Benjamín Prado
Escritor. Autor de 'Los dos reyes' (Alfaguara)
Nadie quiere ser socio del Club de los 27
El problema de la inmortalidad es que para disfrutar de ella hace falta estar muerto. Como frase, aquello de “vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver” suena bien cuando lo dice Humphrey Bogart en Llamad a cualquier puerta, pero la realidad no es una película de Nicholas Ray, ni la enfermedad incurable tiene el aura romántica de las novelas de tuberculosos estilo La dama de las camelias, La montaña mágica o Pabellón de reposo, cuyos autores, por otra parte, se cuidaron tanto que vivieron mucho más que sus personajes: Alejandro Dumas, sesenta y ocho años; Thomas Mann, ochenta, y Camilo José Cela, ochenta y cinco.
En el territorio de la música, el mito de las estrellas caídas en plena juventud y con los pájaros mitológicos del éxito y la fama comiéndoles de la mano es todo un clásico y tiene ejemplos rutilantes que van desde el mismo rey del rock & roll, Elvis Presley, a su futuro yerno, aunque sea a título póstumo, Michael Jackson. Y luego hay una coincidencia entre mágica y macabra que es la desaparición de una serie impresionante de grandes figuras, justo a los veintisiete años, miembros de una lista que todo el mundo conoce: Jimi Hendrix, Janis Joplin, Brian Jones, Jim Morrison, Amy Winehouse, Kurt Cobain.
El último de ellos se suicidó y los otros cinco, de algún modo, también, dado que su fallecimiento tiene mucho que ver con las drogas: no olvidemos que el de los cuatro primeros se produjo entre 1969 y 1971, es decir en la era de la psicodelia y la experimentación con la heroína, el LSD y demás.
Sus admiradores no queremos que se conviertan en leyendas y estatuas, sino que se cuiden y nos duren, que no nos dejen solos, que continúen haciendo canciones y subiéndose a los escenarios
Hoy todo ha cambiado, empezando por la propia idea de la música como un espectáculo de y para adolescentes: ahora hablamos de ocio para adultos, Bob Dylan, los Rolling Stones, Patti Smith y Paul McCartney siguen sacando discos y llenando auditorios a los ochenta o casi, igual que en España lo hacen Joaquín Sabina, Joan Manuel Serrat o Miguel Ríos, Ana Belén y Víctor Manuel… Y sus compañeros de generación que se han ido al más allá, lo hicieron a una edad ya muy respetable: Leonard Cohen, David Bowie y hace no tanto los maestros Chuck Berry, Jerry Lee Lewis y Little Richard.
Obviamente, los avances científicos tendrán algo que ver con esta longevidad, porque si Hendrix o Joplin hubieran ido a las mismas clínicas que va Keith Richards, igual aún estaban por aquí, y con la conciencia más exacta de los peligros que conlleva el consumo de estupefacientes: ya no queda nadie que los tome sin saber que le van a destruir. En el siglo XXI, nadie quiere ser socio del Club de los 27.
Y en cuanto a sus admiradores, también somos distintos, no queremos que se conviertan en leyendas y estatuas, sino que se cuiden y nos duren, que no nos dejen solos, que continúen haciendo canciones y subiéndose a los escenarios a cantárnoslas. Quedan pocos y hay que ser conscientes de la suerte de poder verlos con nuestros propios ojos. Son los más grandes, son irrepetibles, son nuestra vida. Que no se mueran nunca. Que llegue la grúa de demoliciones, ball & chain, y eche abajo ese club.
Sabino Méndez
Músico y escritor. Autor de 'Corre, rocker' (Anagrama)
Saber beber
El atractivo del malditismo es demasiado goloso como para no cebarse en toda esa mitología rock de cadáveres jóvenes y bellos, de gente de talento desaparecida prematuramente, de llamas breves y hermosas que brillan con fulgor inusitado para apagarse de golpe. Ahora bien, como protagonista que lo ha vivido desde dentro puedo decir que las razones de todos esos episodios –tan inflamables de cara a la leyenda– solían ser mucho más prosaicas. Simplemente no nos había dado tiempo de aprender a beber.
Caemos en el error de olvidar frecuentemente que, hace medio siglo, la industria musical estaba por encima de la industria del cine. Los discos, conciertos y todo lo que se había creado a su alrededor desde 1953 movía un billón de dólares anuales, mientras que Hollywood (entonces en horas bajas por culpa de la entonces innovadora televisión) apenas llegaba al millón y medio. No es extraño que todos los que fuimos adolescentes en los setenta soñáramos, no con ser una estrella de cine, sino con tocar la guitarra eléctrica y ser una estrella de rock.
Antes de que las innovaciones digitales acabaran con el mercado de los soportes físicos (vinilo, cinta, CD…), una simple canción que cayera en gracia podía hacerte rico antes de que hubieras tenido tiempo para aprender a manejarlo. Un factor añadido es que la edad media de los grupos era mucho más precoz que ahora. En el reino de las ganancias desmesuradas y rápidas, si tu canción era capaz de captar la frescura rebelde de los dieciséis años podías encontrarte en la cima a los dieciocho.
El forjado de mitos ya no depende tanto de la muerte prematura. Actualmente, con esas virales redes sociales, todos hemos hecho ya alguna vez públicamente el ridículo antes de alcanzar la fama
Cuando cumplí veintitrés, ya teníamos dos discos de éxito y pagábamos desahogadamente nuestros alquileres. Actualmente se considera a un grupo como “joven” cuando tiene su primer éxito a los veintiocho años. Todo eso llevaba asociadas unas consecuencias.
Con los años y la frecuentación de barmans y sus tónicos fermentados, uno descubre que, generalmente, para el ser humano, resulta mucho más accesible alcanzar la abstinencia que la, siempre complicada de gobernar y mantener bajo control, templanza. Eso es un pilotaje que solo se aprende con los años y la práctica.
Si añadimos a eso que las cuatro últimas décadas del siglo veinte estuvieron llenas de innovaciones tecnológicas que había que explorar, no es extraño que ese espíritu de experimentación se extendiera al propio cuerpo y su capacidad de resistencia. Por eso, muchas muertes prematuras fueron causadas por asfixias provocadas por el propio vómito en momentos de inconsciencia etílica. Fue tan común que llegó incluso a ser tétricamente caricaturesco. En la ficción rock This is Spinal Tap (1984) se proponía humorísticamente que el cantante del grupo había muerto asfixiado en vómito… ¡ajeno!
El forjado de mitos ya no depende tanto de la muerte prematura. La muerte precoz, de cara a lo legendario, te ahorraba los posteriores ridículos que a todos nos depara la vida. Pero actualmente, con esas virales redes sociales, todos hemos hecho ya alguna vez públicamente el ridículo antes de alcanzar la fama. Así, claro, es difícil forjar leyendas.