Camino por las húmedas avenidas de esta Barcelona dividida por el nacionalismo con un ejemplar de Las reinas del mar bajo el brazo. Busco a su autor, Mauricio Wiesenthal. De él dicen que es un viajero infatigable, un maestro de la sensualidad, un burgués 'desclasado' que odia que le llamen erudito, un experto catador de vinos y de amores cuya destreza a la hora de apuntar y disparar las palabras adecuadas en el momento preciso lo convierten en una peligrosa ametralladora de conciencias. Dragó decía de él que era la última gran pluma que quedaba con vida en España, y si Zweig resucitara seguro vería en él el vivo reflejo de Sebastian Castellio. El estilo de Wiesenthal, desnudo y apasionado, navega por lo que él denomina 'los azores de su nostalgia', como un transatlántico que hiende la mar hacia el horizonte de la memoria sin importar el destino, pues su meta es el camino y nada más importa porque el futuro es sólo una idea.
Sus libros recogen un tornasol de saberes y experiencias que únicamente un caballero de mundo, hijo de un alemán inmigrante y de una madre española, sería capaz de recopilar con su elegancia y sabiduría. Ahí quedan para el legado del conocimiento humano El esnobismo de las golondrinas, colección de periplos que, a modo de teselas perdidas en el frenesí del tiempo, construyen un compendio de viajes salpicado de saberes y de anécdotas; o La Hispanibundia, homenaje a la 'vehementia cordis', el ímpetu del corazón que bombea la sangre del español allá donde se encuentre aunque reniegue de su patria; o Las reinas del mar, su último trabajo, carta de amor al Lusitania, al Queen Mary, al Titanic y a otros tantos barcos en los que ha recorrido todos los océanos del mundo, muchas veces acompañado de su mujer, incansable compañera de viajes, recién fallecida hace seis meses, tormenta que aún le azota.
Los temblorosos claveles rojos que aportan la única nota de color a un edificio color crema que hace esquina me dan la pista. Una gota de agua cae sobre mi libro. De una panadería aledaña aflora un dulce olor a proustianas magdalenas recién horneadas. Este debe ser el lugar. Me dijeron que la calle donde vivía llevaba un apellido tan judío como el que recorre el árbol genealógico de su familia. Wiesenthal. Se paladea el alemán en cada sílaba; el mío, pienso ahora, es polaco, y ambos somos hijos de una nación, España, que no concuerda con sus nombres. Miro hacia el primer piso. Se mueve una cortina. Quizás sea él. La resurrección de Tolstói, de Balzac, de Thomas Mann. Aunque a ellos ya no les queda vida para empuñar la pluma como una lanza, él está en plena forma a pesar de sus 80 años. En cada puerta se abre nuestro destino, así que compruebo que las anotaciones que llevo en mi viejo cartapacio son correctas y llamo al timbre. "¡Empuja con fuerza!", profiere una voz enérgica al otro lado del portero eléctrico. Me estaba esperando.
Subo unas viejas escaleras. La puerta del primer piso está abierta. Ahí reposa el escritor, apoyado contra el marco, con la presencia imponente y extemporánea de un dandi, sonriente, cálido y humano, emperifollado en un traje gris, corbata granate y blanca, zapatos de cuero marrón claro con broches dorados, calcetines color crema, esconde sus germánicos ojos azules tras unas gafas de pasta negras. Ni siquiera espera a que acabemos de estrecharnos la mano cuando ya me ha cogido del brazo y, en un despliegue de cortesía, me ha dicho que su casa es la mía. Comienza a enseñarme con emoción sus estanterías, atestadas de obras maestras de la literatura; a la izquierda un busto negro de César abrigado con una estola de piel; de frente unos marcos negros en los que reposan, como sudarios de culto, unos autógrafos de Lord Byron, de Blasco Ibáñez, de André Gide, de Alphonse de Lamartine. "Son muy valiosos cuando esconden confesiones", sonríe.
