–Buenas tardes, señor De Prada.
–Buenas tardes –saluda el escritor. Camisa blanca, americana marrón y las cejas levantadas de la desconfianza.
–No, por favor, usted apártese. Hemos venido a hacer justicia social. Venimos a interrogar a don Pedro de Prada.
–Sí, soy yo. Adelante, tomen asiento –saluda ahora el padre del escritor. Chaquetón de lana, camisa de rayas y una sonrisa tan benévola que acomplejaría a todos los samaritanos del Evangelio.
Los hemos sorprendido en la planta noble de la editorial Espasa. Juan Manuel de Prada acaba de publicar Mil ojos esconde la noche. Su novela número tropecientos, que tiene tropecientas páginas y una segunda parte pendiente de publicación de otras tropecientas páginas. Es la historia de los españoles en el París ocupado.
Una trabajadora de la editorial ha traicionado a Juan Manuel de Prada al poco de publicarse el libro. En una de las primeras entrevistas promocionales, se le escapó al escritor una frase aparentemente inocente: "La novela la ha transcrito entera el padre. Yo la escribí a mano".
Saltó la alarma en este grupo de comisarios de la literatura: "¿El padre?". Primero pensamos que se trataría de una manera cariñosa de llamar al editor, aunque no nos encajaba con el a veces brusco De Prada. Después pensamos que sería una metáfora de Dios propia de un escritor católico. Pero, por si acaso, preguntamos a nuestra espía:
–Oiga, ¿quién es el padre del que habla De Prada?
–Es su padre.
–¿Yahvé?
–Pedro de Prada. Abogado residente en Zamora, 77 años.
Le pedimos inmediatamente a nuestra espía que, con alguna excusa, los citara a los dos en las oficinas de Espasa. También le rogamos que estuviera presente el manuscrito de las tropecientas páginas a mano. La prueba del delito.
Los sorprendemos, efectivamente, en una sala. Con la montaña de folios en la mesa y el ordenador al lado. Es un caso clarísimo de violencia intrafamiliar. Según las fuentes consultadas por este grupo de comisarios, Pedro de Prada transcribe (prácticamente todas) las obras de su hijo Juan Manuel desde que éste tenía 24 años.
Don Pedro escribe en jornada ininterrumpida, por la mañana y por la tarde, sin distinguir los festivos. No recibe ni un solo euro por su trabajo. No se le permite la tregua siquiera en caso de enfermedad. Él mismo conduce su coche hasta Madrid (500 kilómetros ida y vuelta) para recoger los folios que le va dando su hijo. De hecho, cuando el hijo acaba a mano la novela, el padre ya la tiene casi transcrita.
–Un momento, un momento –nos corta don Pedro con un gesto de la mano–. Lo hago porque quiero.
–¿Cómo dice?
–Lo hago porque quiero, de verdad.
Después de un largo rato de comprobaciones, desechamos la idea de pasear a Juan Manuel de Prada por este barrio donde la gente no camina y solo va en coche. Era un buen lugar para pasearlo en el mismo sentido en que se paseaba a la gente en el París de su novela.
Veníamos a buscar un delito y hemos encontrado la redención, aunque este reportaje continúa siendo un ejercicio de justicia social. Pedro de Prada jamás había aparecido en un periódico revelando su método de trabajo, que es la excusa que utilizamos para colmar el deseo de Jesús Quintero: que los periódicos publicasen cartas de amor. Esta es la carta de amor de un padre a su hijo. En el nombre del padre, a un hijo, poseído de veras por el Espíritu Santo.
Se trata de ir camuflando la inabarcable incondicionalidad de un padre en el método de un copista tan abnegado como los monjes de antaño. Así que rebobinemos.
–Don Pedro, usted…
–Tengo 77 años, nací en 1946. Vivo en Zamora desde hace 56. Allí ejercí el Derecho hasta que me jubilé. Dedico mi tiempo a leer, a ver cine y a pasear muy poco. No me convence eso de morirse en busca de la buena salud. El tiempo hay que gastarlo. Gasto mi tiempo en transcribir las novelas de mi hijo. Y lo hago encantado, se me hacen cortas. Juan Manuel nació cuando yo tenía 21 años.
