En julio de 1865 la actividad en los cuarteles españoles en la joven y efímera provincia de Santo Domingo fue febril. La orden de abandonar y evacuar La Española había llegado desde Madrid, donde la decisión de las Cortes y la reina Isabel II había sido unánime. Aquella guerra no veía un final claro ni tenía sentido. Entre los días 11 y 13, la guarnición de la plaza inutilizó las piezas de artillería que no pudo llevarse e hizo las maletas a toda prisa. Pocos días después, en un proceso similar, 43 quintales de pólvora hicieron desaparecer los fuertes de Montecristi.
Desde sus barcos, los últimos soldados españoles pudieron ver a las avanzadillas dominicanas saquear sus cuarteles y ocupar los edificios administrativos. El canje de los últimos prisioneros terminó a finales del mes. La aventura de la Corona en su antigua colonia había costado 35 millones de pesos. De los 25.000 soldados enviados a la efímera provincia de Santo Domingo volvieron menos de la mitad. El resto se perdió en delirantes combates y escaramuzas olvidadas en los manglares o deshechos por la malaria y las enfermedades tropicales.
Cuatro años antes, los mismos barcos que en 1865 abandonaron a toda prisa las costas del país caribeño fueron aclamados por el intrigante general Pedro Santana, presidente dominicano que consiguió embelesar a Isabel II y al gobierno de Leopoldo O'Donnell. "El pueblo dominicano, señora, dando suelta a los sentimientos de amor y lealtad tanto tiempo comprimidos, os ha proclamado unánime y espontáneamente por su reina y soberana, y el que hoy tiene la insigne e inmerecida honra de ser el órgano de tan sinceros sentimientos pone a vuestros pies las llaves de esta preciosa Antilla", escribió el caudillo americano a la reina.
Los engaños de un caudillo
Santana pensaba que la única solución para su país era convertirse en un protectorado de alguna gran potencia. Desde su independencia de España en 1821 había intentado formar parte de la Gran Colombia que esbozó Simón Bolívar hasta que, apenas dos meses después, fue invadida por la vecina Haití, nacida años antes tras una rebelión de esclavos.
Expulsados los haitianos en 1844, la amenaza siguió latente y se buscó, sin éxito, un protector en EEUU, Francia, Reino Unido e incluso en el lejano reino de Cerdeña. En abril de 1861 Francisco Serrano, capitán general de Cuba, enviaba por su cuenta los primeros soldados al país antillano mientras Madrid meditaba seriamente la proposición de anexionarse su antigua colonia.
En la metrópoli no quisieron echarse atrás. En verdad, no cabían de gozo. El gobierno unionista de Leopoldo O'Donnell seguía saboreando las mieles de su intervención militar en Marruecos y dio luz verde al despliegue en una República Dominica que ansiaba volver al seno de España según Santana. Serrano y O'Donell, guiados por el espíritu romántico e ilusionados con recuperar el esplendor imperial, le creyeron sin dudar pensando que la operación sería rápida y fácil.
"Y a este mensaje equivocado y engañoso sobre la futura actitud de los dominicanos colaboraría muy activamente el propio general Santana, quien manipularía y falsificaría sin ningún tipo de recato las actas de adhesión y las supuestas consultas realizadas", explica el investigador Manuel Rolandi Sánchez-Solís en su artículo La intervención española en Santo Domingo de 1861-1865, publicado en la Revista de Historia Militar.
El fin del sueño
Venezuela y Perú mostraron indignación y rechazo, temerosos de la expansión hispana. Reino Unido y Francia miraron con recelo a su entusiasmado vecino europeo mientras EEUU, ocupado en una violenta guerra civil, solo pudo protestar de manera formal. La luna de miel a orillas del Caribe fue breve. Todo eran gastos. El sueldo de la camarilla de Santana, convertido en gobernador de la nueva provincia de Santo Domingo, acaparaba gran parte del presupuesto.
Apenas llegaba dinero para levantar una vía de ferrocarril entre Santo Domingo y Samaná, reorganizar la administración, el ejército e impulsar el cultivo de tabaco y algodón con vistas a su exportación. En un país en el que tres cuartas partes de su población de 250.000 habitantes eran negros o mulatos circuló el rumor de que las nuevas autoridades planeaban deportarlos hacia Cuba y Puerto Rico, donde aún no se había abolido la esclavitud.
Impuesta la censura en la prensa, el inflexible arzobispo Bienvenido Monzón echó más leña al fuego. Enviado desde Toledo, al poco de llegar cargó contra la masonería, el matrimonio civil y las parejas de hecho. Cada vez más dominicanos se echaron al monte hasta que en 1863 estalló una rebelión generalizada.
En un agotador juego del gato y el ratón, los rebeldes disparaban desde la maleza a las patrullas y columnas españolas antes de desvanecerse en la espesura como fantasmas. Entre la lluvia y las persecuciones, apenas hubo cargas de caballería y batallas dignas de mención en una guerra colonial repleta de emboscadas y feroces golpes de mano.
Combates olvidados
El 7 de noviembre de 1864, a orillas del río Haina, una descarga sacudió la columna del entonces comandante Valeriano Weyler dejando algunos muertos y heridos. Después de varios días de tiroteos, logró evacuar a sus hombres. Una bala le agujereó el sombrero. "Ventajas de ser pequeño", bromearía más tarde el comandante.
"Hubo episodios verdaderamente legendarios y típicamente decimonónicos, con retos y duelos personales y acciones caballerescas y humanitarias, que se entremezclaron con otros de gran crueldad y violencia, con deleznables actos de represalia, fusilamientos, asesinatos de heridos y prisioneros indefensos y venganzas contra familiares y propiedades", explica el investigador.
A principios de 1864, antes de la escaramuza del río Haina, el general dominicano Antonio Abad Alfau, al servicio de España, acabó en un duelo con el líder independentista Florencio Hernández en la batalla de la Sabana de San Pedro. En el mismo combate destacó el valor del general dominicano realista Juan Suero, conocido como "el Cid Negro", que lideró una carga a la bayoneta en la que sus hombres acabaron con 40 rebeldes.
Pese a las aparentes victorias militares, la rebelión no parecía tener fin y la provincia se estaba convirtiendo en un agujero negro de recursos y vidas. En 1865 se decidió abandonar la efímera provincia y pactar con los líderes independentistas dominicanos mientras Washington -que veía cerca el fin de su guerra civil- miraba de reojo al Caribe.
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Cientos de dominicanos partidarios de la anexión española se exiliaron a Cuba y Puerto Rico. Cuando la llama independentista prendió en la Perla de las Antillas, muchos veteranos aplicaron sus tácticas contra la guerrilla y se enrolaron como guías bajo bandera española, otros, sin recibir pensiones, sintiéndose agraviados y abandonados por la corona, se unieron a la insurrección.
"La intervención española en Santo Domingo de los años 1861-1865 puede considerarse como uno de los errores más claros y evidentes de la política intervencionista española desarrollada por los gobierno de la Unión Liberal de la década de los sesenta del siglo XIX", concluye Rolandi Sánchez-Solís.