¿Se puede ser poeta y músico y admirar a Nietzsche? Se debe, y la respuesta se llama Jim Morrison. Y no solo al insondable autor de El nacimiento de la tragedia o El anticristo. También a Rimbaud, Ginsberg, Kerouac, Artaud, El Bosco… Todos creadores que no conocieron la división entre vida y obra, entre arte y experiencia. Como Schopenhauer, entendieron que solo el arte es capaz de trascender y superar la tragedia de la existencia. Jim Morrison, el Rey Lagarto, el eterno espíritu de los Doors, murió un 3 de julio de 1971 en París sin tener la más mínima idea de lo que era vivir sin estar permanentemente seducido y alterado (con o sin ayuda de sustancias propiciatorias) por las musas.
Hace 50 años, desesperado por no encontrarlas, convencido de que le habían abandonado definitivamente, dejó este mundo arrollado por la desesperación y la locura. Un epitafio, “según su propio Daimon”, una novia, Pamela, y unos pocos amigos (entre los que se encontraba Agnès Varda) arroparon un bonito aunque castigado cadáver que, desde entonces, reposa en el cementerio Père Lachaise, alimentando el macabro club de los 27, ya inaugurado por Brian Jones, Janis Joplin y Jimi Hendrix, y convirtiéndose en lugar de peregrinación para los espíritus libres que brotan, como él, en cada generación.
“Morrison comprende que ser poeta supone mucho más que escribir poemas. Exige un compromiso con la vida y la muerte, lo cual implica mucho dolor. Es despertarse cada mañana con una fiebre altísima que solo la muerte puede extinguir, y, aun así, estar convencido de que ese sufrimiento lleva consigo una recompensa única: el precio de la aniquilación del cuerpo por la explosión de la luz mental”, señala Alberto Manzano en Jim Morrison, cuando la música acabe apaga las luces (Cúpula), una nueva entrega de este crítico e historiador del rock que, como viene siendo habitual en sus rigurosos trabajos, recorre la peripecia vital de nuestro protagonista acompañándola de las letras (tan inseparables de sus propia piel) que incluyó en álbumes como Strange Days, Waiting for the Sun, The Soft Parade, Morrison Hotel, L. A. Woman o An American Prayer.
Morrison quería el mundo y lo quería ya. Nada de falsas promesas o de hipotecas a largo plazo. Y lo pagó con su vida. Desesperado por no tener ni una sola señal de su imperiosa demanda
Morrison quería abrir la puerta. Esa puerta de la libertad de pensamiento que a todo el mundo se le abre (aunque sea fugazmente) con veinte años para sentir “la sangre fría y picante” (The Celebration Of The Lizard) de la desinhibición y que con treinta empieza a entornarse inexorable e irremediable para sucumbir a la convencionalidad de los cuarenta. “La puerta es directa, ancha y profunda/Ábrete camino hasta el otro lado” (Break On Through To The Other Side).
Con Ray Manzarek, Robbie Krieger, fanático de la música española, y John Densmore (tres de los mejores músicos que vieron los primeros tiempos del rock) saltó al margen de las encauzadas corrientes por las que empezaba a circular la música a finales de los sesenta para hacer de los Doors algo único, marginal y descarnado. Montados en las indomables formas del blues, pero formados por la clásica y el jazz, se dejaron llevar (en ocasiones sin mucho convencimiento) por los remolinos autodestructivos de Morrison, que pagó sus embriagadas e incontroladas provocaciones escénicas con la persecución judicial y la cárcel. Con todo, sus apariciones, sus directos, fueron pura mística. La crítica de la época llegó a señalar con extraordinaria precisión que los Doors empezaban donde terminaban otros grupos como los Rolling Stones. “Extraños días nos han encontrado, extraños días han dado con nosotros…” (Strange Days)
“En su perfecta representación de Dioniso -explica Manzano en Cuando la música se acabe...-, con los ojos semicerrados, las dos manos crispadas en el micro y un pie encima de la base, su delgado cuerpo balanceándose como un trompo, oscilando con movimientos de suave amplitud, pero cargados de connotaciones sensuales y cierta violencia, Morrison seducía físicamente mientras rapsodiaba, pero su encanto estaba articulado a una vena intelectual, enigmática, imprevisible, que dejaba al público patidifuso”. Morrison quería el mundo y lo quería ya. Nada de falsas promesas o de hipotecas a largo plazo. Y lo pagó con su vida. Desesperado por no tener ni una sola señal de su imperiosa demanda y obsesionado por las “puñaladas en el costado” que recibía al amanecer nuestro planeta (como gritó en When The Music’s Over), el Rey Lagarto invocaba a la muerte como si fuera una amiga. “Venga, chica, arriésgate con nosotros y encuéntrame en al fondo del autobús azul” (The End).
Pero si hay una canción que preconiza su fatal desenlace es Summer’s Almost Gone. Su letra, su música, sus imágenes, nacen de una melancolía casi hiriente: “El verano casi ha terminado/ ¿Dónde estaremos/ Cuando el verano haya terminado?/ La mañana nos encontró tranquilamente inconscientes/ El mediodía quemó oro en nuestro pelo/ De noche nadábamos en un mar risueño/ Cuando el verano haya terminado/ ¿Dónde estaremos?”. Así, en ese no tocar la tierra, en ese no ver el sol, en ese huyamos, huyamos de Not To Touch The Earth que culmina con el lorquiano “Sol, sol, sol/ Arde, arde, arde/ Luna, luna, luna/ Te cogeré pronto”, Morrison se acerca a su final.
Manzano lo narra en su libro con excelente pulso literario: “Era el primer día de julio y el calor en París era infernal. Jim no tenía buen día. De hecho, había vuelto a caer en un abismo de terrible desánimo. Llevaba mucho tiempo bebiendo y ahora intentaba dejarlo de una vez por todas”. Así pasaron dos días hasta el indeseado desenlace: “Las diferentes versiones de esa noche están llenas de contradicciones”. En el informe médico figuraba el 3 de julio como fecha de defunción y la causa de la muerte “fallo cardíaco”. El verano había terminado y la mañana encontró, tranquilamente inconsciente, el cuerpo de Jim Morrison. El Rey Lagarto había muerto sin conocer la distinción entre arte y vida. “Luna, luna, luna, te cogeré pronto”...