una misión determinante para él. En este caso, Artemio, de Sanitarios Bermejo (el inefable Saza), acude a un fraudulento acto de homenaje a los presos de conciencia organizado en el interior de una prisión. Compartirán jornada con los presos comunes, asistirán autoridades, harán discursos, vendrá la tele, habrá actuaciones, paella, mercadillo y hasta fugas de mafiosos. Pero lo que Artemio busca es que la Administración le pague los 80 millones que le debe por una instalación de sanitarios. A partir de ahí, acompañando al desdichado Artemio, recorremos (en todo un catálogo de planos secuencia más o menos briosos) un mundo de truhanes, pícaros, desvergonzados, cínicos, ridículos, corruptos, despiadados personajes. El catálogo es espeluznante y vil, decididamente grosero. Hostias para todos, no se salva nadie. Quizá los rojos salgan especialmente mal parados: la película es cruel con el personaje del cura rojo flatulento (López Vázquez) cuyo cadáver comenzará a pudrirse cara al sol; y el Ministro socialista es sodomizado por los presos comunes, tras lo cual adopta una pose de gran paz...
Se trata de una película desoladora, sin un atisbo de esperanza que se cierra con los más viejos del lugar retornando a la paz del interior de la prisión en donde prefieren estar, en lugar de en la calle. El propio Artemio decide acompañarlos y renegará incluso de su familia ("a freír morcillas", los manda), para permanecer entre rejas en compañía de los inmensos Manuel Alexandre y Rafael Alonso, representantes simbólicos del anarquismo y de la falange respectivamente. Los tres acuden, ¡a un festejo taurino!, bailando ensimismados un pasodoble. Unas imágenes finales, por cierto, que parecen convocar también un cierto dejavú: tanto por el decorado y la música como por el vestuario de los actores..., en esos momentos finales. Todos a la cárcel aparenta ser una película de época, ambientada a finales de los años 50, a comienzos de los 60...
El posible diálogo entre la película y su espectador se cierra con un sonoro y decidido pedo. De parte del Maestro, para todos nosotros. Fin. ¡A freír morcillas!
Enrique Urbizu