Las paredes de su salón están repletas de ojos al óleo enmarcados en dorado; hay varias estatuas de bronce firmadas por Barbedienne, el fundidor de Auguste Rodin; ahí una fotografía con su amigo Camilo José Cela, allá otra con Felipe VI cuando le otorgó la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes; señala otro autógrafo, este firmado por la amante de Víctor Hugo; en una vitrina reposa su Copa de Oro de los Enólogos de Cataluña, distinción al buen hacer de su nariz; por todos lados hay imágenes que evocan a su esposa, homenaje sincero y sentido a la pérdida del ser amado; destaca en en el corazón de la sala, al lado de un perseverante reloj de cuco, una escultura de Miguel de Cervantes con un ejemplar de El Quijote. "Mi abuelo, que era litógrafo, cuando fue al Metropolitan de Estados Unidos vendió un Goya que tenía en su colección de pintura. Con el dinero compró este Cervantes hecho a mano en París. ¡Qué buena inversión para la familia!", ríe el escritor.
Wiesenthal se recosta sobre una butaca con su barroco escenario de libros y sueños de fondo, iluminado por una tenue luz cálida. "Tengo mucho de actor. Soy un montador de escenarios. Y este –señala con los brazos abiertos, expresivo, en todas direcciones– lo he montado con mi mujer". El literato, que publicó su primer texto a los 21 años y lleva desde entonces escribiendo libros, ensayos, biografías –su gran obra maestra en este género es Rainer Maria Rilke: El vidente y lo oculto, un monográfico sobre el poeta– riega el fondo de una pequeña copa de vino con un oporto y radiografía su bouquet con un exquisito olfato. Recuerda a uno de esos personajes nobles, ilustrados, enamorados de la vida, sencillamente complejos, de La comedia humana.
"Soy un defensor de la sensualidad, en ella está el arte", arranca mientras le da un sorbo a su encarnado, pero sólo uno, porque el alcohol le perturba la tensión. "Yo no he aprendido mucho en los libros, sino en la vida. Los libros me han dado ganas de vivir, porque son incitadores, descubridores de preguntas y lugares que quieres conocer, pero nunca aportan soluciones. Esas las tienes que buscar tú. Por eso estoy contra la autoayuda. Me hartan los profetas. Creo mucho en los maestros y poco en los profesores que ofrecen métodos y vías fáciles que sólo acaban en dogmas e iniciaciones a sectas o en formas de pensamiento unificado. El libro, por el contrario, es un banquete; no hay nada que despierte más ganas de seguir bebiendo que un buen vino. Es aquello que estimula el apetito, la sensualidad".
PREGUNTA.– En Las reinas del mar (Ed. Acantilado) se pregunta si su vocación de escritor no había sido más que una confusión en uno de sus sueños de marino. ¿Le ha dado el exorcismo de la literatura una respuesta?
RESPUESTA.– Seguramente no, porque vivo y siento lo que escribo. Uno de los grandes paraísos del escritor es poder abandonarse dentro del escenario elegido. Todo lo que escribo lo he vivido, pero no como lo cuento ni dónde lo cuento. Yo no soy un cronista. Mi querida editora –mi mejor consejera– insistió en poner en Las reinas del mar que eran unas Memorias de una vida de aventura, pero son memorias noveladas. Si alguien quiere colocarme en cada situación, en cada nombre, está navegando en falso, pobrecito, porque no es allí donde quiero llevarlo. Soy un escritor, no un memorialista.
P.– Pasa su realidad por el tamiz de la imaginación. ¿Qué papel juega el tiempo en la creación del escritor?
R.– Lo que menos entiendo en la vida, y fíjate que hay maestros míos que han hecho cosas en ese género, es el diario. Un día no me parece la medida acertada para el relato de una vida. Verse sujeto a tener que escribir día a día... resulta interesante si eres Lope de Vega, pero creo que es un mal camino para empezar a ver la vida. Es mejor la novela porque fluye, es un río, no tiene tiempo; lo funde. Cito mucho a un dramaturgo olvidado, John Boynton Priestley, en cuyas obras de teatro jugaba maravillosamente confundiendo los límites del tiempo. Ahora estamos hablando en este escenario, pero nos fugamos a otros mundos constantemente. La novela moderna está olvidando la posibilidad de saltar de un tiempo a otro, de estar presente aquí y de repente hablar de algo que ocurrió en otra hora. Ese es un poder divino, como don de ubicuidad y omnipresencia; el placer de disponer del tiempo a tu antojo.
P.– Los viajes son el leit motiv de su obra. ¿Qué le inspira para crear?
