En mayo de 1528, en las aguas turquesas de las islas Molucas, actual Indonesia, una pesada galera de combate portuguesa recién construida se perfiló amenazante acompañada de catorce paraos erizados de guerreros nativos de la isla de Ternate. El español Alonso de los Ríos reunió a sus hombres, que llevaban más de un año luchando en la jungla contra los lusos para dominar el comercio de especias. Eran pocos pero debían atacar: los nativos de Tidore, sus aliados, podían considerarlo cobardía y sin ellos estaban vendidos.
Los vecinos peninsulares que se encontraron en los confines del mundo conocido se despedazaron, una vez más, como perros de presa en una brutal escaramuza sin nombre en la que la fortuna se decantó por los hombres de Carlos V. Tras la batalla, los hispanos encontraron las órdenes enviadas al capitán portugués, muerto en combate: "No dejéis ninguno de ellos vivo, porque vienen a tomar y levantar las tierras del rey nuestro señor de Portugal y envolvedlos en una vela de la galera y echadlos en medio del canal al mar, porque no quede ninguno de ellos vivo ni haya quien vaya a decir a Castilla lo que pasa en esta tierra".
"Para los lusos, los barcos de Castilla que alcanzaron Indonesia eran una amenaza de primer orden que ponía en riesgo todo el esfuerzo y el gasto invertidos en asentar su imperio comercial en Asia; por ello, consideraban prioritario evitar que los españoles consiguieran establecer puestos fijos en aquellas islas y querían evitar que pudieran enviar informes a la Corte de Castilla", explica en La conquista del océano (Edaf) David Ramírez Muriana, diplomado en estudios avanzados por el Departamento de Historia Moderna de la UCM.
En su trabajo, resultado de más de una década de trabajo e investigación en archivos portugueses y españoles, Ramírez Muriana narra de manera minuciosa y accesible el pulso que mantuvieron las coronas ibéricas por descubrir, conquistar y dominar las rutas comerciales que conducían hacia las casi legendarias islas de las especias, capaces de enriquecer hasta el delirio al monarca que se hiciese con ellas.
En los estertores finales de la llamada Reconquista, Portugal miró al Atlántico costeando la ignota África para llegar a la India y Aragón se volcó hacia el Mediterráneo para desesperación de genoveses y venecianos. Con el matrimonio de los Reyes Católicos y su apuesta por la ruta de Cristóbal Colón, la carrera hacia las islas del clavo, la pimienta, la canela y la nuez moscada se volvió frenética.
Los olvidados de Magallanes
Los mapas, rutas e informes de Asia y el Nuevo Mundo se escondían con celo. Manuel I de Portugal dictaminó que cualquiera que compartiese información sobre ellos debía ser ejecutado. La amenaza no surtió efecto y el famoso mapa Cantino (que incluía algunas rutas españolas) fue vendido en 1502 y acabó en la península Itálica. Por otro lado, el mapamundi de Juan de la Cosa también incluía algunas rutas portuguesas hacía Brasil. El espionaje era la norma: "Pilotos había muchos y con diferente sentido de la honestidad", explica Ramírez Muriana.
El 6 de septiembre de 1522 la nao Victoria llegó a Sanlúcar de Barrameda después de dar la vuelta al mundo. En su interior, además de dieciocho fantasmas al mando de Elcano, había toneladas de clavo de las Molucas, supuestamente bajo control luso.
La Trinidad, última superviviente de la expedición de Magallanes, intentó regresar por América con un cargamento similar, pero nunca encontró la salida del Pacífico y fue capturada por los portugueses. De 21 supervivientes solo 4 lograron volver a España tras un duro cautiverio. "El comer que no tenemos es mayor pena que la prisión, porque somos peor tratados que si estuviésemos en la Berbería", escribió desde su cautiverio Gonzalo Gómez de Espinosa, persona al mando de los supervivientes.
Guerra sin cuartel
La gesta de Elcano espoleó la ambición de Carlos V, que armó una expedición de 7 naves y 450 hombres al mando de García Jofre de Loaísa con órdenes de adelantarse a los portugueses. Tras quince meses de infierno náutico, seis naves se perdieron en el camino y solo llegaron 105 supervivientes. Mientras políticos y diplomáticos ibéricos debatían a quién pertenecían aquellas islas, en aquel infierno verde se sucedieron decenas de emboscadas, golpes de mano, deserciones, traiciones, alianzas, abordajes y treguas.
En un giro irónico del destino, las dos potencias católicas dependían de su alianza con reyezuelos islámicos en los confines del mundo. Los españoles, aliados de los nativos de Tidore y de Gilolo, resistieron durante seis años enriscados aquellas islas en las que morían a cuenta gotas. Los lusos, apoyados en los nativos de Ternate, recibían refuerzos de Malaca y la India.
"Portugal tenía una clarísima ventaja por su posesiones en Asia, mientras que España carecía de capacidad para abastecer las tropas allí destacadas por la dificultad del trayecto de ida y, sobre todo, por la inexistencia de un camino de vuelta", explica el historiador. Al final, la realidad se impuso. Carlos V necesitaba dinero y necesitaba a Portugal de su lado.
Sus guerras en Europa eran demasiado caras y no había apenas noticias sobre las naves que se habían enviado al Pacífico. Mientras sus hombres se degollaban al otro lado del mundo, el monarca español, para limar asperezas, se casó en 1526 con Isabel de Portugal, hermana de Juan III.
[El marino leonés que quiso conquistar Australia y tuvo un romance con la hermana de Cervantes]
El asunto se zanjó en el Tratado de Zaragoza de 1529. A cambio de 350.000 ducados de oro, Carlos V renunció a sus supuestos derechos sobre la Especiería, pero no sobre las Filipinas. En 1533 la noticia ya había llegado a aquellas latitudes si bien aún quedaban diecisiete españoles vestidos con harapos y armados con armas melladas al mando de Hernardo de la Torre. Entre ellos se encontraba un aún desconocido Andrés de Urdaneta.
En una situación de calma tensa, el capitán mayor de las Molucas, el luso Tristán de Ataide, relata que ofreció a los hispanos pasaje hacia Lisboa y que estos, jugando a un doble juego, azuzaron a los guerreros de Gilolo contra ellos mientras afirmaban que estos no les dejaban abandonar su reino. Al final, al mando de 150 portugueses, asaltó la fortaleza española, masacró a los guerreros nativos y capturó a los rebeldes.
Las fuentes españolas mencionan que estaban atrapados entre dos fuegos. Su amistad con los indígenas pendía de un hilo y que estos, por miedo a las represalias lusas, no les dejaron marchar. Cuando los 150 soldados de Tristán de Ataide se lanzaron al combate les dieron el alto disparando un arcabuz al aire como señal de que no querían combatir. Los guerreros, viendo que los castellanos se entregaban, huyeron a la selva.
"Al final, bien por la fuerza o bien voluntariamente, los hombres de Hernardo de la Torre, apenas diecisiete, se entregaron, poniendo fin al intento español de colonizar las Molucas, uno de los pocos escenarios en los que el pujante y expansivo Imperio español fue expulsado por otra potencia durante el siglo XVI", concluye Ramírez Muriana.