Erich Fromm nació y creció en una familia de judíos ortodoxos. De joven, leía el Talmud y se planteó seriamente convertirse en rabino. Dos acontecimientos traumáticos despertaron en su interior el deseo de hallar explicaciones para el comportamiento humano. Cuando solo tenía doce años, se suicidó una joven pintora que se relacionaba con su familia. Había perdido a su padre y ya no le quedaba ningún ser querido. Todo indicaba que no había podido soportar la perspectiva de la soledad. Erich era un niño y su fe no le ayudó a comprender por qué se había producido esa tragedia. Su desconcierto aumentó dos años más tarde con el estallido de la Primera Guerra Mundial. Por entonces, el antisemitismo aún no había despojado de su nacionalidad a los judíos alemanes. Erich, que había nacido en Fráncfort en 1900, no pudo entender el odio contra ingleses, franceses, rusos, norteamericanos y otras nacionalidades. De nuevo, se preguntó: “¿Por qué?”. La ira aventada por el conflicto bélico le pareció inaceptable e irracional. Fromm estudió derecho y sociología, pero ambas disciplinas le dejaron insatisfecho, pues no le proporcionaron las respuestas que esperaba. Su matrimonio con la psicoanalista Frieda Riechmann le acercó a las teorías de Freud y propició su ruptura con la religión. Poco después, comenzó a leer a Marx y Max Horkheimer le invitó a dirigir el Departamento de Psicología del recién creado Instituto de Investigación Social, embrión de la famosa Escuela de Frankfurt.
En 1934 huye de la Alemania nazi, que había suprimido los derechos y libertades de la población judía. Se traslada a Estados Unidos con otros integrantes del Instituto, pero las discrepancias con Marcuse y Adorno le llevan a romper con el grupo. No acepta la tesis de Freud sobre la libido, pues considera que lo más significativo del ser humano es su dimensión social, no sus tendencias sexuales. Tampoco acepta el “antihumanismo teórico” del marxismo, que atribuye todos los acontecimientos a las condiciones económicas y materiales, minimizando o negando el papel de la libertad humana. Si algo define a Erich Fromm, es su independencia. Nunca aceptó las posiciones ortodoxas, que exigían una adhesión incondicional. Pacifista y firme opositor a la guerra de Vietnam, se identificó desde muy temprano con el movimiento feminista. La mujer vive sometida por leyes discriminatorias y coacciones implícitas, que se reflejan hasta en el lenguaje. No se podrá hablar de una humanidad verdaderamente libre hasta que desaparezca la sociedad patriarcal. Fromm manifestó su oposición al “socialismo real”, que había conducido al totalitarismo del Estado soviético, pero no se mostró menos crítico con el capitalismo y la sociedad de consumo. Su hincapié en la libertad personal ha provocado que le asocien a la tradición libertaria, pero con un anarquismo atípico, nada convencional. Sus antiguos compañeros de la Escuela de Fráncfort le tildaron de “revisionista” y “socialdemócrata”. Fromm respondió que simplemente había apostado por un socialismo humanista y democrático. En el plano religioso, se definió como un “místico ateo”, interesado por el budismo zen. En 1957 impartió un seminario en la Universidad Autónoma de México con el filósofo japonés Daisetsu Teitaro. Fromm consideraba imprescindible explorar vías alternativas a la racionalidad occidental, como la meditación y la intuición.
Autor de una prolífica obra, tres de sus libros son verdaderos clásicos del pensamiento: El miedo a la libertad (que apareció en 1941, cuando el totalitarismo nazi parecía una fuerza imbatible), El arte de amar y ¿Tener o ser? Publicado en 1956, El arte de amar es algo más que un libro. Ha servido de inspiración a varias generaciones y no ha perdido un ápice de frescura. “El amor no es un sentimiento fácil para nadie”, advierte Fromm. Amar significa incorporar otra vida a nuestra existencia, fundir la carne y el corazón, dilatar nuestra experiencia, ser dos sin renunciar a nuestra identidad. El amor no consiste en encerrarse en una burbuja con la persona amada, sino en abrirse al mundo y al conocimiento. Amar implica arriesgarse, abandonando la seguridad que nos proporciona la rutina. “El amor es un arte”, no una transacción. El verdadero amor no consiste en ser amado, sino en amar. Y no debe confundirse con el “enamoramiento” o fascinación que nos produce una persona física y socialmente atractiva. En la sociedad de consumo, se tiende a mercantilizar las relaciones sociales y sentimentales. Amar no es poseer un objeto, sino adentrarse en la intimidad de otra persona, sin expectativas irracionales que conducirían inevitablemente al fracaso.
Amar no es enredarse en un frenesí sexual irreflexivo, sino caminar hacia la unión interpersonal: “El sexo sin amor sólo alivia el abismo que existe entre dos seres humanos de forma momentánea”. El amor no es sumisión ni dominancia, sino libertad y autonomía. No debe confundirse con la dependencia, pues en “el amor se da la paradoja de dos seres que se convierten en uno y, no obstante, siguen siendo dos”. El “amor maduro” se plasma en una pareja cuando cada uno conserva “la propia integridad, la propia individualidad”. Si nos aman de verdad, respetarán nuestra forma de ser. Amar es fundamentalmente dar, no pedir o exigir. “En el acto mismo de dar, experimento mi fuerza, mi riqueza, mi poder. Tal experiencia de vitalidad y potencia exaltadas me llena de dicha”. El amor es una forma de crecimiento personal que nos hace más humanos y solidarios: “La persona que ama, responde”. Se siente tan responsable de los otros como de su propio bienestar. El “amor maduro” nunca es posesividad: “Si amo a otra persona, me siento uno con ella, pero con ella tal cual es, no como yo necesito que sea”.
