Cuando el 'Mio Cid' salvó a 15.000 soldados españoles atrapados por Napoleón en Dinamarca
En 1808 la Guerra de la Independencia sorprendió a la División del Norte fuera de casa. Reino Unido les rescató en una ambiciosa operación.
3 julio, 2024 08:38Desde las costas del Báltico y el mar del Norte 15.000 soldados españoles de la División del Norte se preguntaban angustiados qué hacían en Dinamarca. Dispersos en pequeños destacamentos por todo el país siempre tenían cerca una unidad francesa o danesa que requisaba su correo. Ocurría algo muy raro con sus aliados, pero no sabían el qué: sus periódicos estaban censurados. En junio de 1808, Pedro Caro Sureda, marqués de La Romana y comandante en jefe del ejército expedicionario hispano, recibió una carta.
El mariscal galo Jean-Baptiste Bernadotte, responsable del ejército imperial en Dinamarca, le informaba de forma escueta que ahora su rey era José I Bonaparte según las abdicaciones de Bayona. Los rumores de la tropa hablaban de una masacre en Madrid, donde no respondían a sus despachos, y de guerra generalizada en España. La Romana, desesperado, no encontraba la forma de escapar de las garras de Napoleón... hasta que llegó a su oficina un espía escocés enviado por Londres con la misión de organizar su evacuación.
Para identificarse, aquel hombre disfrazado de comerciante alemán de tabaco y chocolate recitó unos pocos versos del Mio Cid. El marqués se sobresaltó. Hacía unos años había discutido por ese pasaje concreto con su amigo John Hookham Frere, embajador británico en España. El escocés le puso al día de la guerra en España y le informó de los planes de la Royal Navy para acudir en su ayuda. Pero el tiempo se acababa, seguían cercados y no todos lo conseguirían.
La gran evasión
Cada vez había más tensión entre las tropas españolas y sus 'aliados'. Estaban al borde del motín mientras su comandante organizaba en secreto la evacuación. El espía había regresado a Londres y no se supo más de él. Cada vez más presionado por Bernadotte, La Romana estaba en una encrucijada. Le exigían jurar lealtad a José I, lo que haría estallar un motín o una rebelión suicida que acabaría en una matanza. Pero en el momento más desesperado entró en contacto con los ingleses. Debía conquistar la ciudad y el puerto de Nyborg y de ahí partir a la isla de Langueland, donde le esperaría los buques británicos.
En la isla de Fiona y toda la península de Jutlandia, los destacamentos españoles pidieron buques a los daneses. La excusa era obligar a las unidades de Nyborg y de Langueland a jurar por la fuerza. La mentira coló. Poco después, el afrancesado general español Juan Kindelán avisó a los galos del plan de fuga, pero ya era tarde. En agosto, 9.000 hombres habían escapado del cerco franco-danés con la excepción de la caballería, que había dudado demasiado antes de unirse a la huida.
Perseguidos por varias brigadas, los escuadrones amotinados quedaron encerrados en la playa de Fredericia, frente a la isla de Fiona. El capitán Antonio Costa intentó negociar con los franceses que querían fusilar a todos los oficiales y diezmar a sus soldados. Desesperado, sacó su pistola y se dirigió a su tropa: "Os he engañado y debo morir. Recuerdos a España de Antonio Costa". Se voló la cabeza ahí mismo. Atrás también quedaron los 4.000 hombres acantonados en la isla de Selandia, desarmados y presos tras negarse a jurar lealtad al nuevo rey de España.
La lealtad de un rey
La División del Norte había llego en verano de 1807 como parte del tratado de San Ildefonso firmado entre España y Francia en 1796. Su misión: hacer cumplir el bloqueo continental a Gran Bretaña decretado por Napoleón. Con la evasión aún en fase de planificación, en julio de 1808 llegó una orden de José I. Debían jurarle fidelidad a él y a su Constitución, el Estatuto de Bayona, por las buenas o por las malas.
Algunas unidades, como las dirigidas por el afrancesado general Kindelán, lo hicieron sin problemas. En otros lugares guardaron un silencio sepulcral. En la isla de Fiona no dieron los vivas reglamentarios y en la de Selandia insultaron a Napoleón y mataron a un oficial francés antes de ser apresados.
Al final La Romana consiguió hacer jurar a su ejército por José I y sus leyes, "en la suposición de que la Nación española (...) haya prestado por medio de sus representantes legítimos, y con plena libertad, el juramento que se nos exige". En resumen, realmente no juró nada y enfureció a Bernadotte, quien exigió cumplir la orden. Con los nervios a flor de piel lograron comunicarse con la flota británica y organizar la evasión.
El regreso a España
Conquistaron Nyborg y Langueland sin un tiro, sorprendiendo y abrumando a los daneses, y el 13 de agosto se agruparon todos en Langueland. Allí, cerca de 9.000 soldados y 200 mujeres y niños, familia de los oficiales, esperaron varios días a los ingleses, con el alma en vilo mirando a una costa gris. En cualquier momento llegaría Bernadotte y sería el fin.
"Los franceses consiguieron introducir en Langueland proclamas editadas en francés y español, dirigidas a los soldados expedicionarios, en las que acusaban al marqués de La Romana de haberlos vendido a los ingleses, que los llevarían a servir a la India o a Canadá, de donde no volverían jamás", explica Margarita Cifuentes Cuencas, doctora en Historia por la Universidad Rey Juan Carlos, en su artículo La Royal Navy y el rescate de las tropas españolas en Dinamarca, publicado por la Revista de Historia Naval.
Sir James Saumarez, almirante de la Royal Navy en el Báltico, explicó a La Romana que no podía hacer mucho. Su evasión era algo secundario y su misión principal consistía en asegurar el Báltico, pero el marqués le habló de su situación desesperada y apeló a su honor como marinos y militares. Había arriesgado a su ejército, apenas tenían suministros y con sus buques de pesca requisados jamás llegarían a España. Su discurso los conmovió y el 21 de agosto comenzó la evacuación de la tropa.
Ironías del destino, esta vez el HMS Victory, el mismo en el que había muerto el almirante Horatio Nelson luchando en Trafalgar, lideraba la fuga mientras llegaban los transportes que debían enviarlos a España. En las playas quedaron abandonados carruajes, cañones, caballos, municiones y un soldado que lloraba de rabia y pedía a gritos ser fusilado. Era un criminal sentenciado a pena de muerte al que en el último momento se le conmutó por la del destierro.
Atrás quedaron 5.724 españoles, según el parte del brigadier Salcedo, conde de San Román, que serían capturados por los franceses y enviados como prisioneros a Francia, donde permanecerían hasta el final de la guerra.