"Cuando tenía doce años, imaginé por mi cuenta una maravillosa trinidad: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Demonio. Mi deducción era que Dios, pensando por sí mismo, creaba la segunda persona de la divinidad, pero que para ser capaz de pensar tenía que pensar en su contrario, y por tanto tenía que crearlo. Así fue como empecé a filosofar”. De este modo recordaba el Friedrich Nietzsche (1844-1900) adulto sus primeros escarceos con una filosofía que terminaría costándole la razón, no sin antes elevarle, aunque tardíamente, a los altares de genio. Sin embargo, como suele ocurrir, la evolución filosófica no es ajena a trayectoria biográfica, como demuestra Sue Prideaux en ¡Soy dinamita! Una vida de Nietzsche (Ariel).
Desmenuzando detalladamente los episodios más significativos de la vida del pensador, la escritora británica, autora también de sendas biografías de Edvard Munch y August Strindberg, consigue alejar a Nietzsche de la torre de marfil donde la ha encerrado la historia convirtiéndole en un ser humano palpable y demostrando cómo su pensamiento estaba estrechamente vinculado a sus necesidades emocionales. Por ejemplo, buceando en los orígenes del filósofo descubrimos que el que su puerta de entrada al pensamiento fuera la religión obedece a estrictas cuestiones familiares.
Nacido en los años del Bund alemán, la frágil y fragmentaria estructura política, que aglutinaba casi 40 Estados, surgida tras el derrumbe del Sacro Imperio Germánico destruido por Napoleón, Nietzsche fue hijo de un teólogo y pastor protestante que murió de “reblandecimiento del cerebro” cuando éste tenía cuatro años. Desde entonces, el niño se crio rodeado de mujeres fuertes, primero bajo la égida de su abuela y tías paternas, chapadas a la manera de la austera burguesía protestante sajona, y después, bajo el ala de su madre y su hermana, que lo trataban como a un pequeño príncipe y a las que uniría una compleja relación de amor, mezcla de dependencia y rechazo, y preludio de los triángulos afectivos que marcarían su vida.
Pronto destacó en las sucesivas escuelas por las que fue pasando en la pequeña ciudad sajona de Naumburgo, especialmente en lenguas, hasta el punto de que fue admitido en la elitista Schulpforta, institución fundada en el siglo XVI donde los alumnos hablaban entre ellos griego y latín y la educación era prusianamente severa. Allí comenzó a cultivar su interés por los clásicos griegos y alemanes, mostrando predilección por Empédocles y Hölderlin, y llegando a ser considerado por sus profesores como el alumno con más talento de la secular historia del centro, a pesar de su desinterés en las matemáticas, que lo aburrían. Sin embargo, Nietzsche expresaba así su triunfo sobre la institución: “Cultivé en secreto ciertas artes. Salvé mis inclinaciones privadas de la ley uniformizadora; intenté quebrar la rigidez de los programas y horarios impuestos por las normas, dando espacio a una pasión exaltada por el conocimiento y el placer universales”.
El don de la palabra
En Basilea, Nietzsche se relacionaría con dos figuras que adoptaría como referentes paternos, el historiador del arte Jacob Burckhardt, con quien daba largos y formales paseos, y su mayor ídolo musical, el ya mundialmente famoso Richard Wagner, exiliado en Suiza tras las revoluciones de 1848 y que se hallaba entonces terminando su monumental ópera El anillo del nibelungo. Asiduo visitante de su casa de Tribschen, donde encontró una inédita intimidad familiar, el todavía joven Nietzsche conoció una genuina amistad con el maestro forjada por su mutuo amor a Schopenhauer y a la música, que el filósofo tocaba con similar pericia a la del compositor.
"Conozco mi suerte. Alguna vez irá unido a mi nombre el recuerdo de algo gigantesco, de una crisis como jamás la había habido en la Tierra, de la más profunda colisión de conciencia, de una decisión tomada, mediante un conjuro, contra todo lo que hasta ese momento se había creído, exigido, santificado. Yo no soy un hombre, soy dinamita". Así se expresaba un eufórico Nietzsche en su último ensayo Ecce homo, la aguda y desgarradora autobiografía escrita en 1889 al filo de la cordura. Semanas después, el filósofo sufriría el conocido episodio del caballo en Turín, del que su razón ya no se recuperaría hasta su muerte una década más tarde.
Una trágica ironía
Justo en esta cúspide creativa, cuando ya se atropellaban en su mente proyectos y más proyectos y recibía atenciones, elogios y felicitaciones de todas partes, algo en su mente se quebró.Aunque hubo indicios anteriores de locura, el inicio del estado final generalmente se remonta al 3 de enero de 1889, cuando, al ver a un cochero golpeando sin piedad a su caballo, Nietzsche sollozando lanzó sus brazos alrededor del cuello del caballo y luego se desplomó. Fue llevado a su alojamiento, donde durante varios días gritó, cantó, aulló y balbuceó para sí mismo presa de innombrables terremotos internos. Después de recibir una variedad de tratamientos ineficaces, fue llevado de regreso a Naumburgo, donde quedó a cargo de las dos personas de las que solo quería escapar, primero su madre, y a su muerte en 1897, de su hermana Elisabeth.
Mientras el filósofo estaba vegetando en su cama, Europa cayó subyugada bajo el influjo de su trabajo.Nietzsche era internacionalmente famoso y sus libros se vendían bien. Irónica y trágicamente, el hombre que esperaba convertirse en un Übermensch, terminó en las garras de su malvada hermana, que adquirió los derechos de autor exclusivos de su trabajo y retocó las ideas que no eran de su gusto añadiendo su visión antisemita y pangermanista que después pondría a los pies de los nazis empañando el legado filosófico de Nietzsche. Por eso Prideaux cierra la biografía despejando este tradicional malentendido. "Nietzsche defiende acertadamente", explica la biógrafa,"que un filósofo nos libera de falsas certezas, lo que nos da la responsabilidad de nuestras propias vidas. Lo que tenemos que hacer con esa libertad, Nietzsche no lo dice, tenemos que descubrirlo por nosotros mismos".