R.– En mi constitución humana o animal siempre ha estado la necesidad de encontrarle a cada momento de mi vida un paisaje, ir buscando escenarios diferentes. Eso forma parte de la libertad. Aunque mi mayor impulso para crear ha sido la conciencia de mi propia ignorancia. Soy ignorante en la medida en que me comería el mundo entero para aprender. El banquete, la aventura, la sensualidad, los paisajes, los colores, los amores, las películas distraídas, divertidas, románticas: todo eso es lo que me ha alimentado para crear. Querer aprender, saber, conocer, vivir. Y ello, fundamentalmente, amando, es decir, disfrutando. He sido una persona que se ha entregado con facilidad al amor sabiendo los riesgos que conlleva, siempre con cautela, aunque nadie está libre de haberse confundido, de cometer errores que, desgraciadamente, y de esto sí que me arrepiento, pueden haber creado algún sufrimiento en otro ser humano. Nuestro aprendizaje del amor a veces crea dolor en los demás.
P.– ¿Qué definición le da al amor?
R.– San Pablo, personaje nietzscheano por contradictorio, era un fariseo educado en la escuela de Gamaliel que se atrevió a discutir incluso con San Pedro sobre su maestro, a pesar de que él no lo había tratado y había llegado el último a la comunidad de los apóstoles. Pero San Pablo, en su ímpetu de amor, está seguro de lo que siente y 'ha visto'. Es un atrevimiento audaz y hermoso, parecido a lo que hacemos los escritores cuando discutimos con Kant, Voltaire, Zweig o Sócrates. Una de sus frases más hermosas dice: 'Es más bello dar que recibir, más bello amar que ser amado'. Para mí eso es la vida. El amor, en efecto, es dar más que recibir.
P.– Pero hay muchas almas errantes y solitarias.
R.– Es cierto. Hoy hay gente que padece una tremenda soledad. Entonces pienso: ¿sonríe usted a alguien? ¿Ama usted? ¿Se le despierta por dentro el deseo de ayudar cuando ve a una persona necesitada en la calle? Si usted ama, ¿cómo es que se siente solo? ¿Dónde vive, si no entrega? ¿Es que usted no siente el deseo –llámalo como quieras, solidario, erótico, caritativo, romántico, ingenuo, incluso suicida– de darse a los demás? ¿O acaso es que sólo le interesa cazar y poseer? Me gustaría que la gente lo medite. Hoy no paramos de justificarnos cuando caemos en tentaciones, pero en el fondo somos nosotros mismos quienes nos estamos tentando.
P.– ¿Por qué le molesta que le llamen erudito?
R.– Me pone como una bomba, porque esa palabra la hemos pervertido. Los eruditos son aquellos que te explican esta o aquella obra de arte, que se ponen delante de La Gioconda y dicen que fue pintada en tal año o en tal mes. ¿Pero a mí qué me importa el año en que pintaron La Gioconda si yo lo que estoy es enamorado de esa ventana donde veo asomada a una mujer sobre el fundido de un maravilloso paisaje?
P.– ¿Cuántas veces se ha enamorado?
R.– De verdad, sólo una. De mi mujer, con la que he vivido hasta hace poco. Se me ha ido [hace un parón, melancólico, dolido por la ausencia]. Sin embargo, con ella he vivido mil amores. Todos los que he experimentado desde que era muchacho no fueron otra cosa que sombras y soñares del amor que viví con ella.
P.– Usted ha sido catador de vinos profesional, además de escritor y viajero infatigable. ¿Qué ha aprendido de los sentidos? ¿Qué nos muestra cada uno de ellos sobre la vida?
R.– Una de las cosas con las que estoy en desacuerdo con Kant, siendo sin duda un maestro ilustrado, es que dice que la nariz es el órgano más innoble. Pero es un sentido que nos lleva a la comunicación y al acercamiento y es importantísimo para el amor. Sin nariz no tendríamos ni siquiera el placer de beber y de comer porque el órgano del olfato va unido al gusto. Los animales se huelen y se muerden. Después vienen todos los otros sentidos, todos ellos nobilísimos, como el oído, el tacto o la vista. Esta última es el Renacimiento, el telescopio, el deseo de ver, de indagar, de explorar. Todos los sentidos se concatenan, y por eso me considero heredero de Condillac y de los autores de la Ilustración, pero no precisamente de los que buscaban la razón pura. Me escandalizan los puritanos y los castradores de la sensualidad, porque todo el humanismo es triunfo civilizado, estético y ético de los sentidos. A mí el término 'razón pura' ya me espanta, porque todo está vivificado por los sentidos y por la vida.
