Ingmar Bergman: el caballero y la muerte
El cineasta vierte en sus personajes su lucha existencial por la fe, mostrando con amargura su fracaso
Las metáforas visuales perduran cuando expresan un sentimiento colectivo. La famosa partida de ajedrez entre el cruzado Antonius Block y la Muerte en una playa rocosa oscurecida por un cielo invernal refleja el temor que nos infunde nuestra finitud. ¿Quién no ha pensado en la hora de su muerte? ¿Quién no ha experimentado alguna vez la sensación de avanzar hacia un precipicio y no poder eludir ese destino? En El séptimo sello, el célebre clásico de Ingmar Bergman, Antonius Block –interpretado por Max von Sydow– regresa de las Cruzadas hundido en la desesperanza. Participar en la lucha por la recuperación de los santos lugares no ha aliviado su insatisfacción vital. Su búsqueda de Dios ha resultado infructuosa y sabe que su tiempo se acaba. Cuando aparece la Muerte y reclama su presencia, intenta demorar su ocaso con una partida de ajedrez. A fin de cuentas, la vida es un juego y no se acabará mientras podamos ensayar un nuevo movimiento. Bergman vierte en sus personajes su lucha existencial por la fe, mostrando con amargura su fracaso. Su escepticismo no le acarrea paz, sino desesperación. Sus primeros planos destacan la importancia de cada persona, de cada realidad individual. Al cineasta sueco, la eternidad impersonal de algunas religiones solo le produce desolación. Dios debe ser el garante de la suma de nuestros actos. La inmortalidad carece de sentido, si no preserva nuestra identidad, con sus recuerdos, peripecias y vivencias. Antonius Block llama a la puerta de la eternidad, pero piensa que tal vez no hay nada al otro lado, salvo vacío y oscuridad. Ha derramado su sangre y la de los infieles por Cristo, pero ahora solo tiene una calavera entre las manos, anunciándole que su vida acabará pronto. Se pregunta por qué Dios no se manifiesta, por qué se mantiene oculto, por qué nos exige una fe que no puede sostenerse con evidencias o, en su defecto, con signos inequívocos.
Rodada en 1957, El séptimo sello recoge la angustia existencial de una época que ha abrazado el nihilismo, movida por la convicción de que el mito de Sísifo es la mejor alegoría de la aventura humana. La conciencia es una aberración de la naturaleza, un fósforo que calcina la alegría de vivir de los seres irracionales, un destello aciago de la materia. Hay que escoger entre vivir o no vivir, perseverar en una rutina estéril o liberarse mediante el suicidio. Albert Camus comprendió perfectamente ese dilema. La existencia es absurda, pero saberlo nos hace libres. Podemos elegir y elegimos una rebeldía inútil, casi grotesca. Se trata de una victoria pírrica, pero dignificada por la clarividencia. En El séptimo sello, Bergman, hijo de un pastor protestante, se distancia de la iglesia, pero no de la fe. En 1958, aún declara que el ateísmo lleva al ser humano a un callejón sin salida, pero con el personaje de Antonius Block ya ha pisado el umbral de un materialismo frío y sin esperanza. El caballero Block muestra su pesar en la imperfecta sombra de un confesionario, sin sospechar que no habla con un sacerdote, sino con la Muerte: "¿Por qué la cruel imposibilidad de alcanzar a Dios con nuestros sentidos? ¿Por qué se nos esconde en una oscura nebulosa de promesas que no hemos oído y de milagros que no hemos visto? ¿Por qué no logro matar a Dios en mí? ¿Por qué sigue habitando en mi ser? ¿Por qué me acompaña humilde y sufrido a pesar de mis maldiciones, que pretenden eliminarlo de mi corazón?".