Pedro de Prada –pueden escucharlo en el vídeo– tiene una voz melodiosa, sacerdotal, inclusiva. Es de esos conversadores que, con sus gestos, da a entender que procura la comodidad de su interlocutor.
Buscamos algún rasgo que nos impida caer en la deificación de este padre. Y se lo decimos: los padres están moralmente obligados a leer las obras de sus hijos, pero usted ha tenido bastante suerte. Imagine la cantidad de padres que debe de haber en el mundo leyendo las malas novelas de sus hijos.
–Pero, don Pedro, una cosa es leer y otra transcribir.
–Esa obligación moral de leer las novelas de un hijo que ustedes dicen yo también creo que existe. Pero para mí, todo esto es un doble placer: leer y transcribir. El placer, en mi caso, se sobrepone a las obligaciones paternales. Este último libro me generaba una especie de mono. Estaba deseando encontrar un rato para encender el ordenador y seguir con mi trabajo. Cuando no podía hacerlo, lo echaba de menos.
Cuando uno tiene hijos, se cansa mucho. Sobre todo los primeros años. Intensos, aguerridos, de renuncias. Luminosos. Muy luminosos. Pero intensos, aguerridos, de renuncias. Le queda el consuelo de que, pasado el tiempo, el hijo volará solo, quizá sea una buena persona y se gane la vida de una manera honesta.
–Lo que uno no imagina, Juan Manuel, es que ese hijo regrese a casa con 55 años y una maleta cargada de cientos de folios pidiendo la transcripción. Una cosa es ir a por tuppers, pero esto...
–Oigan, yo tengo 54 años, no me coloquen más encima.
El manuscrito de Mil ojos esconde la noche está sobre la mesa. Se aparece lleno de dificultades. No sólo por su longitud, sino también por algún que otro tachón y el hecho de haberse escrito en folios de borrador. Por un lado, la novela. Por el otro, cartas, declaraciones de la renta, publicidad electoral o vaya usted a saber qué.
–Esto, ¿desde cuándo ocurre?
–En realidad, casi desde siempre –confiesa Juan Manuel.
–En mayor o menor medida, es cierto, desde siempre –continúa don Pedro–. No he transcrito el 100% de sus libros, pero sí un porcentaje muy elevado. Una gran parte de su obra ha pasado por mis manos después de ser creada. Estoy tan familiarizado con ella que la considero en parte mía. También colecciono sus artículos de prensa y los encuaderno. Si me privaran de todo esto, me dolería mucho. Lo disfruto, lo paso bien.
–Cuando me transcribe, me mejora –añade Juan Manuel.
–Un momento, un momento. ¿Cómo que le "mejora"?
–A veces te das cuenta de que algo no concuerda o no cuadra. Entonces, lo reseño, lo marco y luego se lo pregunto –dice don Pedro–. Si es algo demasiado obvio, lo arreglo yo mismo. También, al ser yo abogado, estudio la trascendencia jurídica de las cosas.
Se refiere don Pedro a que en la novela de su hijo aparecen personajes históricos como González-Ruano, Serrano Suñer o Picasso. Y se relatan momentos que pueden resultar crudos. Cuando el padre ve que el relato del hijo puede merecer denuncia, se estudia el texto y, si ve riesgo, lo consulta con él directamente. Aunque casi siempre la respuesta es la misma: "Está documentado, padre".
Pedro de Prada, descubrimos a mitad de entrevista, no es un mero apuntador. Es una especie de editor al estilo Kurt Wolff, Maxwell Perkins o incluso José Vergés, que se decía le escribía algunas cosas a Pla. "No, no, hasta ahí no llego", apostilla precavido.
El comienzo
Están padre e hijo mano a mano, sentados en dos sillas que hemos improvisado como plató en un despacho de la editorial con la complicidad de Laura Fernández, de Espasa.
–Don Pedro, lo normal entre los padres de su generación es que no apoyaran a sus hijos si querían ser escritores. Un porvenir incierto, no demasiado halagüeño económicamente; un mundo lleno de bohemios y de competidores despiadados…
–Debo reconocer que, al principio, le sugería que se formara en otra cosa como complemento; que buscara una forma de vida alternativa por si las cosas no le iban bien. No sé, algo más remunerativo. Pero pronto me di cuenta de que Juan Manuel había nacido para escribir.
