Albert Camus, el hombre desarraigado
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Cuando en 1942 Albert Camus publicó El extranjero, la Francia de Vichy colaboraba con el ocupante alemán en la deportación de las familias judías, el saqueo de los recursos nacionales y la represión de la Resistencia. No había muchos motivos para contemplar el porvenir con optimismo. El ideal ilustrado del progreso indefinido hacia lo mejor parecía refutado por la historia, que había liberado grandes dosis de odio y crueldad, concediendo un poder absoluto a los heraldos del autoritarismo, la violencia y la discriminación. El extranjero no es la reflexión del día después, sino el grito del hombre atrapado por una crisis que sacude los cimientos morales de la sociedad europea. ¿Qué le cabe esperar al género humano tras los salvajes bombardeos de la población civil, los campos de concentración, los asesinatos en masa y el uso generalizado de la tortura? En esas fechas, aún se desconocía la magnitud de la Shoah o la capacidad de destrucción de las armas atómicas, pero se percibía claramente la podredumbre moral que había conducido a una catástrofe colectiva, donde se pisoteaban y escarnecían los ideales de libertad, dignidad y fraternidad que habían inspirado a las generaciones anteriores.
Albert Camus no era un virtuoso, pero sí un hombre justo que había denunciado como periodista los abusos cometidos contra los bereberes en la Cabilia y que había asumido el riesgo de trabajar clandestinamente para la Resistencia desde una posición de izquierdas. Durante un tiempo, la identificación con el comunismo le ayudó a pensar en el futuro con cierta esperanza, pero no tardó en desengañarse, descubriendo que el totalitarismo no era un vástago del espíritu reaccionario, sino un concepto del poder político basado en la aniquilación de los derechos individuales. Años más tarde, afirmaría que el verdadero rebelde, el que se subleva contra la injusticia social, política y metafísica, nunca está al servicio de una ideología, sino del hombre, especialmente cuando soporta las formas de opresión más intolerable, como en el caso del nazismo o el estalinismo.
Camus entendió que el estado de sitio no era simplemente un régimen de excepción impuesto por el poder ejecutivo, sino la situación existencial del ser humano en tanto criatura racional finita. Vivimos bajo una condena de muerte aplazada, que nos hace percibir los días como una cuenta atrás. La religión adormeció ese dolor durante siglos, pero cada vez son menos los que otorgan credibilidad a sus promesas de una eternidad dichosa y perfecta. Las dos guerras mundiales han exacerbado nuestra conciencia de precariedad. La tierra ya no es nuestro hogar, sino un lugar hostil, casi una celda. Y no hay posibilidad de escapatoria. Camus escribió El extranjero para reflejar ese conflicto, concibiendo como protagonista a Meursault, un hombre corriente que trabaja en una oficina de Argel, sin fantasear con una vida distinta. No está resignado. Simplemente, nunca ha conocido la ambición. Vive con su madre hasta que enferma y la envía a un asilo en Marengo. El trabajo no le permite cuidar de ella y no puede pagar a una enfermera. Meses más tarde, recibe un telegrama, comunicándole su fallecimiento. La noticia no le produce alivio, ni pena. Morir es inevitable. Sería ridículo rebelarse o desesperarse contra un hecho tan natural como la salida del sol o la caída de la noche.
Sin embargo, es fastidioso alterar la rutina, recorrer ochenta kilómetros en autobús, hablar con desconocidos, firmar papeles, asistir a una ceremonia religiosa, velar un cadáver, desfilar hasta el cementerio. Meursault cumple sus obligaciones, lamentando que las circunstancias le impidan pasear por las colinas próximas al asilo, disfrutando de un hermoso día en el campo. En esa región, el crepúsculo se parece a “una tregua melancólica”. En cambio, el sol del mediodía convierte el paisaje en algo “inhumano y deprimente”. Mientras camina detrás del féretro en compañía del director del asilo, un empleado de pompas fúnebres y el anciano Thomas Pérez, que había establecido una relación sentimental con su madre, advierte que el sol ha hecho estallar el asfalto: “Los pies se hundían en él y dejaban abierta su pulpa brillante”. El mundo se hunde bajo sus pies, pero la expectativa de regresar a Argel y dormir doce horas aplaca su malestar. Europa se dirige hacia su noche más oscura y el eclipse de Dios parece irreversible, pero siempre es posible aturdir la conciencia y rehuir los problemas, particularmente cuando no se atisba ninguna solución o alternativa.
