El 6 de septiembre de 1522 arribó la nao Victoria a Sanlúcar de Barrameda. De su interior brotaron dieciocho escuálidos fantasmas que habían sufrido lo indecible en su epopeya. Habían dado la vuelta al mundo regresando con un considerable cargamento de especias, casi más preciadas que el oro, de las Molucas, en el océano Pacífico.
El emperador Carlos V se frotó las manos. Espoleado por la gesta de sus marinos negoció durante meses con la corona portuguesa los derechos sobre las islas orientales. Al fin y al cabo, el océano era inmenso y tampoco hacía falta llegar a las armas.
Tras meses de negociaciones no se alcanzó ningún acuerdo y Carlos V decidió armar una nueva expedición mucho más ambiciosa que la primera con el objetivo de asentarse en las Molucas, expulsar a los portugueses y enviar especias a la Península Ibérica. Con siete naves y cerca de 450 hombres, la expedición zarpó a mediados de julio de 1525. Once años después solo regresó un maltrecho puñado de supervivientes. Habían vuelto a dar la vuelta al mundo. También habían combatido contra portugueses y fieros nativos, tormentas y tempestades y padecido mil sufrimientos y enfermedades. Después de su odisea, descubrieron que el emperador había vendido las islas a Portugal por 350.000 ducados de oro.
La expedición la comandaba García Jofre de Loaísa, caballero de la Orden de San Juan y hermano del confesor de Carlos V. Junto a él, Juan Sebastián Elcano, superviviente de la primera vuelta al mundo comandaba una de las naos en la que un joven Andrés de Urdaneta servía como grumete.
Siguiendo la ruta de Magallanes, pusieron proa al estrecho que lleva su nombre, donde empezaron los problemas. La nao de Elcano, la Sancti Spiritus, encalló y se fue a pique. Otras dos naves, desalentadas por las dificultades del viaje, desertaron. Una de ellas, la Anunciada, intentó llegar al Pacífico por el cabo de Buena Esperanza. Las aguas la engulleron y no se supo más de ella. La San Gabriel logró regresar a España después de numerosos tormentos.
Con solo cuatro naves muy maltratadas, la expedición logró atravesar el estrecho y llegar al Pacífico el 26 de mayo de 1526 después de 48 días de infierno. Allí, sin dar tregua a la marinería, una violenta tempestad separó a la castigada flota que nunca más volvió a reencontrarse.
Llegada al Pacífico
En la nave capitana, la nao Santa María de la Victoria dirigida por Loaísa, se apiñaron los supervivientes de la Sancti Spiritus con Elcano a la cabeza. El escorbuto no tardó en aparecer. Urdaneta recordó con horror: "Toda esta gente que falleció, murió de crecerse las encías en tanta cantidad que no podían comer ninguna cosa (...) vi sacar a un hombre tanto grosor de carne de las encías como un dedo, y al otro tenerlas crecidas como si no le hubieran hecho nada".
No menos de cuarenta hombres fallecieron en medio del océano, incluidos el capitán general Loaísa, que fue sucedido por Elcano. El de Getaria, el primer hombre en dar la vuelta al mundo, murió una semana después de tomar el relevo y, al igual que el resto de fallecidos, fue arrojado al mar sin grandes ceremonias. Desde entonces el mando pasó por numerosas manos.
En la Santa María cundió el desánimo hasta que el 5 de septiembre tocaron tierra en las actuales islas Marianas. Ahí, entre los nativos, una voz les habló en castellano. Se trataba de Gonzalo de Vigo, un desertor del viaje de Magallanes que convivió entre los indígenas. Tras asegurarse el Seguro Real, es decir, el indulto, sirvió como intérprete, consiguiendo suministros para la enferma y hambrienta expedición.
Tras nuevas escalas en Mindanao y Cebú, exploraron las islas Célebes hasta llegar a las Molucas el 29 de octubre. Quince meses después de partir, solo una de las siete naves y apenas 105 hombres de los 450, llegaron a su destino.
Guerra a muerte
En Tidore, los españoles obedecieron las ordenes del emperador y, ayudados por los nativos, construyeron tres baluartes de piedra, tierra y madera. Los lusos enviaron numerosos requerimientos buscando que los españoles se acercasen a su fortaleza de Ternate a negociar, lo que a todas luces era una trampa.
La paciencia portuguesa alcanzó su límite y, en la noche del 17 de enero de 1527, una flotilla lusa intentó tomar, de forma sigilosa, el control de la Santa Maria. Un disparo rasgó la noche, habían sido descubiertos. Se produjo entonces un feroz e intermitente cañoneo que duró tres días. La guerra había llegado a las antípodas.
Esperando a las otras seis naves que les acompañaron, los supervivientes de la expedición resistieron en sus posiciones durante tres años. Entre las junglas y manglares de las Molucas, se sucedieron los abordajes, emboscadas y cruentas escaramuzas entre peninsulares apoyados por sus respectivos aliados indígenas. Los españoles apretaron los dientes, esperando la llegada de unos compañeros que nunca aparecieron, mientras que los portugueses recibieron más refuerzos. Los combates fueron cruentísimos y con diverso resultado. Los lusos lo intentaron todo: comprar a los nativos, envenenar pozos de agua e invitar a los españoles a la deserción.
Dos pequeñas naves con escasos recursos llegaron desde México en marzo de 1528: Álvaro de Saavedra a las órdenes de Hernán Cortés, intentó auxiliar a los supervivientes en Tidore. Su maltrecho estado tampoco fue de mucha ayuda ya que requirió algo de pólvora. Enviado de vuelta a Nueva España en busca de más refuerzos, no logró encontrar el difícil camino de vuelta y fue capturado por los portugueses.
En diciembre de 1529 poco más de 50 españoles se mantenían en pie. Faltos de munición y armamento, abandonados, vestidos con harapos y sin apenas comida se entregaron tras la caída del reino de Tidore, su principal aliado, tres años después de iniciar las hostilidades. Comenzaba para ellos un largo cautiverio en oscuras prisiones portuguesas.
Lo que se desconocía en las Molucas era que ambas coronas ya se habían puesto de acuerdo en el Tratado de Zaragoza, firmado en abril de 1529. Carlos V renunció a las Molucas a cambio de dinero. La noticia no llegó al archipiélago hasta 1532. Los escasos supervivientes fueron entonces repatriados vía Lisboa, ciudad a la que llegaron en 1536 con lo puesto, después de requisarse todas sus pertenencias.
Entre ellos figuraba un desconocido Andrés de Urdaneta. Había partido de A Coruña con 17 años en 1525 y regresó once años después con una hija mestiza. Más adelante sería conocido como uno de los mejores cosmógrafos de su época, pero en 1536 regresó junto a ocho hombres más, derrotado y sin gloria tras completar la segunda vuelta al mundo.