De joven, me fascinaba el pesimismo de Schopenhauer, Nietzsche y Cioran. También era aficionado a leer la poesía doliente y lúgubre de Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath y Anne Sexton. Pensaba que todos ellos habían asimilado la famosa sentencia de Macbeth, según la cual la vida es el relato de un idiota, una historia llena de ruido y furia, sin significado alguno. Después de pasar por una depresión que se tragó diez años de mi vida, frustrando muchos de mis proyectos e ilusiones, mi apego por la literatura sombría y pesimista se desmoronó. No advierto ninguna virtud ética o estética en la desesperanza. El pesimismo siempre es la tentación más fácil. En cambio, aprecio mucho a los que se atreven a celebrar la vida, especialmente cuando soportan circunstancias trágicas, como es el caso de Etty Hillesum.
En vísperas de ser deportada a Auschwitz, anota en su diario que cree en Dios y en el hombre, que la vida le parece un don y que la perspectiva de una muerte inminente no oscurece su visión de las cosas. “La vida me parece bonita y me siento libre —escribe—. El cielo se extiende ampliamente tanto dentro de mí como sobre mí. Creo en Dios y creo en la gente y me atrevo a decirlo sin ninguna vergüenza”. Y añade: “Incluso en este siglo XX se puede todavía creer en milagros. Y yo creo en Dios, también cuando dentro de poco en Polonia me hayan devorado los piojos”.
Hillesum se caracteriza por su valentía. Afronta el drama de la Shoah, el mayor pogromo de la historia, con dignidad y entereza, intentando confortar a los que se hunden en la desesperación (“quisiera ser un bálsamo derramado sobre tantas heridas”), y se atreve a proclamar su fe en Dios en una época donde ya se ha consumado el desencantamiento del mundo. Y lo hace con una prosa poética y un hilo de pensamiento trenzado con enorme rigor, sin caer en sentimentalismos pueriles, ni optimismos insensatos. Lejos de pedir la intervención de Dios en la historia, se plantea que ella debe acudir en su ayuda, defendiendo su obra, mancillada por el ser humano.
Su ejemplo es una prueba indiscutible del carácter fecundo de la esperanza, pese a que muchos se empeñen en asegurar que es la trampa más mortífera, pues crea falsas expectativas. La esperanza infundió coraje a Hillesum, que escribió uno de los diarios más asombrosos del siglo XX, donde la excelencia literaria convive con la profundidad de pensamiento. Simone Weil, Edith Stein y Hannah Arendt poseen cualidades similares. Las tres escriben bajo un imperativo ético, intentando rescatar al ser humano de la barbarie de los totalitarismos. Con trayectorias ejemplares, sus obras no han dejado de cosechar elogios, ejerciendo una poderosa influencia en la posteridad. Se podría decir de todas ellas que son un faro moral y estético en un tiempo de oscuridad.
No desprecio la obra de Jean Améry, pero su pesimismo devastador conduce a un callejón sin salida. Su desesperanza no es una pose, como en el caso de Cioran, o un simple desarrollo teórico, como sucede en Schopenhauer, sino el fruto de la experiencia de la tortura y la deportación a un campo de exterminio. Incapaz de superar esos traumas, Améry se suicidó en 1978 en Salzburgo, no sin dejarnos ensayos que ensalzaban la muerte voluntaria (Levantar la mano sobre uno mismo) y deploraban la vejez (Revuelta y resignación).
Viktor Frankl también pasó por Auschwitz, donde perdió a su mujer, que murió aplastada el día en que el Ejército Rojo liberó el campo, pero su vivencia no desbarató su pensamiento vitalista. En El hombre en busca de sentido, afirmó que “el ser humano puede conservar un vestigio de libertad espiritual, de independencia mental, incluso en las terribles circunstancias de tensión psíquica y física”. Esa libertad es “lo que hace que la vida tenga propósito”. Frankl no es un ingenuo, pero cree firmemente que el hombre puede elegir. Nadie escoge ser deportado a Auschwitz. Sin embargo, una vez allí cabe luchar contra el proceso de deshumanización diseñado por la biopolítica nazi para transformar a los deportados en despojos vivientes. “Al hombre se le puede arrebatar todo, salvo una cosa: la última de las libertades humanas —la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias— para decidir su propio camino”.
¿Es posible conservar el aprecio por la especie humana después de Auschwitz? Frankl entiende que sí: “El hombre es ese ser que ha inventado las cámaras de gas de Auschwitz, pero también es el ser que ha entrado en esas cámaras con la cabeza erguida y el Padrenuestro o el Shema Yisrael en sus labios”. ¿Cómo es posible resistir a la barbarie de Auschwitz? “Amando”, responde Frankl. Solo el amor puede preservar nuestra identidad en un lugar creado para destruirnos y despersonalizarlos. Amor a los otros y a nosotros mismos. Solo el amor puede preservar la libertad interior y la autoestima. El amor es el arma definitiva contra el totalitarismo. Hannah Arendt finaliza Los orígenes del totalitarismo, afirmando que el terror totalitario sufre una derrota cada vez que se produce un nacimiento. La vida y no la muerte es la melodía triunfante del universo.
