Después de Con el cielo a cuestas (2015), y en vísperas de cumplir 85 años, ha irrumpido Gonzalo Suárez (Oviedo, 1934) con un juvenil tridente: ha estrenado en el Museo del Prado y en Festival de Cine de Guadalajara (México) su mediometraje El sueño de Malinche; ha publicado en La Huerta Grande el libro de título homónimo que, con ilustraciones de Pablo Auladell –como la película– recoge la historia del encuentro entre Hernán Cortés, Moctezuma y la dicha Malinche y Random House acaba de editar La musa intrusa. En la primera semana de julio, tendré el gusto de dirigir un curso de verano de la Universidad Complutense, en el que, con la colaboración de El Cultural, una docena de especialistas estudiarán la obra literaria, cinematográfica y periodística de Gonzalo Suárez.
Aquí me voy a ocupar de La musa intrusa, que reúne ocho episodios de carácter memorialístico o autobiográfico y una novela corta –que da título al volumen– construida como una dislocación o “comentario” de Hamlet, de William Shakespeare. Todo esto es un decir.
Convengamos en que tanto en la novela Con el cielo a cuestas como, sobre todo, en El hombre que soñaba demasiado (2005), Suárez ya había entrado en lo autobiográfico de forma más o menos expresa. Eso sí, con una importante advertencia contenida en ese segundo libro: “Yo no tengo autobiografía. Sólo huellas dactilares. La huella que todo escritor deja a su paso es la literatura”. Esa advertencia permanece vigente.
De forma preliminar, se nos ofrece una llamada “Guía de personajes”. El concepto de “personajes” nos podría alertar de la doble condición de los nombres nombrados: pese a ser todos ellos personas de muy real y, en su mayoría, célebre y reconocida existencia –sin exceptuar a King Kong, que también va en negrita–, todos, como el propio autor y muy a su gusto habitual, adquieren, como las memorias mismas –en el caso de que lo sean–, la entidad de personajes de ficción.
Para informar al lector acerca de lo que va a encontrar en el libro, citaré a varios de ellos: Helenio Herrera, Claudio Rodríguez, André Courrèges, Maurice Ronet, Alexandre Astruc, Ray Bradbury, Sam Peckinpah, Max Aub, Julio Cortázar, Carmen Balcells, Vicente Aleixandre, Eduardo Mendoza, Eugenio Trías, Juan Cueto, Ana María Moix…
Importancia especial tiene en este libro, desde el punto de vista de los afectos, del reconocimiento afectivo –lo que me parece muy relevante en Suárez, aunque ya sucediera en El hombre que soñaba demasiado–, su entorno familiar –con su mujer Hélène Girard, en primer lugar– y, de forma muy destacada, la figura del padre, Gonzalo Suárez Gómez, profesor, escritor y traductor, represaliado tras la guerra civil, a quien el novelista y cineasta sigue rindiendo tributo (aumentado).
Con esos y otros personajes de por medio, los lances, episodios y anécdotas contados –y sus escenarios– no tienen desperdicio. Pero el seguidor de Suárez sabe que la cosa no se podía quedar así o ahí, que su largo y sostenido combate contra la realidad y su correlativo realismo, contra la razón y los razonamientos, había de dar lugar a un vértigo de fabulación y a un juego con el lenguaje que nos hiciera dudar de la verdad o de la mentira de lo narrado y que, de todos los modos, se transformara en pura literatura, en patinaje sobre el hielo de las palabras. Para encontrar a un escritor que cuente sus recuerdos amansado a la luz de la lumbre, busquen a otro.
Verdad y mentira, sí, realidad y fantasía, lo vivido y lo soñado, no es que se confundan es que pueden ser y son lo mismo, con sus dobles, sus sombras y sus espejos. Espejos en los que están los personajes, o no están, o hay otros. O no hay nadie. Pero Suárez está.
El azar, las casualidades, las causalidades no previstas –al igual que sus efectos– y los misterios son el motor de unas memorias –por así llamarlas– que no necesitan tanto de la memoria como del olvido que permita inventar haga o no falta. Esas ocho viñetas, más su breve preámbulo, son un ejemplo gozoso de cómo cumplir con un género dinamitándolo. Y la pena es que, en vez de ocho, no sean ochenta.
“El otro día fui a una mansión en el campo para investigar el asesinato de un ilustre banquero supuestamente envenenado por el amante de su mujer”. Así comienza La musa intrusa y quien así habla es un joven periodista que empieza a dar pistas de que lo que sigue mucho tiene que ver con Hamlet, obra que, con anterioridad, ya había suscitado el interés de Suárez. Por ejemplo, en el relato titulado El auténtico caso del joven Hamlet, incluido entre los cuentos de Gorila en Hollywood (1980), libro que burbujea en éste.
Con la intervención de una musa intrusa –sea ésta lo que sea–, el periodista de investigación vive y cuenta en época actual, con políticos, banqueros y cafeterías, la tragedia del príncipe de Dinamarca, su padre, su madre, su tío, su chambelán o mayordomo y, por supuesto, su Ofelia, salida del cuadro prerrafaelita de John Everett Millais. Sólo que la tragedia, sin dejar de serlo, es también farsa sobre el destino, narración erótica con sus adulterios y sus incestos, historia “noir” con sus crímenes, comedia vodevilesca con armarios, trasteros y laberintos y mucho más, en una síntesis de géneros muy propia de Suárez.
Como siempre, Gonzalo Suárez goza –o eso parece– y hace gozar en grado sumo con su escritura –paradojas, contradicciones, aforismos fulminantes, rizos rizados, divertidos y constantes juegos malabares con las palabras y con las ideas–, pero tanto la primera como la segunda parte de este volumen están atravesadas por una persistente sensación de tristeza y pesimismo, de pérdida, de incomprensión y rebelión contra las reglas del mundo y de la existencia, de angustia por el paso del tiempo, de malestar por lo que se escurre de las manos y de la vida y, por tanto, por la presencia inexorable de la muerte.
Y por el recuerdo del padre que murió. Con el padre que muy pronto aparece en el libro y con el padre que lo cierra en un epílogo que muta –también para confundir el final con el principio– en una muy emocionada dedicatoria. Y las emociones –las vinculadas al amor, digo– no suelen ser, precisamente, la especialidad de Suárez. Y ahora que un psicoanalista de guardia explique –si es que fuera preciso y a tenor de los hitos biográficos de Suárez–, por qué un libro en el que tanta presencia tiene el autor y su padre es un libro que contiene una imaginativa reinvención de la historia de Hamlet.
La musa intrusa, y también asesina e invisible, le suelta al periodista: “Lo has desordenado todo y no has evitado nada, imbécil”. Y un poco después, cuando el periodista manifiesta, en un irreflexivo desahogo, estar “harto de la magia y la ficción”, la musa le replica: “Pues vuelve a tu vida aburrida. Sin magia ni ficción, nadie es nadie, ¡nadie es nada sin máscara en un carnaval!”.
Nada importante –la muerte, menos– puede evitar, creadores o lectores, cualquiera de nosotros. Gonzalo Suárez, sí, lo desordena todo como en un cuadro contemporáneo o en un poema, pero no puede evitar que, por debajo, fluya en secreto el invisible orden de la magia y de la ficción, nunca abaratadas, siempre con cualidad de máscaras para reír y sobrellevar la única vida, la carnavalesca, que nos es dada o, en caso contrario, que hacemos bien en arrebatar al aburrido y tiránico orden que se nos pretende imponer.