'Fácil': anarquismo pop
¿La adaptación de Anna R. Costa del libro de Cristina Morales es una serie política? Sin duda, sí. ¿Tan 'destroyer' como la novela? Sin duda, no (ni de lejos)
Àngels, una de las cuatro mujeres con diversidad funcional (retrasadas, en su propia terminología) que comparte piso tutelado en la Barcelona “anarquista de la okupación, el moderneo subvencionado, el adanismo gentrificado o los fanzines fotocopiados”, coprotagonista de la novela Lectura fácil, escribe un libro utilizando un método que aboga por la literalidad más estricta, que abjura de la polisemia en aras de limpiar los textos de complejidad y hacerlos más entendibles para personas como ella.
En su perpetuo retorcimiento de lo normativo, de lo sistémico, de lo institucional, Cristina Morales se sirve del lenguaje mismo —su escritura “es demoledora, desbordante, rotando de la intimidad pringosa al estallido de furia, de allí a lo paródico cotidiano pasando por lo sarcástico institucional, para volver siempre a un lenguaje de nuevo cuño, intransferible e indomable”— para impugnar las convenciones y dejar al lector, sin importar su procedencia, desamparado a la intemperie de sus propias contradicciones.
Son sus formas —el monólogo interior, la elección de los puntos de vista y la singularización de cada uno de ellos, la mixtura genérica, el collage retórico— las que dinamitan el orden establecido, no solo político y social, sino también literario, porque aquí la ética de la destrucción que persigue la búsqueda de un nuevo mundo se apoya en una estética abrasiva, “que desafía el criterio del ‘gusto’ literario”. La coherencia de la novela es difícilmente objetable (y las citas son, todas ellas, de la crítica del libro que Nadal Suau publicó en esta casa).
En la versión libre que Anna R. Costa ha hecho del inadaptable —por torrencial y sincrético— libro de Morales, la guionista de Arde Madrid parece haber adoptado el punto de vista de Àngels, quedándose en una literalidad destinada a favorecer la comprensión lectora, algo que deriva en una comedia luminosa que rebaja la febrícula ideológica del original para centrarse en un discurso sobre la empatía (que aquí, al contrario que en la novela, también incluye a las instituciones, representadas por la Laia Buedo que interpreta Bruna Cusí).
Las vidas de Àngels (Coria Castillo), Patri (Anna Marcehessi), Nati (Anna Castillo) y Marga (Natalia de Molina) se ven zarandeadas a lo largo de 150 minutos por un póker de conflictos individuales necesarios para estructurar el relato y dotarlo de una linealidad mínima. Àngels y la pérdida del dinero con el que las cuatro se administran; Patri y su relación sentimental con Enric; Nati y sus intentos por integrarse mínimamente en la sociedad a través de la danza, o Marga y su operación de esterilización.
Se trata, en definitiva, de normativizar —esto es, de adaptar a la ortodoxia de los manuales de escritura teleserial— el indómito estilo de Morales, de salvar y desviar hacia los cauces de lo narrativo aquellas partes de la novela susceptibles de articularse dramáticamente, podando todo lo demás (digamos que, por ejemplo, toda la subtrama que involucra a Àngels con su tía, que intenta aprovecharse de ella, queda postiza y estereotipada).
Otro tanto sucede en el plano visual, con una puesta en escena dictada por los movimientos de los personajes, insulsamente canónica, alérgica a todo riesgo y, a veces, difícilmente descifrable, como cuando se encadenan varios saltos de eje —las cuatro chicas tomadas indistintamente de frente y de espaldas mirando al mar en los capítulos inicial y final— o con el sincopado montaje del baile final, que debería mostrar la armonía con que se mueven los cuerpos de esos ‘tullidos’, como los llama Nati, y vindicar su derecho a la sexualidad, en lugar de cortar sus evoluciones en la mesa de edición.
Digamos que, si una de las denuncias que Morales escupía en su libro no era otra que el férreo (nazi) control que las instituciones ejercen sobre aquellos que se encuentran fuera de las convenciones sociales —por ejemplo, Marga, una ‘retrasada’ que goza sin tapujos de su sexualidad—, en Fácil lo que se hace es institucionalizar ese discurso.
¿Nazificarlo? Según la terminología que propone la autora del libro, sí. Ahora bien, y aquí arranca un infinito hilo de interrogantes difícilmente resolubles, ¿es eso necesariamente negativo? No entraremos aquí en cuestiones narrativas o incluso estéticas, como suele ser habitual. Digamos que Fácil mantiene el equilibrio de sus puntos de vista (aunque Natalia de Molina y Anna Castillo devoren la pantalla), tiene un ritmo ágil y Costa demuestra tener gancho para el gag extemporáneo.
