'Taxi Driver': el minuto de gloria de Travis Bickle
El clásico de Scorsese es el retrato de una generación que contempla la vida con una explosiva combinación de angustia e indiferencia
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Travis Bickle conduce un taxi en Nueva York. Acaba de regresar de la guerra de Vietnam y padece insomnio. Vive en un pequeño apartamento insalubre y no tiene amigos. Escribe un diario y de vez en cuando envía una carta a sus padres, contándoles que su vida es perfecta. ¿Miente para no apenarlos o se engaña a sí mismo? No está claro. Su torpeza mental insinúa que tal vez sufre estrés postraumático. Su timidez y su introversión pueden confundirse con síntomas de autismo. Apenas ha estudiado. No tiene aficiones. En sus ratos libres, acude a un destartalado cine pornográfico. No es un pervertido. De hecho, alberga los prejuicios de un puritano. No le gustan las prostitutas ni los homosexuales, pero piensa que la pornografía es un género más, como el western o la comedia. Una forma de matar el tiempo. Le gusta trabajar de noche. Estar al volante es mejor que dar vueltas en la cama con los ojos abiertos. No rehúye los bajos fondos. Desde detrás del cristal, contempla las aceras atestadas de proxenetas, macarras, mendigos y toxicómanos. No pasa de largo cuando un hispano levanta la mano, pidiendo sus servicios. Dice que no es racista, pero sueña con un diluvio que limpie las calles. Piensa que Nueva York es la versión moderna de Sodoma y Gomorra. Cuando finaliza su turno, limpia el asiento de atrás con un trapo. Todas las noches encuentra semen y a veces sangre.
Travis Bickle no es un lobo solitario, sino un hombre abrumado por su insignificancia. Se parece a Meursault, el antihéroe de Albert Camus, que huye de su vacío interior mediante la violencia. Su espíritu está destruido, pero intenta sobrevivir en un mundo que no comprende. Bebe alcohol en una petaca y toma pastillas para combatir la ansiedad. Busca algo de aire, un poco de luz, una brizna de esperanza. Sin embargo, todo le conduce a un callejón sin salida. Parece que su sino es vagar de noche por Nueva York, respirando una atmósfera corrompida y soportando una oscuridad implacable. Estrenada en 1976, Taxi Driver es el retrato de una generación que ya no cree en nada y que contempla la vida con una explosiva combinación de angustia e indiferencia. Martin Scorsese recurrió al guionista –y, más tarde, director de cine– Paul Schrader para escribir el guión de una película que retrata el nihilismo de unos años marcados por la Guerra de Vietnam, la crisis del petróleo de 1973, el equilibrio del terror nuclear, la revolución sexual, las drogas, la psicodelia y el rock. Schrader acababa de separarse, había perdido su trabajo en el American Film Institute y sobrevivía a duras penas con sus escasos ingresos como crítico cinematográfico. Obsesionado por las armas, el alcohol y la pornografía, deambuló por Los Ángeles durante semanas, internándose en los barrios más conflictivos y visitando los tugurios menos recomendables. Circuló en coche por calles y avenidas, transitando de la depresión a la euforia. Apenas comió, casi no durmió. Quizás buscaba la muerte. Su mente, aturdida y anestesiada por el güisqui y la ginebra, le incitaba a no parar, pues la sobriedad y la clarividencia sólo le reservaban una exasperada conciencia de soledad y fracaso. Una úlcera de duodeno interrumpió su frenesí autodestructivo, enviándole a un hospital. Cuando le dieron el alta, se topó con Scorsese, que le encargó el guión, pensando que su tormenta interior, apenas aplacada, le ayudaría a escribir una historia intensa y veraz. "Cuando escribí el guión –confiesa Schrader– estaba enamorado de las armas. Tenía impulsos suicidas, bebía demasiado y estaba obsesionado por la pornografía como sólo puede estarlo una persona sola. Todos estos elementos encontraron su sitio en el guión".