El hijo se lo puso fácil porque, ya desde ese principio, comenzó a ganar algo de dinero. Juan Manuel de Prada ganó concursos literarios de relatos en el Bachillerato. También durante la carrera. Publicó su primer libro, Coños, con 24 años. Y con 25, dio a luz a Las máscaras del héroe, en palabras de Pérez-Reverte una de las mejores novelas de las últimas décadas. A don Pedro se le hizo imposible disuadir a su hijo de la pulsión de escribir.
En esta historia, lo raro no es que un padre sienta un amor incondicional por su hijo. De esos hay muchos. Lo raro es que sea el padre, de 77 años, el que solvente los problemas tecnológicos del hijo. El padre de 77 pasando a ordenador lo que escribe a mano el hijo de (casi) 55.
–Eso es lo que no entendemos.
–Yo empecé a escribir a mano, tendría 16 años –cuenta Juan Manuel–. No había ordenadores, quiero decir: su uso no estaba muy extendido. Escribía a mano y luego tecleaba a máquina. Después, con 20 o así, me compraron mi primer ordenador. Era a finales de los ochenta. Escribía a mano y luego me transcribía a mí mismo, pero ya con Las máscaras del héroe intervino mi padre y la cosa se fue decantando.
–Pero, don Pedro, eso es una locura porque usted entonces trabajaba como abogado.
–Hay tiempo para todo, pero el tiempo requiere de la dosificación.
Alejandro Sawa, uno de los bohemios del Madrid del hambre valleinclanesco, paseaba con su bebé muerto por los bares en busca de una limosna. El remedo contemporáneo de eso es pasear las manos encallecidas de tanto escribir a mano… en 2024.
Valle, por cierto, escribía a mano. Y es uno de los preferidos de De Prada. Azorín, que le gusta menos pero que es el preferido de otros tantos, escribía a máquina. Juan Manuel y Pedro de Prada tienen una letra muy parecida. Nos explican –porque nosotros no tenemos ni puñetera idea– que se trata de una caligrafía inglesa, que tiene como seña distintiva una ligera inclinación hacia la derecha. Lo único que Juan Manuel no escribe a mano son los artículos para el periódico… por fortuna para su padre.
La metodología
Don Pedro, como él mismo nos ha dicho, vive en Zamora. Y su hijo vive en Madrid. ¿Cómo es posible que la novela esté transcrita casi al mismo tiempo que el escritor le coloca el punto final?
–Eso, don Pedro, ¿cómo es posible?
–He viajado mucho a Madrid por razones médicas. Cuando venía, de camino al hospital, pasaba por casa de Juan Manuel y me llevaba los folios. Hombre, ha habido veces que he venido expresamente a recoger los folios.
–¡Joder! ¡Encima venía él a por los folios! Joder, Juan Manuel, joder.
–Oiga, sólo son 500 kilómetros –vuelve a intervenir don Pedro–.
–Miren, durante el confinamiento –dice Juan Manuel– andaba yo escribiendo un libro todavía más extenso que este: la biografía de Ana Martínez Sagi. Mi padre tenía que venir a Madrid por razones médicas, pero no se podía acercar a casa porque lo prohibía la ley. Entonces yo le llevaba los folios al hospital.
–Es decir: la entrega de los papeles siempre es en mano.
–Sí. Con un 90% de los intercambios producidos en Madrid y un 10% en Zamora. Hemos perfeccionado la técnica: cada veinte días, le paso lo que llevo escrito. Antes, cuando era más inseguro, tenía que tener el manuscrito entero conmigo para consultar tal o cual escena. Ahora, si me entra una duda, le llamo y le pregunto a él.
–¿Saben? Juan Manuel no ha perdido una costumbre que suele perderse con la edad: la de llamar a casa todos los días.
–¡Nos ha jodido! ¡Porque le van las novelas en ello!
–No, no, oigan, que también llamo cuando no hay una novela en marcha.
–Llama siempre –concede el padre–. Es una costumbre que los padres agradecemos mucho. Entonces aprovechamos para comentar el transcurso de la novela. Le digo las cosas que me gustan, las que no me gustan, discutimos… Es muy entretenido.
–Qué barbaridad todo, qué maravilla.