P.– Su visión apasionada parece contradecir el racionalismo contemporáneo. ¿Es enemigo de los dogmas?
R.– Heisenberg tiene algo fascinante, el fundamento de la ciencia, y es la idea de decir que los instrumentos de medida están sometidos siempre a una constante de incertidumbre. La respuesta depende la velocidad a la que nos movemos, en qué lugar del Universo estamos situados. Hoy vivimos en una época que atiende más al racionalismo porque desconfiamos del corazón, pero Rilke decía que hay que pensar con él. Es verdad que se piensa con el cerebro, no voy a discutirlo, pero el corazón es una máquina de sabiduría. Por eso los sabios no sólo hablaban de la razón: a Pascal o a Leonardo los vemos actuando desde el sentimiento, desde el gusto, desde la sensualidad. Lamentablemente, los puritanos nos llevan a verlo todo a través de lo racional, que es lo más reseco y lo más mojama. Estoy contra ellos porque quieren convertirnos en entelequias. Yo defiendo nuestra parte animal.
P.– ¿Cómo cree que se ve a sí mismo el ser humano en 2024?
R.– Yo me siento colonizado de una manera brutal y violenta. Soy hijo de la Vieja Europa y desciendo de familiares que han vivido en diferentes países europeos. He nacido en 1943, cuando nos debatíamos en uno de nuestros finales más terroríficos, el de la Segunda Guerra Mundial, tras la cual Europa quedó destrozada. Todo lo que digo vale para España, porque también tuvo su guerra civil. El caso es que tras la guerra, mediante unos medios fabulosos, fuimos colonizados por un pensamiento dogmático y materialista que nos seducía, nos conquistaba, que nos hacía olvidarnos de nuestros ideales de espíritu y de nuestros valores. ¿Cuál fue el cebo que nos dieron? Lo he meditado mucho, y creo que esa colonización viene desde Estados Unidos. Se llama comodidad.
P.– La comodidad como fuente de todos los males del presente. ¿Cómo escapar de ella?
R.– Aprendiendo que se trata de una palabra terrible. Siempre he elegido la vía más elegante a costa de que fuese la más difícil, porque es la más noble. Soy montañero, así que cuando estoy en la naturaleza, el camino de las vacas o el funicular parecen prácticos, pero con ellos se rompe la aventura. Cuando un grupo de amigos estamos frente a una montaña, alguien dice: 'Mira esa vía'. '¡Pero si es abrupta y difícil, estrecha y puro hielo!'. '¡Pero es bonita, porque está expuesta al norte, tengamos cuidado con los aludes y vayamos por ahí!'. Yo la vida la veo así. Hoy, si hay que ponerse una camisa, siempre se escoge la más ancha; unos zapatos, los más grandotes; un aparato, el que más utilidades tiene, aunque no las vayas a utilizar nunca. La vida se vuelve fácil, barata, sencilla, pero menos interesante porque le quitan su encanto. Yo soy mayor, y aunque tengo mis debilidades y me siento tentado de llevar un bastón o unos zapatos cómodos, me pongo unos bien ceñidos a mi talla; y el cuello de la camisa ajustado por igual. Me gusta hacerlo así desde que me levanto, porque lo mismo que llevo al exterior es lo que llevo al interior. La sencillez no es ser descuidado, sino andar atento e ir bien apretado, en disciplina y alerta.
P.– Usted escribía en El esnobismo de las golondrinas que lo difícil no es entrar por la puerta grande en el teatro de la vida, sino salir a tiempo, y para hacerlo dignamente uno debe aprender viajando. ¿Qué cree que aprende uno cuando se marcha?
R.– Baudelaire decía que hay dos cosas que se olvidaron en los derechos del hombre: el derecho a disentir y el derecho a marcharse. Hay que saber marcharse cuando uno necesita poder huir. De lo contrario, siempre seremos esclavos. La gente, con razón, se queja de abusos muy grandes, pero me pregunto: ¿no encuentran una puerta para huir? ¿Es que están tan sometidos que no salen corriendo? Hombres y mujeres: todos tenemos el derecho a correr, a escapar e incluso a morir dignamente como un animal en la huida. Debemos escapar de todo lo que ejerce posesión o dominio sobre nuestra condición y nuestra dignidad de seres libres y nos impide el libre juicio y la posibilidad de escapar. Debemos luchar contra las modas, los juicios anónimos y colectivos, especialmente la terrible marea de la propaganda.