¿Por qué un taxista? Porque el coche "es el símbolo de la soledad humana, un ataúd de metal". Schrader escribió el guión en diez días, con una pistola encima de la mesa, recordándole que si dejaba la historia a medias, tal vez no podría reprimir el deseo de volarse la cabeza. Martin Scorsese leyó el guión y se quedó fascinado: "Casi sentí que lo había escrito yo mismo. No es que yo supiera escribir así, pero me llegó muy hondo. Me estaba quemando por dentro, y sabía que tenía que rodarlo". Educado en un frío y severo calvinismo que le impidió disfrutar de una película hasta los diecisiete años, Schrader, que ya había elaborado el espléndido guión de Yakuza (Sydney Pollack, 1975) y que ese mismo año escribiría el guión de Obsesión (Brian De Palma), había llegado a ese punto de ebullición donde los creadores alcanzan su madurez, liberando sus demonios interiores. Schrader no es Travis. Tampoco lo es Scorsese. Ambos se distancian del personaje. No formulan valoraciones, pero nos muestran su mirada enfermiza, utilizando el punto de vista subjetivo. No vemos el mundo tal como es, sino como lo ve Travis. Travis no se percibe a sí mismo como un marginado, sino como un samurái con una misión. Su corte de pelo a lo mohawk copia la apariencia de los paracaidistas norteamericanos que lucharon en las playas de Normandía. Se entrena a diario, realizando flexiones, abdominales y ejercicios con una barra. Realiza ejercicios de tiro y se adiestra en el manejo de un enorme cuchillo de caza. Cuando compra varias armas de fuego a un traficante ilegal, apunta desde la ventana, dejando muy claro que está en lucha contra el mundo. Los primeros planos de sus ojos reflejan su caos interior, su escisión de la realidad, su personalidad gravemente disociada.
Taxi Driver es la historia de un hombre al límite. Robert De Niro encarna a Travis Bickle con una credibilidad sobrecogedora. Es difícil imaginar a otro actor en el papel. Discípulo del método Stanislavski, que exige adoptar el estilo de vida del personaje hasta el extremo de borrar temporalmente la propia identidad, De Niro parece indistinguible de Travis Bickle. La alienación y el malestar del ex combatiente de Vietnam que se aferra al volante del taxi para escapar del insomnio resultan tan reales y opresivos que olvidamos la distancia entre ficción y realidad. De Niro condujo un taxi, adelgazó doce kilos y se familiarizó con las armas. Sus gestos de perplejidad, asombro, frustración y rabia nacen de esa fusión con el personaje que caracteriza a los grandes actores. Su mirada incomoda y perturba. Su forma de hablar desconcierta y despierta toda clase de especulaciones. ¿Estamos ante un hombre tímido y traumatizado? ¿Observamos la caída en la locura de un inadaptado? ¿Presenciamos la desquiciada peripecia de un psicópata o la epopeya de un héroe?
Debemos a De Niro la escena más mítica de la película. El guión sólo decía: "Mira al espejo y habla con él". Espontáneamente, el actor comenzó un diálogo demencial. "You talkin’ to me?", pregunta dirigiéndose a un interlocutor inexistente. "You talkin' to me? You talkin' to me? Then who the hell else are you talkin' to? You talkin' to me? Well I'm the only one here. Who the fuck do you think you're talking to?". La vesania Travis recuerda el desequilibrio del protagonista de Memorias del subsuelo, la densa, breve e inquietante novela de Dostoievski. "Soy un hombre enfermo… –reconoce el amargado funcionario de la fábula del escritor ruso–. Un hombre malo. No soy agradable. Creo que padezco del hígado. […] No quiero curarme por rabia. Esto, seguramente, no lo entenderán. Pero yo sí lo entiendo". Travis no quiere curarse. Piensa que morirá pronto, pues el olor de las flores podridas le produce náuseas e identifica esa reacción con un cáncer de estómago. No le importa dejar este mundo, pero no quiere hacerlo sin disfrutar de un minuto de gloria. Planea matar al senador Palantine (Leonard Harris). No tiene nada contra él. Ni siquiera es capaz de explicar las diferencias entre republicanos y demócratas. Simplemente, desea salir del anonimato, gozar de la visibilidad de los que hacen algo extraordinario –sea bueno o malo–, sentir que su vida tiene un sentido, una meta. Los policías que escoltan a Palantine frustrarán su plan en una escena a medio camino entre la comedia y el terror gótico. Travis escogerá entonces un blanco más asequible: los proxenetas que explotan como prostituta a Iris (Jodie Foster), una niña de doce años. El azar cambiará su destino, convirtiéndole en héroe, pese a la explosión de violencia que protagonizará, matando a tres hombres de una forma salvaje.
