No pocas veces contemplo La calumnia de Apeles, una obra que Sandro Botticelli terminó en 1495 en defensa de Savonarola. El discurso humano se halla expresado en esta pintura que no dejó indiferentes a los florentinos; en ella viven fragmentados los rostros que dan pie a la alegoría de la murmuración y la insignificancia de unas almas de escaso vuelo.
La figura más perturbadora corresponde a una mujer requemada de destino, enteca, excavada en su miseria. Viste ropajes negros, que es el color del universo perdido. Se trata de la Metánoia, esto es, el Remordimiento. Sin embargo, es otra imagen la que atañe a la Calumnia, de aparente faz amable. Sus adeptos son tan innúmeros, tan dispuestos a acusar y recelar, que forman el grueso de un tropel mundano y tedioso que malvive en el resentimiento.
Estas reflexiones surgen al pensar en el caso que ha rodeado a una de las más admirables y honestas personalidades del teatro, como es el actor Lluís Homar, director desde 2017 de la Compañía Nacional de Teatro Clásico.
Que Lluís Homar no siga al frente de la CNTC obedece a un descuido difícil de explicar. Son los espectadores quienes pierden
La torpeza de la administración –la irresponsabilidad–, incapaz de solventar una incompatibilidad de funciones, ha situado a Homar en un conflicto inmerecido, injusto, doloroso. Y la calumnia botticelliana ha prendido pronto. Ciertos compañeros de oficio no han visto con malos ojos este agravio, cebados en el antiguo vicio de la desventura ajena. La prensa ha sido, en general, imprudente.
Cuando se leen documentos teatrales antiguos, que atañen, por ejemplo, a los tiempos de Lope de Rueda, vemos las penurias y oprobios por los que debían pasar los cómicos. Ningunos tan hirientes, sin embargo, como los causados por las propias gentes del teatro y los maldicientes que lo rodean.
La beligerancia y los celos son el adobo de un mundo de sombras que se mueven sospechosas tras el telón. Aquellos actores, que iban de pueblo en pueblo para ganar el sustento, hacían de su trabajo una aventura. Noches al raso, días de mesa muy justa, indefensión.
El llamado “mundo de la cultura”, tan absurdo como superficial, plagado de ignorantes y arribistas, merecedores de la acritud no siempre bastante cáustica de Thomas Bernhard, se recrudece en estos casos, que sirven para truncar proyectos imaginativos y honestos, llenos de generosidad y amor por una profesión que es una privilegiada transmisora de conocimiento y una alentadora del espíritu.
Que Homar no siga al frente de la Compañía obedece a un descuido difícil de explicar. Son los espectadores quienes pierden, lo son aquellos que siguen encontrando en la genialidad del Siglo de Oro unas fuentes que deslumbraron a la Europa del siglo XVII.
Shakespeare no fue ajeno a la manera española; no lo fueron Molière ni Corneille a las enseñanzas surgidas de las tablas de un teatro que ambientó los corrales; no lo son Opitz ni el sombrío Gryphius en Alemania, ni, en ese mismo país, más tarde, espíritus como los de Goethe, Schiller y el filósofo del nihilismo, Schopenhauer.
Hace años dediqué el capítulo de un libro a Sarah Kane y su obra escénica Phaedra's Love. En él acudí a La calunnia de Botticelli para argumentar, como ahora, la fácil difamación, los provocados equívocos, la pasión de juzgar al prójimo con ligereza y no menos frivolidad, porque la palabra calumnia procede del verbo calvor, que significa “engañar”. El pintor italiano fue calumniado también.
Aquí no hay piedad. El diablo salta y festeja a su antojo a los necios, no porque sí diablo (diá-bolos) quiere decir, literalmente, “el que tira en direcciones contrarias”. Valga también lo dicho sobre Homar para Xavier Albertí, su estrecho colaborador, y todo su equipo, que deberá recoger sus cosas para disgusto de quienes amamos la escena.