P.– ¿Quiénes son los puritanos de nuestro tiempo?
R.– Pienso en Husserl y Heidegger, que hicieron el tormento de mi vida, en contraste con matemáticos o físicos modernos como Einstein, que se le ve en la sonrisa que sabe disfrutar, pues tiene ese espíritu bon vivant conquistable con un buen vino. El mundo intelectual, no obstante, está desgraciadamente lleno de puritanos, incluso más que el religioso. El puritano es un inquisidor, un sectario, un dogmático, un militante de manadas o grupos colectivos donde no hay libertad para escapar. Predicadores de verdades absolutas que hoy se disfrazan de científicos cuando no lo son. Creo que uno intenta acercarse a una verdad, pero jamás está en la verdad absoluta. Eso sería realmente el horror. Y hay políticos que dan terror porque los miras y piensas: 'Aquí va otro Lenin'. Y a Lenin no hay más que verlo: su mirada fría, que te analiza como si fueses una mariposa a la que clavar en un tablero que es su sistema. ¿Acaso puede haber algo más brutal que encasillar a los seres humanos en clases, si no existen?
P.– ¡Qué me dice! ¿Acaso no existen las clases?
R.– ¡No! Los tiranos han intentado siempre que haya clases, géneros, razas, religiones, pero los seres humanos tenemos la hermosa tarea de desclasarnos desde el primer momento en que llegamos a la vida. Yo nací en la burguesía, pero no considero nada más aburrido que ser burgués. No veo por qué la condición social tiene que marcar una forma de pensar, cuando todos tenemos que luchar por una sociedad donde se eliminen las 'marcas' de nacimiento. Hoy tenemos en Europa a seres humanos que llegan en pateras arriesgando su vida porque no soportan vivir en países donde sus hijas no pueden estudiar, ni casarse con quien desean. El problema es esta vieja e hipócrita Europa, plagada de señores pacifistas en organismos políticos que hacen de buenos y dicen: 'Estoy muy triste porque debe haber en este momento un niño que llora en Uganda'. Pero a lo mejor hay niños que están llorando aquí, al lado, e incluso alguno es hijo suyo.
P.– ¿Dónde está la respuesta?
R.– Primero, en que seamos conscientes de que existen países donde se vive la brutalidad, donde la gente es víctima de mafias. Nadie se enfrenta a los países sometidos a crueles tiranías y, sin embargo, critican nuestras democracias europeas donde tenemos prensa y libertad de dar nuestra opinión. Aún quedan imperios enormes en el mundo, y ya no somos los europeos los 'culpables' de todo lo que pasa en el planeta. Pero nadie juzga a esos imperios. Estos grandes países no cumplen ninguna de las normas a las que luego nos someten o a las que nosotros mismos nos sometemos. Tenemos conciencia de los peligros del cambio climático y nos exigimos ser responsables, pero esos enormes imperios no cumplen ninguna de esas reglas que nos limitan. Siguen echando carbón por las narices. ¿Y luego debemos controlar el que echamos nosotros? Es un juego en falso. ¿Qué camino nos espera? El de arruinarnos y fracasar. Hoy veo que nadie se enfrenta a esas grandes teocracias y esos imperios armados hasta los dientes y, a la vez, hay una nostalgia de esos personajes, los caciques, que han gobernado siempre el mundo. Lamentablemente, siguen apareciendo por todos lados, a la izquierda y a la derecha.
P.– Usted ha sido muy crítico con la ONU, un organismo que, supuestamente, se encarga de velar por los derechos humanos.
R.– La ONU ha sido el gran fracaso de la humanidad. Se ha llenado de países que no cumplen los derechos humanos. ¿Cómo podemos sentir respeto hacia un organismo donde puede hablar un cacique, un señor que determina lo que la humanidad debe creer en cuanto a valores y en cuyo propio país no se respeta lo más básico? Hace falta una revolución. Una generación que se ponga en pie empuñando unos valores nuevos, no los de un sistema que nos ha sido dado. En mi primer libro, Desde la historia, cometí un error terrible del que me avergüenzo. Dije que iríamos hacia el ecumenismo filosófico, que limaríamos nuestras diferencias y nos adentraríamos en una especie de bienestar mundial. No hay tontería más grande que esa que escribí, fruto de mi idealismo.
