Hace poco más de cinco años, el 30 de julio de 2007, los hilos del azar quisieron que dos luces fundamentales de la historia del cine se apagaran conjuntamente. Aquel aciago día de verano, morían con una diferencia de unas horas el sueco Ingmar Bergman (Uppsala, 1914 - Färö, 2007) y el italiano Michelangelo Antonioni (Ferrara, 1912 - Roma, 2007), cineastas insustituibles y cruciales de la modernidad cinematográfica, sobre todo para quienes entienden que el trayecto modernista es tan importante en el siglo del cinematógrafo como lo fuera el periodo clásico. El de Ferrara murió con 94 años de edad, gravemente menguado físicamente, y mañana, 29 de septiembre de 2012, hubiera cumplido cien años.
Con la poética de Michelangelo Antonioni se podrían esgrimir todos los tópicos posibles alrededor del cine de autor más feroz, y en la medida en que los conceptos que rodean su obra -independencia, radicalidad, abstracción, existencialismo, silencio, identidad, etc.- se entiendan de modo estimulante o negativo, el espectador podrá definirse a sí mismo, delatar al menos sus expectativas respecto al propio hecho cinematográfico. Como con las mejores creaciones de Carl T. Dreyer, Max Ophüls, Andrei Tarkovski, Federico Fellini o Stanley Kubrick, frente a películas como El eclipse (1962) o Desierto rojo (1964) uno se pregunta hasta dónde se pueden forzar las capacidades expresivas del cinematógrafo.
Su obra ha sido tan adulada como incomprendida, probablemente porque ocupa esa zona de incertezas y confluencias que, como escribió Domènec Font, representa “la fisura que discurre entre la herida neorrealista y la cicatriz posmoderna”. De tal modo que, aún hoy, transcurrido medio siglo desde su popular “trilogía de la incomunicación” -La aventura (1960), La noche (1961), El eclipse (1962)- el espectador es forzado a reaccionar de un modo independiente respecto al propio filme, con todo aquello que es único y exclusivo de su imaginación, volcando sus experiencias y convulsiones en las imágenes. Los enigmas de sus películas son los de la propia vida, y en la experiencia de (re)descubrir hoy su cine probablemente nos reconoceremos en esos seres incapaces de resolver sus propios misterios, abocados a desaparecer y a diluirnos en el magma del tiempo.
La extraordinaria cohesión entre forma y contenido de estos filmes cruciales trataban de dar respuesta a las grandes cuestiones filosóficas, literarias y pictóricas de su tiempo. No olvidemos que su obra se inició inmediatamente después del fin de la II Guerra Mundial. A la gran pregunta formulada tras Hiroshima -”¿Se puede seguir haciendo poesía?”-, Antonioni ofreció la lírica de los silencios y la estupefacción de la mirada. La estructura narrativa de Cronaca di un amore (1950), su primera ficción -se formó realizando documentales: Gente del Po (1947), Superstizione (1948), Sette canne, un vestito (1949), etc.-, volverá constantemente a sus trabajos posteriores. Las huellas formalistas que imprimió en aquel filme seminal protagonizado por Lucía Bosé, una búsqueda marcada por el deseo y la muerte, le acompañarían el resto de su carrera. En oposición a la transparencia de la narrativa clásica, Antonioni proponía la imposibilidad del relato homogéneo, los espacios desérticos como estados del alma.
Los bochornosos abucheos en Cannes cuando La aventura fue galardonada con el Premio Especial del Jurado no son más que las reacciones frente a la extrañeza de todo lo que es nuevo, provocador, visionario. “Una obra de lujo para cinco mil espectadores snobs”, se escribió entonces, pero no es un cine elitista de lo que cabría hablar cuando hablamos de Antonioni, sino de un cine del conocimiento que requiere una complicidad, un esfuerzo y una atención por parte del espectador muy alejados de las formas actuales del consumo de imágenes. Una poética que se alumbró bajo el signo de las vanguardias, y en torno a las que surgió esa cultura aún inextinguible -aunque ministerios y censores de la cultura pretendan borrarla del mapa- del cine-club, las filmotecas, las publicaciones especializadas, los festivales, las salas de arte y ensayo, etc.