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Taxi Driver es una película sobre Nueva York. No es una visión imparcial, sino deliberadamente deformada que refleja las ideas de culpa, pecado y redención. No está de más recordar la ascendencia italiana de Scorsese. Educado en el catolicismo, las cuestiones morales y metafísicas salpican su trayectoria cinematográfica. Travis Bickle es una especie de ángel exterminador en una ciudad dominada por la corrupción y el vicio. En su diario, pide a Dios que acabe con la escoria de esa moderna Babilonia. Cada vez que llueve, siente que ha bajado del cielo algo de limpieza, pero enseguida se restablece la podredumbre moral. La noche es el reino del pecado: prostitutas con la cara pintarrajeada y gesto malhumorado, pandilleros desafiantes que exhiben palos y cadenas, drogadictos buscando una nueva dosis, chulos con sombreros de ala ancha, pajarita y chalecos de fantasía, noctámbulos que vagan sin rumbo. Muchos ocultan su cara bajo gafas de sol. No por vergüenza, sino por la ventaja psicológica que proporciona escamotear la mirada. O tal vez porque desearían ser otros. Scorsese muestra el asfalto mojado e iluminado por luces de neón, logrando poderosos contrastes cromáticos entre el rojo, el púrpura y el amarillo que evocan el infierno del Bosco, con su penumbra violenta y fantasmal.
El taxi es un personaje más. Filmado desde todos los ángulos, parece un animal mitológico surcando un mar de asfalto. La ciudad también está viva. En mitad de un caluroso verano, las ventanas de los edificios permanecen abiertas y el sonido de los televisores llega a la calle. A veces, se oyen discusiones que airean la intimidad de una familia. Travis se cruza con un hombre que lanza maldiciones, anunciando que matará su pareja cuando la encuentre. En otra ocasión, un cliente le obliga pararse delante de un edificio, señalando una ventana donde se aprecia la silueta de una mujer. Es su esposa y está con otro hombre. Piensa acabar con ella y con su amante. Lleva un revólver y está dispuesto a usarlo. Martin Scorsese interpreta al marido burlado. No es su única aparición. En otro momento, la cámara lo filma sentado a la entrada de la oficina donde se organiza la campaña de Palantine. Su mirada hosca y retraída tal vez explica que Dustin Hoffman rechazara el papel de Travis, alegando que el director estaba loco.
Si la noche es el reino del pecado, el día es el territorio del bien y la belleza. Scorsese juega con la oposición entre la luz y la oscuridad, lo blanco y lo negro, la claridad y lo tenebroso. Iris se mueve en el mundo de la noche. Su existencia es triste y sin esperanza. Betsy (Cybill Shepherd) vive de día. Es una mujer hermosa y de apariencia satisfecha. Con un traje blanco, el pelo rubio y los ojos azules, avanza por la calle como una diosa que ha descendido a la tierra. ·"Como un ángel entre la escoria", escribe Travis en su diario. Con un ancho cinturón negro que resalta su cintura de avispa y un bolso de diseño a juego, desprende glamur, aplomo, alegría y cierto desdén por el resto de los mortales. Se nota que se gusta a sí misma. Travis se enamora de inmediato de ella y la corteja con torpeza. Betsy no sabe si es un ingenuo, un ser vulnerable necesitado de afecto o un chiflado peligroso. Cuando Travis la lleva a un cine pornográfico, se indigna y le deja plantado, pero intentará retomar la relación tras su aparición en los periódicos, que le retratan como un héroe por haber liquidado a los proxenetas que comerciaban con Iris. Su gesto revela que no es tan feliz como parece. Iris no es el recambio de Betsy. Betsy representaba la posibilidad de una vida normal, lejos de los bajos fondos de Nueva York y de las brumas que escupen las alcantarillas.
