Estoy en Kiev. La resistencia de una ciudad que hace esfuerzos sobrehumanos para que la vida continúe. El estreno ucraniano de Slava Ukraini se organiza en secreto en el cine más bello del barrio de Podil. Y desde Tiflis, al otro lado del mar Negro, a más de 1500 kilómetros de aquí, recibo una carta manuscrita, con letra temblorosa, de Mijaíl Saakashvili.
Saakashvili... Como un fantasma que se levanta de un pasado cercano (¡2008!), pero que de repente parece regresar desde una época tan lejana... Llegaba la primavera. Un viento de libertad y rosas soplaba en Georgia, país del que era presidente. Yo estoy allí. Veo de nuevo, desafiando a los tanques rusos que han llegado a las puertas de la capital, a ese gigantón que, como el héroe de Roald Dahl, tiene a su princesa a la que quiere salvar, se llama Georgia o Europa, según se mire. Ofrece resistencia. Hace un llamamiento de ayuda. Por un momento, parece que gana. Pero pierde las elecciones. Se tiene que exiliar a Ucrania, donde se convierte en gobernador de Odessa. Años después, regresa a su país. Y es encarcelado por un poder que ha recibido órdenes de Putin, quien, no contento con encarcelarlo, parece haberlo envenenado.
“Querido Bernard”, me ha escrito en una hoja de papel maltrecho que he colgado inmediatamente en mis redes sociales y que tengo ya arrugada a fuerza de releerla... Me “han envenenado en mi celda”... Un “equipo de médicos extranjeros” ha encontrado “restos de metales pesados” bajo mis uñas, en mi sangre... Me voy “apagando día tras día”... He perdido “cincuenta kilos en menos de un año”... Te escribo para “pedirte tu apoyo” y para pedirte que “hables de mi tortura, de mi envenenamiento, del interés directo que tiene el Kremlin en matarme”... Te escribo porque en 2008, en el momento en el que Putin estuvo ensayando en Georgia el nuevo telón de acero que hoy le gustaría bajar sobre Ucrania, tú viniste a mi país. Y te escribo para que le cuentes a todo el mundo que “mi muerte en prisión” significará que mi país “acabe en manos de Rusia” y que, más allá de lo que me suceda a mí, según el propio portavoz del ministro Lavrov, que se sepa que el destino que me aguarda “también le espera a Zelenski”...
Trato de imaginarme a este personaje exultante, magnífico, desmesurado en todo, y no sólo en el plano físico. Trato de recordar su energía, su alegría, su fe en la transición democrática y en el mañana que canta a la libertad. Trato de imaginármelo convertido en un hombre enjuto, huesudo, sin fuerzas, tal vez moribundo.
¿Habrá perdido su exuberancia rabelaisiana? ¿Su entusiasmo jovial de mosquetero a lo Porthos? ¿Qué queda de aquella inteligencia heroica, de su arrojo, de su confianza en el genio sobrehumano de los hombres que consideró sus maestros, las grandes mentes del humanismo francés, cuya lengua habla impecablemente?
Trato de imaginar cómo escribió realmente estas palabras que tengo ante mí, y por qué tortuosos caminos habrá podido transmitírmelas. Imagino una sala de visitas en el umbral de la muerte. O, como en Los tres mosqueteros, o en la época de los disidentes de la era soviética, un sobre que consigue pasar en secreto; un carcelero comprensivo o complaciente, una botella lanzada al mar, un samizdat.
¿Escribió estas líneas en una mesa, con letra de niño, torpes y perfectas, la expresión misma de su sufrimiento? ¿Lo hizo desde un jergón de paja del que, con lo débil que está, ya no puede levantarse? ¿En el suelo, como Solzhenitsyn en el gulag? Este hombre fue un grande de Europa y, aún abatido, sigue siéndolo. Este capitán Fracasse, al que los hombrecillos grises de Putin odian con toda su alma, no ha perdido nada de su donaire.
Trato de imaginar, y también de comprender, cómo pudo decidir, hace ahora diecisiete meses, regresar y meterse en la boca del lobo; lanzar este desafío a lo inevitable. Como Navalni, en resumidas cuentas. Como tantos otros héroes de la nueva disidencia. Como Jodorkovski, el oligarca encarcelado en su día por Putin y hoy convertido en uno de los emblemas de la Rusia libre: él también, al parecer, conocía el destino que le aguardaba y decidió hacerle frente.
¿Están estos hombres indefensos ante la inflexible voluntad criminal del terrorista del Kremlin? ¿Estaba desesperado, Micha, por la veleidad de su propia nación, que lo adoraba antes de echarlo? ¿Hay algún momento en que a uno se le ocurra la idea —¡incluso a las almas de acero!— de que ha llegado el momento de unirse al pueblo inmortal de la buena voluntad que no ha escatimado esfuerzos para ganar una causa justa y casi perdida contra las hienas?
Micha, no sé si desde tu cárcel leerás estas palabras que escribo en respuesta a las tuyas, pensando en ti y en el peligro que intuyo que estará sufriendo tu cuerpo torturado. Pero sé que Europa, tu patria, hace oídos sordos a tus advertencias. Sé que Occidente, de quien fuiste paladín, solo se hace eco de ellas con un silencio glacial.
¿Cómo no avergonzarse de ello, cuando se habla el lenguaje de Molière y de Chateaubriand? ¿De Jean Cassou y de Louis Aragon? ¿Cómo, cuando se recuerda a Sartre y a Camus, a los que antaño reivindicabas por igual, no horrorizarse ante esta desengañada negligencia de las Opiniones?
Esta situación de un hombre que se está muriendo y que pide ayuda, a la gente (suponiendo que la expresión todavía quiera decir algo más que una multitud controlada por los algoritmos de la nada) le da igual. Nosotros “pasamos del colega”, así es como las expresiones del presente describen el servilismo frente al mal. Y resulta insoportable.