Es realmente sorprendente certificar la vigencia contemporánea de El desierto rojo, su primera película en color, cuya abrasiva corporeidad y fulgente estética es capaz de lanzarnos hoy en día preguntas igualmente válidas que las de entonces, trazando una vivencia temporal y cinematográfica completamente inédita. Nacería a partir de ahí, cuando el director y Mónica Vitti se separan sentimental y profesionalmente, el fértil nomadismo de Antonioni, quien buscará en Inglaterra, Estados Unidos, España, China o la India nuevos contextos para su arquitectura visual. Se produce la gran escisión de su obra, la cámara ya no sólo sirve a la acción, se convierte en manos del cineasta en una herramienta que inscribe sentido a la puesta en escena, se muestra mucho más consciente y curioso hacia las posibilidades técnicas del cinematógrafo.
El imposible plano-secuencia final de El reportero (1975), que rueda en España, es un buen ejemplo de esa “materialización” del misterio que busca en sus películas. Su cine nos invita a mirar más allá de la apariencia, a desenterrar capas de significado y revelar la esencia y los fulgores ocultos de una imagen, pues la verdad nunca habita en la superficie de las cosas. En torno a esa convicción giraba estrictamente Blow-Up (1966), su mayor éxito comercial, donde tomaba como inspiración un relato de Julio Cortázar y la obsesión de un fotógrafo de moda en el swinging London ante el misterio de una fotografía tomada a una pareja en un parque, cuya aparente banalidad ocultaba un terrible crimen. También viajaría después a la costa oeste de Estados Unidos, bajo la admiración y la eclosión contracultural del hippismo, para filmar esa estimulante rareza, especialmente hoy, titulada Zabrizskie Point (1970), su controvertida película sobre América, que nace también a partir de una visión: “Veo a diez mil personas haciendo el amor en el desierto”.
Antonioni fue ese creador en quien Roland Barthes identificó las tres virtudes que constituyen al artista: la vigilancia, la sabiduría y la fragilidad. Tras un silencio de cinco años regresa a Italia y a Monica Vitti con El misterio Oberwald (1980) y, escrita en colaboración con Gerard Brach, también realiza Identificación de una mujer (1892). Su creatividad se expande a la literatura -el libro de relatos Quel bowing sul Tevere-, la pintura -expone en Venecia la serie Le montagne incantate-, y hasta el video-clip, con la pieza Fotoromanzo. Y súbitamente, la parálisis. Con 73 años de edad, el cineasta sufre un ictus cerebral que le dejará medio cuerpo paralizado y sin la facultad del habla hasta su muerte. Pero su lucidez sigue intacta. A partir de entonces, postrado en una silla de ruedas, su compañera Enrica Fico será quien le asista en todos los proyectos, especialmente cortometrajes -Roma (1990), El hilo peligroso de las cosas (2001), La mirada de Michelangelo (2004)-, pues ya no volvería a dirigir un largometraje en solitario.
La indolencia, el sonambulismo, la coreografía espacio-temporal, el onirismo estético como diapasón de las emociones no conjugó en los años noventa con las sintaxis excitadas del cine más popular, si bien varios directores como Brian de Palma (Blow-Out, 1981), Ridley Scott (Blade Runner, 1982) o David Fincher (Millenium, 2011), se apropiaron sin dudarlo de la escena más famosa de Blow-Up. Pero allá donde más se han perpetuado las huellas de su escritura, de sus narrativas ambulantes, su cosmología de pasiones y rasgos estéticos, es en las creaciones de autores de un calado posmoderno, como David Lynch, Wong Kar-wai, Nobuhiro Suwa, Bela Tarr, Theo Angelopoulos o Wim Wenders, con quien co-dirigió Más allá de las nubes (1995).
En 2003, Antonioni rodó su testamento fílmico en la iglesia romana de San Pietro in Vincoli. Reconstruyó digitalmente su cuerpo cruzando el pasillo central de la iglesia para situarse frente al Moisés de Michelangelo, recién restaurado, de manera que el milagro virtual -otra suerte de restauración- le permitió andar por primera vez en veinte años. La mirada de Michelangelo, un cortometraje de 14 minutos, es el autorretrato de un artista en el limbo (digital) de la imagen y de la vida, abrumado por la conciencia de mortalidad que le devuelve la majestuosidad y la fuerza mística de la obra de Michelangelo Buonarotti. Como gesto final, nos invitó una vez más a habitar el misterio de la mirada.