P.– ¿No cree que debamos ser algo idealistas y reclamar la paz?
R.– Seguimos diciendo que hay que buscar la paz en los sitios donde hay guerra. Y aún así hay gente que se dice: '¿Cómo es posible que en el siglo XXI haya guerras?'. ¿Pero cómo no va a haberlas? El ser humano es la piedra con la que tropezamos una y otra vez. En un mundo donde hay leopardos, hienas y gacelas, ¿cómo quieren que establezcamos la paz? ¿A base de que se rindan las gacelas? ¿Qué quieren decir cuando nos proponen acabar una guerra a base de pactar con un imperio que quiere la batalla y está armado hasta los dientes? ¿Quieren decir que nos rindamos? O sea, que debemos rendirnos ante quienes nos están violando y amenazando. A la injusticia, a la violencia y a la ignominia no se les puede responder con un discurso de buenas palabras. Hoy Hitler estaría tranquilo mientras los organismos buenistas le ruegan acordar la paz.
P.– ¿Qué respuesta debe dar entonces el humanismo?
R.– Es evidente que donde hay víctimas y verdugos, debemos asistir a las víctimas luchando contra sus verdugos. Sin embargo, estamos rodeados de hipócritas: personas y poderes que se hacen los débiles cuando no lo son, y esos son los que más miedo me dan.
P.– ¿Acaso cree que hemos olvidado el horror de mediados de siglo?
R.– Sin duda. Tenemos una tendencia a indultar el terror. Obviamos los crímenes de la URSS, los crímenes del nazismo y del fascismo, y continuamente parece que estamos condenados a repetirlos. El olvido es horrible, la cancelación peor. Porque el olvido deja al menos mala conciencia y la cancelación no deja ni huellas. En Alemania, cuando acabó la guerra, se condonaron muchos de los crímenes nazis, sin juzgarlos, algunos de forma simbólica, porque había que seguir viviendo, lo comprendo, pero hoy vuelven a repetirse escenarios de crímenes horribles, de violaciones, y nadie dice nada. Vuelvo a utilizar la palabra 'comodidad'. Uno tiene la idea de que todas las autoridades mundiales dicen: 'A er si acabamos ya con estas guerras que nos fastidian la siesta tranquila en la ONU o en la Comunidad Europea. ¡Con lo bien que se duerme bien pagado y bien aforado!'.
P.– Usted bien sabe que sufrimos el auge de los populismos. Quien mejor lo radiografió fue Zweig en Castellio contra Calvino. Es imposible leerlo y no ver a Putin, a Le Pen, a Trump.
R.– Populismo es una palabra que hay que poner en coordenadas. El pueblo no puede ser impune, porque todo lo que no está sometido a ley y juicio acaba cometiendo un crimen. El poder arbitrario del pueblo debe de ser supeditado, a mi juicio, al poder de la sociedad, para la que necesita pactar. La democracia se basa en un pacto social. Los populistas soslayan la sociedad. Sus líderes apelan al pueblo, que es una entelequia, una abstracción, una mentira. En nombre del pueblo se han cometido los mayores crímenes de la historia. Todos los que se quieren mantener en el poder reivindican que tienen a su favor al pueblo, y en su nombre se saltan las constituciones. El populismo es el 'engaño' de unos caciques que se han montado una farsa para representar la comedia del pueblo.
P.– Usted siempre ha dicho que reniega de los nacionalismos pero adora la patria. ¿Tiene sentido el independentismo en su Cataluña querida?
R.– Yo, lo que más detesto en la vida, es la tribu, la manada, el corral y el nacionalismo militante y fanático. Dicho con todo el respeto. Me pone nervioso que un ser humano considere que sólo en su tierra hay buen pan o que para ponerse un sombrero hay que ir a la tienda de enfrente. Odio esa idea localista del 'qué buenos somos'. Es lógico que uno se sienta solidario y unido y cercano a las lenguas del lugar donde ha nacido, a sus personas y costumbres, pero no veo por qué eso tiene que convertirse forzosamente en un Estado. En Cataluña no nos faltaron músicos, maestros, médicos, poetas, ingenieros, arquitectos y gente muy pacífica que se esmeró por hacer de esta sencilla tierra un lugar del mundo que se distinguía por su afán civilizado de justicia, de higiene, de belleza y de libertad. Incluso en su forma de hablar y escribir me parecían más creativos e interesantes que algunos de sus pretendidos sucesores. Pero sospecho que para algunos nacionalistas de ahora la patria no existe si no tiene fronteras, si no la administra y tiene la 'propiedad' él mismo y si no cobra impuestos… ¿No confundirán la patria con un negocio?