En cambio, Iris es la oportunidad de un acto purificador que redimirá y justificará su existencia miserable. Antes de la ordalía final, Travis matará a un negro que atracaba una tienda. Aunque no le dispara por el color de su piel, su racismo es incuestionable. Mira con odio a unos pandilleros negros que caminan por la calle y no oculta su desprecio por los proxenetas negros que frecuentan la cafetería Baltimore, donde se reúne con otros taxistas. Mago (Peter Boyle), con diecisiete años de experiencia al volante y un indudable carisma, mantiene una breve charla con él, animándole a sobrellevar su trabajo con filosofía, pero sus palabras no sirven de nada. Travis vive encerrado en su estrecho universo mental, que le impide comprender los sentimientos de los demás. Cuando habla con Betsy por teléfono después del incidente en el cine pornográfico, la cámara se desplaza hacia la derecha para tomar un plano de un pasillo vacío. Dejar al personaje fuera de campo es algo insólito. Scorsese utiliza este recurso para mostrar la escisión entre Travis y el mundo. Está solo, perdido, deshabitado, sin ningún lugar a donde ir. Scorsese también recurre a la cámara lenta, los cortes bruscos, los planos cenitales y los planos aberrantes. De este modo, logra conectar al espectador con las turbulencias psíquicas de Travis, sin caer en efectismos. La extraordinaria fotografía de Michael Chapman plasma una visión apocalíptica de Nueva York, saturando o diluyendo colores, demorándose en las gotas de agua sobre el parabrisas del taxi o deslizándose por su superficie amarilla. Chapman aclaró la sangre de la matanza final para rebajar el horror y evitar que la película fuera clasificada como material pornográfico.
Taxi Driver se ha interpretado como una prolongada alucinación: colores en suspensión, letreros luminosos parpadeando en la noche, calles inundadas por la bruma. Travis se queda hipnotizado, contemplando las burbujas de un Alka Seltzer. Su mente hierve como el agua de ese vaso. Betsy dice que su forma de ser le recuerda un tema de Kris Kristofferson: "Mitad camello, mitad profeta. Pura contradicción". Sin embargo, la mente de Travis no es contradictoria. En su cabeza únicamente hay impulsos primarios, esquemáticos, no muy diferentes a los de cualquier psicópata. Sólo sabe expresar sus emociones con violencia. Su Magnum 44 es su medio de comunicación. No es un cowboy solitario, sino un depredador que odia a los que aman y son correspondidos, a los que tienen poder o un lugar en el mundo. Destroza un televisor mientras una pareja de actores habla de su ficticia relación sentimental. Intenta asesinar a Palantine, candidato a la presidencia de los Estados Unidos. Mata sin piedad a "Sport" (magnífico Harvey Keitel), el chulo de Iris. Mutila al hombre que alquila habitaciones para las prostitutas y dispara cuatro tiros a la cara de un cliente. Después intenta suicidarse, pero se ha quedado sin balas. Actúa por nihilismo, no por salvar a una niña de sus proxenetas.
La bellísima banda sonora de Bernard Herrmann, con un saxofón que recrea el carácter obsesivo y el doloroso aislamiento de Travis, es el telón de fondo perfecto. Herrmann, que en su larga y fecunda trayectoria había compuesto las bandas sonoras de películas tan memorables como Ciudadano Kane, Vértigo y Jennie, carecía de experiencia en el terreno del jazz y el blues, pero con la ayuda de Christopher Palmer compuso una partitura perfecta. El baterista con betún en el pelo que interpreta en la calle piezas de Gene Krupa y Chick Webb no aporta tan sólo autenticidad y color. También parece decirnos que la historia de Travis sólo podía contarse con música de jazz. Herrmann falleció pocas horas después de finalizar la banda sonora. Scorsese honró su memoria dedicándole la película.
Taxi Driver se rodó hace más de cuarenta años, pero no ha envejecido, quizás porque la ira de Travis refleja la frustración de infinidad de individuos, aislados en pequeños apartamentos de grandes ciudades donde crece el número de habitantes al mismo ritmo que la soledad. Hombres huecos que sólo son capaces de sentir cuando hacen daño a otro. Hombres devastados por el silencio irracional del mundo.