A su vuelta, Meursault descansa y se levanta con buen ánimo. Se acerca a la playa y se encuentra con Marie, una antigua mecanógrafa de su oficina. Flirtean y pasan la noche juntos. Al día siguiente, ya solo, contempla desde su balcón la calle principal de su barrio. La muerte le ha arrebatado a su madre, pero la vida no deja de fluir: familias de paseo, jóvenes ociosos, comercios abiertos, tranvías en circulación, gatos vagabundos. Nada ha cambiado. Cuando vuelve al trabajo, sólo piensa en continuar su rutina. Todo le parece perfectamente normal, perfectamente absurdo. Su jefe le comunica que desea ampliar el negocio e instalarse en París. Cuando le pregunta si quiere cambiar de vida y participar en el proyecto, contesta que no le interesa, que nunca se cambia de vida, que todas las vidas valen lo mismo y que él no está a disgusto con la suya. De joven, albergó muchas ambiciones, pero al dejar los estudios, comprendió que “todo eso carecía de verdadera importancia”. Esa misma tarde, Marie le propone casarse. Meursault responde que le da igual, que no está enamorado y que no sabe en qué consiste el amor, si es que realmente existe. No entiende el romanticismo, ni la seducción que ejercen ciertos lugares. Conoció París y le pareció sucio, anodino, irreal. Sólo le parecen reales la enfermedad, la vejez y la muerte.
Sin pretenderlo, pero casi sin poder evitarlo, Meursault se enzarza en una riña en la playa con un grupo de árabes. Después de una primera escaramuza, vuelve al escenario del enfrentamiento y se topa con uno de sus rivales. Lleva un revólver en el bolsillo. Jadea, ahogado por el sol. Una insufrible claridad incendia su mente. Piensa que es irrelevante disparar o no. Cualquier acto carece de sentido en un mundo sin ninguna finalidad. Aprieta el gatillo como un autómata, sin odio, ni pesar. Acusado de asesinato, el juez instructor agita un crucifijo de plata en su cara, preguntándole si cree en Dios y en la redención. Meursault contesta que no, provocando su estupor e indignación. El juez acaba llamándole “Anticristo”, anticipando que no será juzgado sólo por asesinato, sino por atentar contra los valores de la civilización. Confinado en una celda, Meursault no necesita esforzarse demasiado para aguantar una rutina sin alicientes, ni expectativas, no muy distinta de la que ya había vivido en la oficina: “Si me hubieran hecho vivir en un tronco de árbol seco, sin más ocupación que mirar la flor del cielo sobre mi cabeza, me habría habituado poco a poco”. Poco a poco, se desliza hacia la animalidad, durmiendo dieciséis horas al día. Sólo le despierta el hallazgo de un trozo de periódico que narra un pavoroso asesinato acontecido en Checoslovaquia. Una madre y una hija que regentaban un pequeño hostal en una aldea a veces mataban a sus huéspedes para robarles el dinero. No advierten que una de sus víctimas es el hijo y hermano que se marchó hace cinco años. Cuando descubren lo que han hecho, se quitan la vida, desesperadas. Meursault intuye que esa historia guarda un estrecho parentesco con su desdichada situación. El crimen, aunque brote de la perversidad, siempre es absurdo, pues no añade nada al mundo. Sólo corrobora su imperfección ontológica. Si Dios no existe, todo está permitido.