P.– ¿Es diferente un 'español' de un 'catalán'? Entiéndase la pregunta...
R.– ¡No! ¡No sé diferenciarlos! Y no siento en qué me diferencio. No siento el malestar de lo español en Cataluña, ni veo esa identidad diferente que lleva a los nacionalistas a reclamar un estado independiente. No diría que un matrimonio no existe si no está bendecido por la Iglesia. Me parecería una aberración bellaca, cruel y villana negarle el amor a dos seres humanos y decir que mi sistema es el único para llegar a ello. Eso es lo que el nacionalismo me dice a mí: que para amar mi tierra, a mi gente, para ser solidario con ellos como lo he sido toda la vida, debo tener un presidente, un Estado, una institución, una república, unas normas. Si viviésemos rodeados de un mundo brutal claro que tendría sentido independizarse, pero vivimos en unas instituciones cercanas, en España, en Europa, en Occidente.
P.– Hablando de patrias y de viajes, ¿no es el turismo moderno uno de los grandes problemas de nuestro tiempo?
R.– Los viajeros antiguos emprendían el camino porque debían trazar un mapa, buscar las fuentes de un río, abrir rutas de comercio, defenderse de unas hordas enemigas. Hoy el turista se ha convertido en una especie invasora. Es algo horripilante. Por eso la gente se vuelve contra él. Entra en las ciudades, en los puertos, sin que uno sepa muy bien qué va a hacer allí, quizás bailar, comprar recuerdos baratos, beber demasiado o ligar. No tengo nada contra el placer, pero cuando millones de personas quieren ir de fiesta a un sitio, las familias que allí viven y que están trabajando se sienten invadidos y con razón. 'Aquí viene a ligar media humanidad, son como los hunos', deben estar pensando.
P.– ¿Qué mensaje le lanzaría a las nuevas generaciones?
R.– En mi juventud tuve una ventaja: no había tantas puertas como las que hay ahora. Hoy los jóvenes pasan frente a un sinfín de ellas y, como si fuese un juego cruel, no se atreven a entrar por ninguna. Yo les diría con toda mi buena fe que se metan en la primera que encuentren, porque la vida comienza allí. Es el inicio de la aventura. Quien sea buen jugador, que entre, porque ella conduce al abismo, y el abismo es como una catapulta, un salto, de ahí al infierno, luego al cielo. Esa es la aventura de la vida. Un juego.
P.– Usted es discípulo intelectual de Zweig. Sin embargo, él se suicidó. ¿No empaña eso el legado de su sabiduría?
R.– Nunca hablaría sin amor de un maestro al que tengo tanto cariño, porque el amor es más objetivo que la razón. Ahora, sin embargo, voy a hacer una crítica, pero sin empañar el afecto que tengo a Zweig. Él fue un privilegiado que se había dejado llevar por el vals del imperio Austrohúngaro, que vivía ese momento de oro que muchas veces se da en el último aliento de una cultura. Con el estallido de la guerra, llega la realidad y la injusticia. Sabedor de su propia condición humana como judío, se encuentra con ese mundo injusto. Él escapa, se aleja de todo, se separa de su primera mujer. Desea amar, dar todo eso que para él es un infinito. Sufre un cambio de escenario. Conoce en Londres a una secretaria judía que es como su hermana, porque tiene su misma condición. Cuando se va con ella comienza a girar el mundo en otra dimensión. Ya es incapaz de defenderse de esa realidad que le supera. Ve la injusticia de los seres que viven la tragedia, que no tienen una nación; se encuentra con padres, hermanos, madres que no tienen alambradas que les defiendan. Él se siente libre, pero superado.
P.– ¿Se suicida por amor?