En unas declaraciones de 1977 al semanario Le Point, Bergman aún conserva la fe en Dios, pero matizada por una perspectiva emocional: “El lado ‘divino’ de la vida se encuentra en el interior de los seres humanos y en sus propias relaciones. Cuando dos personas se encuentran y una pide perdón a la otra, allí se manifiesta Dios..., pero en esta vida, no en la otra”. Esta hebra de esperanza acabaría desvaneciéndose. Después de pasar por una operación quirúrgica donde la anestesia prolongó su sueño más de lo esperado, concluye que la muerte se parece a ese letargo: “Desaparecieron seis horas de mi vida. No recuerdo sueño alguno, el tiempo dejó de existir: seis horas, seis microsegundos o la eternidad”. La experiencia le proporciona un “dato tranquilizador”: “naces sin un fin, vives sin un sentido, el vivir es su propio sentido. Al morir, te apagas. De ser, te transformas en un no-ser. No tiene por qué haber necesariamente un dios entre nuestros átomos cada vez más caprichosos”. La muerte es un tránsito banal, la extinción del yo en lo indiferenciado: “De ser alguien, se pasa a ser nadie. Y ese nadie ni siquiera lleva el recuerdo de una intimidad compartida”.
Bergman no simpatiza con la cruz desnuda de la liturgia luterana. Prefiere el crucifijo católico, que recrea el dolor de Jesús, mostrando toda la indignidad de una ejecución concebida para castigar a esclavos y rebeldes. La imagen del crucifijo circula por El séptimo sello casi como una sombra que sigue a los personajes, recordándoles su precariedad. Aunque Bergman explota la imagen como un símbolo del poder de la muerte, contrarresta esta lúgubre perspectiva con la historia del matrimonio de cómicos ambulantes, donde bulle la alegría de vivir. José y María viajan con su hijo Miguel, un niño de tres o cuatro años que hará “cosas extraordinarias”. Si sustituimos Miguel por Manuel, nos encontramos con la Sagrada Familia. José y Miguel se encuentran con la Virgen María en un claro del bosque. La intensa luminosidad de la escena contrasta con la penumbra del confesionario donde Antonius Block protesta por el silencio de Dios o con la oscuridad de la playa por la que pasea la Muerte envuelta en una especie de hábito negro. Aparentemente, la Muerte triunfa, cobrándose la vida de Antonius Block y otros personajes, pero la imagen de las víctimas bailando con su verdugo no es tan poderosa como la de la María y el Niño cruzando el bosque bajo una luz de una blancura que parece filtrada por el rosetón de una catedral. La Muerte danza como un espectro de pesadilla, recortándose contra el cielo. Solo es una silueta, casi una sombra. En cambio, la Virgen y el Niño tienen espesor, consistencia, vida. José, María y Miguel burlan a la Muerte. Su huida es un signo de esperanza. Los inocentes escribirán el futuro. Las fresas y leche que los cómicos comparten con Antonius Block son una promesa de vida. El séptimo sello no finaliza con un mensaje de desaliento, sino con una invitación a la esperanza. La Muerte es derrotada por lo aparentemente más débil: un niño. Su fragilidad es engañosa. En realidad, garantiza el mañana y quizá abra las esclusas del tiempo.
Si prescindimos de una perspectiva sobrenatural, ¿podemos afrontar la muerte sin miedo, aceptando –o incluso celebrando- nuestra finitud? En Pensar sobre Dios y otros ensayos (Herder), Hans Jonas, discípulo de Heidegger y amigo de Hannah Arendt, aborda la carga de la mortalidad, señalando que en realidad constituye una bendición. No sería posible gozar de una identidad, si nuestros actos no implicaran una permanente confrontación con el no ser. La expectativa de la muerte imprime sentido a cada decisión, pues disponemos de un tiempo limitado. No podemos volver atrás, ni aplazar indefinidamente nuestras posibilidades. El futuro se encoge con los años. Lo posible no es una apertura infinita, sino un arco acotado por nuestra finitud. A partir de un punto, no hay un más adelante. Si no hemos jugado bien nuestras cartas, la partida se saldará con un fracaso. La existencia indefinida de los individuos malograría la necesaria renovación que se produce en el mundo, gracias a que unas generaciones suceden a otras. No habría civilización ni progreso sin nuevos nacimientos que aportaran felices hallazgos e innovaciones. Una humanidad en movimiento –afirma Hans Jonas– es una garantía de futuro. Sin la juventud, “se secaría la fuente, porque los que se hacen cada vez más mayores han encontrado sus respuestas y se mueven en caminos ya allanados”. La mortalidad es un eficaz mecanismo contra el colapso de las ideas y la esterilidad de lo inamovible. Ningún individuo es idéntico a otro. Por eso la creatividad nunca se extingue. Cada niño es un creador por el simple hecho de existir.