Decíamos, sin embargo, que aquí hay asuntos más importantes que dirimir, habida cuenta de la inevitable comparación entre el incendiario material de partida y su traducción serial. La primera tiene que ver con la carga ideológica de Fácil. ¿Estamos ante una serie política? Sin duda, sí. ¿Tan destroyer como la novela? Ya lo hemos dicho. Sin duda, no (ni de lejos).
Dicho esto, la carga política —contestataria— que incorporan principalmente los personajes de Marga y, sobre todo, de Nati, está alejada de la neutralidad y pone en entredicho un conjunto de mecanismos sistémicos destinados a controlar a esos elementos cuya insurgencia procede de su ADN por el simple hecho de estar al margen de lo que el resto hemos determinado en definir como normalidad.
¿Qué pasa cuando este tipo de discursos, todo lo rebajados que se quieran, se infiltran en un producto diseñado para ‘el gran público’? ¿Acaso no será más productivo, no servirá mejor a la causa, ir colocando pegatinas con el símbolo de la anarquía sobre el capó de la estética pop que acojonar a los abonados de Movistar Plus (la casa del fútbol) con una propuesta vanguardista que, en la opinión de quien esto firma, es lo que Lectura fácil pedía?
Es una lástima que Bruno Dumont no sea español, primero porque el material se adecúa a sus inquietudes, también porque, muy probablemente, hubiese trabajado con actrices con diversidad funcional, en lugar de con una mayoría de (grandes) intérpretes convencionales (pero esta es otra cuestión que no abordaremos aquí, al menos hoy. Por cierto, es bastante probable que, si viviese en Estados Unidos, Natalia de Molina cargara con más premios de los que su garaje puede albergar).
La duda, una duda que siempre surge cuando nos enfrentamos al mainstream, se acrecienta si uno compara la teleserie de Anna R. Costa —la que hay que que alabarle sus arrestos— con Argentina 1985, el largometraje de Santiago Mitre sobre el juicio contra la dictadura militar argentina, presentada, al igual que Fácil, en el marco del Festival de San Sebastián. La comparación, al menos para el tema que nos ocupa, no es baladí, porque si de algo habla el filme argentino es de cómo modificar el lenguaje para acercarse a lo popular.
En una secuencia clave para entender la propuesta planteada por Mitre y su coguionista Mariano Llinás, el fiscal Strassera (Ricardo Darín) se asoma al balcón de su departamento visiblemente enfadado tras haber visto en televisión al ministro Tróccoli, que ha defendido sin tapujos el régimen de los milicos. Desde su piso, Strassera observa cómo los vecinos del alto edificio del otro lado de la calle están frente a sus televisores y entiende que si quiere que su mensaje llegue a la población no lo queda otra que articular esos mismos mecanismos que permiten a los defensores de la dictadura continuar vendiendo esa milonga de que su golpe de estado fue un acto de justicia contra la revolución que se avecinaba. Esos cambios ‘lingüísticos’ operan a nivel superficial, dramático, —Strassera corrigiendo su famoso alegato final a instancias de su hijo para ‘facilitar la lectura’ y ganar en impacto— pero también a nivel profundo, fílmico, puesto que Mitre utiliza los recursos del drama judicial clásico (también de la screwball comedy en no pocos momentos) para ‘acercar’ a sus conciudadanos un episodio crucial de la Historia de su país: ese lenguaje perfectamente codificado, y fácilmente descifrable por los espectadores, sirve a un fin discursivo muy concreto.
Ahora bien, y para más inri, el director de Cordillera no renuncia a demostrar que es plenamente consciente de esa operación puesto que, en un filme en el que, a la manera canónica, las emociones vienen acunadas por la partitura diseñada por Pedro Osuna, decide eliminar (parcialmente) la música en las dos secuencias más potentes, la declaración de la mujer secuestrada y torturada interpretada por Laura Paredes, y el speech final de Strassera. Mitre demuestra así que ni los testimonios de la barbarie ni la verdad que destila la investigación judicial necesitan de ningún aderezo para tensar la cuerda de la emotividad. Es un gesto aparentemente sencillo, alguno dirá que incluso irrelevante, pero cuando al final del parlamento del fiscal la música se apodera de la banda de sonido, el mecanismo queda puesto en evidencia.
Digamos pues que, como Strassera, Anna R. Costa ha mirado por la ventana y ha tratado de que Lectura fácil, o su mensaje o parte de él, llegue, rebajado si quieren, incluso desprovisto de toda esta carga autoconsciente y metarreflexiva de la película fabricada por el dúo Mitre & Llinás, a las casas de esos vecinos que jamás comprarán el libro de Cristina Morales. Lo mismo tan pequeña conquista merece la pena. Piénsenlo.