Muchas veces me han preguntado qué libros me ayudaron a superar la depresión. Ya he mencionado los Diarios de Etty Hillesum y El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl. Añadiré los libros de Erich Fromm, menospreciado por los lectores que le consideran un autor para adolescentes. Al igual que Frankl, Fromm atribuye al amor un poder transformador y liberador. El amor nos ayuda a crecer como seres humanos, despertando nuestra solidaridad y tolerancia. “Si amo a otra persona, me siento uno con ella, pero con ella tal cual es, no como yo necesito que sea”. Amar es un gesto de madurez y una expresión de generosidad. El amor no es un sentimiento excluyente que se restringe a un pequeño círculo de personas. “Si amo realmente a una persona —escribe Fromm—, amo a todas las personas, amo al mundo, amo la vida”.
Algo semejante sostiene Emmanuel Lévinas, cuya obra también me ayudó a recuperar el placer de vivir. Lévinas sostiene que ser hombre solo adquiere sentido cuando se produce el encuentro ético con nuestros semejantes. El otro no es mi antagonista, sino el que me constituye y me salva del ensimismamiento narcisista. Cuando aparece el amor sin eros, el amor no concupiscente, que concede prioridad al bienestar ajeno, surge la santidad, la forma más humana de habitar la Tierra. A pesar de una escritura densa y compleja, Totalidad e infinito y De la existencia al existente nos muestran que la vida, lejos de ser una desgracia, constituye la oportunidad de salir de lo indiferenciado para “ser uno con el otro” y participar en la vigilia permanente de la fraternidad.
Bergson, otro autor que proporcionó razones para abandonar la ciénaga del pesimismo, me enseñó que la vida es una interminable evolución espiritual. En Las dos fuentes de la moral y la religión, aprendí que la historia no es un proceso ciego e infructuoso, sino el escenario donde han surgido grandes héroes morales como Jesús, Sócrates o Isaías. Gracias a ellos hemos superado las utopías excluyentes, restringidas a un pueblo, una nación o una raza, avanzando hacia la concepción de la humanidad como una gran familia con igualdad de derechos. Aún no hemos llegado a esa meta, pero cada vez se reconoce en mayor medida que es el único ideal ético verdaderamente universal.
Bergson y Lévinas son filósofos. Etty Hillesum pertenece a la tradición mística. Viktor Frankl y Erich Fromm, ambos psicólogos, pueden ser descritos como humanistas. ¿Qué pasa con los escritores? ¿No existen autores con una visión esperanzada de la vida? José Saramago sostiene que “solo son optimistas los seres insensibles, estúpidos o millonarios”. Aficionado a los exabruptos pomposos, el Nobel portugués presenta un lugar común —no hay mayor desgracia que haber nacido— como un hallazgo filosófico. ¿No es un gesto de optimismo el simple hecho de escribir? ¿Por qué acumular palabras, si todo es absurdo y miserable?
En mi viaje por la depresión, encontré cobijo y aliento en Cervantes. El Quijote es un canto a la amistad y el idealismo, una exaltación de la tenacidad humana frente al infortunio y un gesto de rebeldía contra las injusticias. Don Quijote fracasa en apariencia, pero su nobleza y honestidad constituyen un triunfo permanente. Leer el Quijote me ayudó mucho más que transitar por el diván de un psicoanalista lacaniano, que hizo malabarismos con fragmentos de mi vida para triturar los conceptos de salud, bien y felicidad. Capítulo a capítulo, comprendí que vivir quizás no era fácil, pero no había otro camino para llegar a tener un nombre y una identidad. La finitud es el precio que pagamos por adquirir una historia, una personalidad. Vivir exige valor. A don Quijote no le tiembla el pulso cuando se enfrenta a los gigantes de Campo de Criptana. Acaba en el suelo, vapuleado y confuso, pero no vencido, pues ha cumplido con su deber. No ha retrocedido y esa es su hazaña, aunque le duelan todos los huesos y haya quedado como un loco a ojos de Sancho.
No creo que la literatura deba tener un propósito didáctico, pero las obras que incitan a la esperanza constituyen una apuesta por la vida. Cioran fantaseaba con ser un Nerón cósmico, capaz de incendiar el universo. Pienso que Whitman ha dejado un rastro mucho más fecundo, celebrando la perfección de una hoja de hierba. En estos tiempos nublados, aconsejo leer a clásicos como Cervantes o Etty Hillesum, que nos invitan a imprimir un sentido nuestra vida, sin dejarnos desanimar o sojuzgar por gigantes, encantadores o dragones.