Una existencia interminable acabaría borrando nuestro pasado. La capacidad de almacenamiento de la memoria no es infinita. Perderíamos nuestra identidad. Nos sucedería lo que a Homero en “El inmortal”, el célebre cuento de Borges. Después de varios siglos o quizás milenios, el poeta griego se ha convertido en un ser primitivo, casi un animal, y no recuerda que compuso la Ilíada. Una vida infinita nos dejaría “encallados en un mundo que ni siquiera comprenderíamos ya como espectadores, seríamos como anacronismos deambulantes que se han sobrevivido a sí mismos”. Intentar erradicar la mortalidad significaría entrar en guerra con la vida misma. Las especulaciones de Hans Jonas no aplacan la angustia individual. Solo dejan muy claro que sería absurdo prolongar esta vida de forma indefinida, pero tal vez es perfectamente comprensible que el hombre aspire a otra vida. En Antropología metafísica (Revista de Occidente), Julián Marías escribe: “Si muero del todo, todo dejará de importarme alguna vez, luego es cuestión de esperar. Nada importa verdaderamente, luego nada vale la pena. Y si esto es así, no se puede ser feliz sino en la medida en que provisionalmente se olvide la muerte. La felicidad sería, a última hora, engaño”.
La estructura empírica de la vida humana está cerrada, pero el yo, la persona, es una estructura abierta, pues no deja de proyectar hacia el futuro, imaginando y anticipando. La estructura empírica culmina su peripecia en el mundo objetivo, pero la estructura abierta prosigue más allá de la muerte, insinuando una “indefinida e ilimitada persistencia”. El ser humano es un creador, tanto en lo estético como lo ontológico. Siempre intentará ir más allá de lo inmediato y cerrado. “La felicidad es un imposible necesario”, escribe Julián Marías. La estructura abierta de nuestra personalidad nos mantiene en tensión hacia el futuro, pero la estructura empírica de nuestra dimensión empírica frena nuestras expectativas con el límite de la muerte. “Lo que yo soy es mortal, pero quién yo soy consiste en pretender ser inmortal y no puede imaginarse como no siéndolo, porque mi vida es la realidad radical”. En la inmortalidad, “todo lo realmente querido, será. A eso nos condenamos: a ser de verdad y para siempre lo que hemos querido”. La muerte no podrá destruir las cosas a “las que digo radicalmente sí; con las cuales me proyecto, porque las deseo y las quiero para siempre, ya que sin ellas no puedo ser verdaderamente yo”.
El pesimismo nace de una perspectiva insuficiente. La vida en sí misma es un milagro: la luz, el espacio, la naturaleza, el color, el silencio, la palabra. Hay cosas horribles, pero la belleza sobrepasa al espanto. Cada niño que nace es un argumento a favor de la vida. La Muerte que arrebata de este mundo a Antonius Block no puede hacer nada contra Miguel, el hijo de los cómicos. El futuro de la humanidad descansa en los pasos vacilantes de un recién nacido. Bergman plasmó esa idea en las imágenes de El séptimo sello, pero sucumbió al desánimo con la edad. Afortunadamente, las obras de arte tienen una existencia propia que trasciende la voluntad de sus artífices, quizás porque el amor y la creatividad –si es que son algo distinto– circulan por el cosmos con una fuerza incontenible y nada puede interrumpir su capacidad de fecundar el presente con semillas de eternidad.