Fromm estudia las distintas formas de amar: el amor entre padres e hijos, el amor fraternal, el amor erótico, el amor a uno mismo y el amor a Dios. Fromm incurre en los estereotipos de su época, estableciendo distinciones entre el amor paterno y el amor materno que han perdido su validez con el correr de los años. Su libro aparece cuando la revolución sexual y el movimiento feminista aún no habían transformado la sociedad. Quizás por eso afirma que el amor de la madre es incondicional y el del padre enteramente condicional. La madre no pide nada al hijo: “Es el hogar del que procedemos, la naturaleza, el suelo, el océano”. En cambio, el padre representa el polo opuesto de la existencia: “el mundo del pensamiento, de la ley y el orden, de la disciplina, los viajes y la aventura. El padre es el que enseña al niño, el que le muestra el camino hacia el mundo”. Fromm habla de madres frías y chantajistas que manipulan a sus hijos, inculcándoles sentimientos de culpa e impotencia. Esa clase de madres suelen ser la causa principal de la neurosis. No es menos dañina la figura del padre autoritario e intransigente, que exige obediencia y sometimiento. Sin embargo, Fromm no contempla que la madre pueda enseñar igualmente “el camino hacia el mundo”, estimulando en el hijo el deseo de comprender, saber, viajar y realizarse individualmente. Las madres sobreprotectoras son particularmente nocivas, pues obstaculizan e incluso frenan el proceso de maduración. No aceptan la separación del hijo, un paso que constituye el último y necesario tramo de una educación orientada hacia la constitución de una personalidad adulta y equilibrada.
Según Fromm, no hay amor verdadero, maduro, si el afecto se restringe a la pareja. Esa clase de relaciones no expresan amor, sino una relación simbiótica, de profunda dependencia. Se puede decir que es un egoísmo extendido. “Si amo realmente a una persona, amo a todas las personas, amo al mundo, amo la vida”. Erich Fromm afirma que amar a los de nuestra propia carne, no representa una hazaña. El amor debe extenderse a todos los seres humanos. Sólo entonces se transforma en “amor fraternal”, que es un amor caracterizado por su falta de exclusividad. “En el amor fraternal se realiza la experiencia de unión con todos los hombres, de solidaridad humana, de reparación humana”. En esta forma de amar, prevalece el amor al pobre, al paria, al enfermo y al extranjero. El amor erótico también es una experiencia de unión. Fromm no cree que la ternura sea una sublimación del amor físico, sino una consecuencia directa de experimentar la cercanía de otra persona, el tacto de su piel y la proximidad de su mirada. “Amar a alguien no es simplemente un sentimiento poderoso. Es una decisión, un juicio, una promesa”. Fromm cree en el amor eterno. Cuando dos personas empiezan a amarse, sueñan con una relación para siempre.
Para amar a una persona, necesitamos amarnos a nosotros mismos. El amor a uno mismo no es un acto egoísta, sino la base de una autoestima que nos permite darnos a los otros. El que se desprecia a sí mismo, es incapaz de amar. Y el que solo se ama a sí mismo, suele ser infeliz, pues contempla a los otros con indiferencia, hostilidad y miedo. De origen judío, Fromm entiende que el amor a Dios es sumamente enriquecedor, pero ese amor no es la adoración de una figura patriarcal, sino el deseo de sentir un vínculo profundo con la totalidad, con el ser, con la vida. Fromm piensa que solo se puede hablar de Dios en un sentido poético y simbólico. Dios es amor y justicia, no un Ser Todopoderoso que exige obediencia ciega y sumisión absoluta. Esa idea de Dios es infantil e incompatible con la dignidad humana, pues incita a resignarse con las injusticias y las humillaciones.
El amor no significa ausencia de conflictos. El amor no es un lugar de reposo, sino “un desafío constante, un moverse, crecer, trabajar juntos”. El amor no puede ser una simple huida de la soledad. De hecho, no sabremos amar, si no aprendemos a estar solos sin experimentar vacío o malestar: “Si estoy ligado a otra persona porque no soy capaz de enfrentarme al mundo con mis propios recursos, no hay amor, sino dependencia, miedo, inseguridad”. La persona amada no debe ser un salvavidas, sino alguien que camina a mi lado. Cada uno tiene sus propias metas, que pueden ser complementarias o totalmente diferentes. Para amar hay que tener fe y respeto. Fromm no se refiere a la fe de carácter religioso y, menos aún, a creencias determinadas: “La fe es la cualidad de certeza y firmeza que poseen nuestras convicciones”. Es imprescindible “tener fe” en los amigos y en nosotros mismos para adquirir compromisos y realizar proyectos. En un adulto, “la presencia de esa fe es lo que determina la diferencia entre educación y manipulación”. Educar significa ayudar al niño a desarrollar sus potencialidades, respetando su personalidad. Solo el que ha sido “educado” podrá amar, asumiendo la posibilidad del dolor y la pérdida. “Amar significa comprometerse sin garantías, entregarse totalmente con la esperanza de producir amor en la persona amada. El amor es un acto de fe, y quien tenga poca fe también tiene poco amor”.
Fromm poseía un ego discreto, pero su prudencia no era sinónimo de debilidad. Su obra nos enseña a amar, a ser libres, a no aceptar que otros decidan por nosotros, a reivindicar nuestro derecho a ser diferentes: “El acto de desobedecer como acto de libertad es el comienzo de la razón”. Su estilo transparente y sencillo es una invitación permanente a la lectura de sus libros. Fromm nos dejó en 1980, pero su espíritu sigue vivo, recordándonos que nunca es tarde para amar, pues “vivir es nacer a cada instante”.