Durante el juicio, Meursault no finge, ni disimula. Cuando le acusan de ser un hombre insensible, que ni siquiera se conmovió con la muerte de su madre, asiente, pero aclara que no es distinto al resto, pues en el fondo casi todos los seres humanos fantasean en algún momento con la muerte de sus seres queridos. Su vacío emocional no le impide apreciar la belleza de su ciudad durante los traslados de la prisión al juzgado, ni agradecer el regreso a su celda, una especie de útero que le garantiza un sueño ligero y sin imágenes. Condenado a muerte, piensa que su inminente ejecución sólo adelanta lo ineludible, el destino común de todos los seres humanos. Además, “todo el mundo sabe que la vida no vale la pena de ser vivida”. Da igual vivir treinta o sesenta años: “Desde el momento en que se muere, el cómo y el cuándo no importan”. El capellán de la prisión le pregunta si no alienta ninguna clase de esperanza, si piensa que va a morir totalmente. Meursault dice que no cree en el cielo, ni en el infierno. Desconcertado, el sacerdote insiste: “No, no puedo creerle. Estoy seguro de que ha sentido alguna vez el deseo de otra vida”. Meursault responde que le queda poco tiempo, que no quiere perderlo con Dios, que sólo le interesaría otra vida que se pareciera a la vida terrenal. “¿Ama usted hasta este punto esta tierra?”, inquiere el capellán. Meursault le agarra por el cuello de la sotana, vociferando que sus creencias son una mentira colosal, que lo único cierto y real es la muerte, que no hay otra certeza en un mundo absurdo. Cuando se queda solo en la celda y, tras un sueño reparador, piensa en su madre y en su idilio tardío con un anciano del asilo. Comprende entonces que sólo es posible liberarse de la muerte al sentir su proximidad. Su madre amó sin miedo, sin esperanza, apegada al momento. Se enamoró de la vida, a pesar su “tierna indiferencia” hacia el hombre, que sueña insensatamente con la eternidad. Liberado por ese descubrimiento, Meursault celebra los gritos de odio que rodearán su ejecución pública, pensando que sólo son una efusión de vida, el coro trágico que lo ayudará a no sentirse solo y perdido poco antes de sumirse en el no ser.
El extranjero es una crónica del desarraigo, pero no una apología del nihilismo. Meursault aprende a amar la vida gracias a la muerte. Deplorar nuestra finitud es un gesto inútil que transforma cada minuto en una agonía. Hay que aceptar el mundo con sus insuficiencias. La dicha no se halla en la eternidad, sino en el instante. Eso sí, Meursault no es capaz de elaborar una ética que identifique claramente el bien y el mal. No es posible absolverle, pero sí comprenderle. El anhelo de ser como dioses conduce al horror del Estado dictatorial. Hitler y Stalin no se conformaron con ser políticos. Intentaron crear una nueva humanidad con un nueva –y aberrante– moralidad. Albert Camus necesitará escribir El hombre rebelde (1951) para rescatar los valores humanistas de la Ilustración y el Romanticismo, ultrajados y denigrados por las ideologías totalitarias. El hombre es un fin en sí mismo, nunca un medio. Cuando se atenta contra su libertad y contra su dignidad, la rebeldía adquiere la dimensión de un imperativo ético. Sin embargo, la rebeldía pierde su legitimidad, si cae en la tentación de emplear cualquier medio para lograr su objetivo. En una sociedad abierta y tolerante, la rebeldía y la moderación se regulan mutuamente, concertando un equilibrio. Meursault se reconcilia con la vida mediante su madre, hasta el extremo de anhelar la presencia de los otros, incluso como espectadores de su ejecución. Es un hombre desarraigado, pero no irremisiblemente perdido. Pienso que Camus no quiso cerrar las puertas a la esperanza de una conciencia reconciliada con su inevitable finitud.
Nota bibliográfica:
La traducción de José Ángel Valente bordea los cincuenta años. Publicada en 1971 por Alianza Editorial, conserva intacta su calidad poética y su exactitud filológica. Desde entonces, ha conocido más de treinta reimpresiones, que avalan su excelencia.