R.– Él se abandona a la marea del pesimismo, de la confusión. Tanto, que elige símbolos de amor para abandonar el mundo. Se suicida con veronal, el veneno de Romeo y Julieta. Los amores, en fin, no se distinguen por lo que duran, sino por lo que son, así que no me parece que su amor fuese secundario respecto al que sintió por su primera esposa, como se suele decir. Él se va del mundo haciendo un acto shakesperiano con aquella muchacha judía, asmática, enferma, sin fuerzas y depresiva. Una vez más, se entrega a ella en esa aventura que para él ya no tiene final. Esto, claro, es conflictivo, complicado, porque pesa sobre toda su obra, sobre todo lo que hubiese sido, sobre todos los egoísmos que lo han movido en la vida, como el hecho de ser un autor famoso, un hombre de razón y de criterio sensato. Él acaba cayendo, como el más pequeño de los hijos, en la incomprensión, en la confusión, en la ignorancia y en la entrega de uno mismo.
P.– ¿A qué Dios le reza usted, don Mauricio?
R.– Yo soy católico, pero también soy una persona creyente a su manera, no ortodoxo con respecto a las fórmulas, aunque creo en el poder de los ritos. La cultura de hoy ha perdido todo el sistema iniciático que tenían las religiones. Soy heterodoxo, pero lo que no me parece arbitrario son los mandamientos de mi maestro y las palabras del Evangelio, en las que creo y que considero activas en mí. Yo me casé con mi mujer sin saber exactamente lo que podía significar en mi vida el casarme por la Iglesia, y lo hice en buena parte por amor a su ilusión y respeto a su fe. Ya no la tengo a mi lado, y hace dos días he tenido que presentar, por cuestiones burocráticas, el Libro de Familia, formado por el sacerdote que nos casó... [Hace un parón, se le humedecen los ojos].
P.– ¿En qué está pensando?
R.– Recuerdo al sacerdote que nos dio la bendición cuando nos casamos. Fue en una capilla de montañeros. Tengo su imagen grabada. Era un abuelo pequeño, afectuoso y típico cura rural. Hace años que ya no está con nosotros. Ahora me gustaría abrazarlo, porque de alguna forma su bendición funcionó sobre la promesa de nosotros, que éramos los contrayentes. Pasados más de 56 años siento ahora que a mi mujer y a mí nos dio la vida, la luz, la felicidad. No tuvimos hijos, pero tuvimos aquella bendición. No puedo perder esa fe sobre hechos concretos de mi vida. Yo pude haber sido judío, porque en la familia de mi padre había muchos; o protestante, o luterano, o calvinista. Pero mi madre me llevó al bautismo. Y hoy, al final de mi vida, siento esa fe que es la de mi madre. Por eso espero que Dios me dé fuerzas para morir en la lengua de mi madre, con todo lo que tiene para un cristiano el significado de la madre, de la mujer, en ese último momento, que es tan bello. Sí, mi madre. ¡Madre mía!
Wiesenthal, emocionado, se levanta. Debemos acabar la conversación porque él tiene que visitar a un viejo amigo y yo tomar un tren. Han pasado tres horas. El tiempo corre, el tictac del reloj de cuco se siente como un hechizo hipnótico y ya apenas queda oporto en la botella para humedecer y estimular las gargantas. La anaranjada y tenue luz del atardecer acaricia las cortinas y nuestros rostros. Se excusa para ir a coger un libro a su habitación. Vuelve con un poemario de tapa morada. Lo ha escrito él, pero es una pieza inédita. Se sienta de nuevo en su butaca y lo abre por la mitad. "Quiero leerte esto. Es un poema que escribí". Se llama El milagro de Magdalena, y se lo dedica a una de sus lectoras más fieles, Magdalena, madre, en este caso, de quien escribe estas palabras. El contenido queda en la imaginación del lector.
Antes de partir, Wiesenthal hace una última reflexión. "Cada vez hay más gente que prescinde de los elementos humanos que forman parte de la sabiduría del corazón". Lo susurra, casi en un tono confesional. "La sabiduría del corazón es que cuando cada uno dice 'Dios mío' o 'Madre mía', uno está diciendo algo definitivo. ¿Será ignorancia? Puede. Pero qué ignorancia tan querida, porque la ignorancia es la base del saber, sobre todo si uno la convierte en amor. Si cada vez que uno dice 'Dios mío' siente que exclama 'qué poco sé, qué poco soy, a qué poco llego, qué poco alcanzo', uno está haciendo volar a su alma. Por eso sigo creyendo que es tan importante decir, de vez en cuando, 'Madre mía'".