–Mi padre estuvo en la UCI el año pasado –nos dice Juan Manuel–. Fueron momentos muy difíciles. Me impresionó mucho que, estando allí, me dijera: "Estoy deseando salir para ponerme a transcribir". Fue cuando me di cuenta de que saldría adelante.
–Eso no es todo… –dice don Pedro ahora con algo más de timidez–. Estando hospitalizado, le hice una declaración fiscal. Sí, sí, desde la habitación. Se la presenté por internet.
–¡Joder, Juan Manuel! ¡Joder!
–Es cierto –se parte de risa.
Le preguntamos a don Pedro si tiene miedo. Miedo, por ejemplo, a que una taza de café se derrame por los folios de su hijo. Miedo a que parte del manuscrito vuele por la ventanilla del coche. Miedo a que cualquier cosa mutile esa obra en marcha que recorre la España vacía en manos de este padre de casi ochenta años.
Don Pedro es un hombre organizado, metódico, nunca le ha ocurrido nada parecido. Pero en alguna ocasión apretar dos teclas en el orden equivocado ha hecho desaparecer de su pantalla el trabajo de toda una mañana. A su hijo Juan Manuel, en el pasado más remoto, le desapareció su primera novela. Le robaron el ordenador… y había tirado el manuscrito. Don Pedro sortea esos obstáculos de la tecnología a lomos de un portátil de hace “veinte o veinticinco años”.
–Juan Manuel, sería un detalle que le comprara usted un ordenador a su padre.
–¡Pero es que yo no quiero otro! –es el único momento en que don Pedro alza un poco la voz–. ¿Para qué voy a cambiar si con este me va bien? Los percances han sido culpa de mis dedos, no del ordenador.
–Pero, hombre, don Pedro, un portátil de hace veinte años…
–Que no quiero otro. Hago copias en un pendrive, guardo los archivos por partida doble…
–¿Y la madre de Juan Manuel? ¿Su esposa, don Pedro? ¿Qué dice María del Tránsito? Porque está usted todo el día copiando.
–El tiempo, muchacho, el tiempo… El arte de dosificar. Mi mujer está encantada, estamos muy unidos, caminamos en la misma dirección. Me pongo por la mañana, de once a dos y media o tres. Después por la tarde, de cinco y media hasta las ocho. Pero nunca he dejado de dormir la siesta.
–El niño le ha dedicado este último libro a la madre. Tiene huevos la cosa.
–¡Pero el anterior se lo dediqué a él y era mucho más largo! –tercia Juan Manuel.
–Sí, es cierto, además el anterior eran más páginas y con dos mil referencias. Ese me lo dedicó a mí –apunta don Pedro.
–Don Pedro, haga como si su hijo no estuviera delante. Cuando Juan Manuel ganó el Planeta, ¿cuánto dinero le dio a usted?
–¿A mí? Nada.
–¡Joder, Juan Manuel! ¡Joder!
–No tiene por qué. Jamás le he pasado una minuta ni se la pasaré.
–No recuerdo, padre, si transcribiste La tempestad –el libro que ganó el Planeta–.
–Sí, hombre, sí. Transcribí una gran parte.
–¿Y la hermana? Su otra hija, don Pedro. Imagino que todo esto se lo descuenta a Juan Manuel de la herencia.
–Ella lo lleva bastante bien porque trabaja en un banco y sabe lo que es la verdadera explotación. Lo mío le parece una explotación relativa –bromea don Pedro.
–Ya sabemos que usted tiene fe en Dios, Juan Manuel, pero ahí arriba no va a encontrar padre mejor. Desengáñese con la resurrección.
–¡Espero que sigamos juntos allí arriba! Aunque tengo que hacer méritos para que me dejen entrar; él ya ha hecho más que suficientes.
–Don Pedro, gracias por su tiempo. Le deseamos que un día, al fin, su hijo se dedique a los haikus.
–Me parece que eso no va con su carácter.
Hemos escrito mucho, como poseídos por esta historia de unión padre e hijo que uno sueña para la gente que quiere bien. En realidad, no habría que haber escrito tanto. Quizá ni siquiera tendríamos que haber escrito. Hubiera bastado con la foto que encabeza el texto. El hijo de 54 años todavía siente el privilegio de descansar en los hombros del padre. Porque desde allí, a caballito, a caballito, puede otearse el mundo entero.