Con el aire
Antonio Cabrera
22 diciembre, 2004 01:00Antonio Cabrera. Foto: Ángel Díaz
Al margen de simpatías personales, los poetas se agrupan por similitudes estéticas. Es difícil leer los sobrios poemas de Con el aire, el segundo libro importante de Antonio Cabrera , y no pensar en la poesía de Vicente Gallego, Marzal, Brines o César Simón.¿Poesía de pensamiento? Poesía de sensorialidad meditativa, podíamos definirla. Los poemas nacen de la contemplación del mundo. "De la luz del otoño/extraigo alguna consecuencia", comienza "Ante el otoño". "Alguna consecuencia" más o menos trascendental extrae el poe-ta del "crepitar/de unas ramas de olivo/ que se queman sin prisa tras la poda" ("Amor fati"), de "ver cómo cae sobre el valle/la sombra de una enorme nube" ("Participación"), de un atardecer en que "la escoria que fue el oro del día/mancha de hollín ardiente las fachadas" ("Tedio").
A Francisco Brines se le cita al frente de uno de los poemas: "pues dejas de ser luz para llamarte tiempo". Hay en Brines, uno de sus maestros, mayor sensualidad que en Antonio Cabrera, quien a veces deja asomar en exceso -al modo de la moraleja de las fábulas- el esquema conceptual que vertebra el poema. Y que no siempre refleja una intuición compartible. "La habitación de Leipzig", por ejemplo, trata de un tema frecuente en la poesía contemporánea (recordemos a Gerardo Diego o Claudio Rodríguez), la contemplación de la amada dormida, y lo hace de muy personal manera: "Podía parecer indefensión/ pero, en verdad, reinabas./Eras la carne negligente/que ha vencido a todo con el sueño/y todo lo detiene ante sus párpados./Con la respiración decretabas exilios./Con la mano caída dabas un pan distante,/inalcanzable". El poema termina con los siguientes versos: "Ibas a despertarte./ El mundo, compartido, se haría más difuso". ¿Y por qué?, pregunta el lector que piensa que el mundo, a juzgar por lo que se deduce de los versos, lo mismo puede hacerse más difuso que puede hacerse cualquier otra cosa. Es el riesgo de una poesía que se quiere a la vez conceptual e intuitiva, adivinadora y razonadora.
Pero en las cuatro partes del libro -"El aire", "Idea", "De mi nombre", "Reflejos"- hay poemas memorables, acabadas muestras de una poética compartida por uno de los grupos más significativos de la actual poesía española (a los nombres ya citados habría que añadir el de Miguel ángel Velasco, o incluso el de Antonio Gracia, que fue premio Loewe, como casi todos ellos, y dejó de serlo). Memorable resulta la "Oda al aire quieto", en la primera parte, o el poema dedicado a la lechuza ("A resguardo") en la segunda: "Envuelta por la luz del día que declina,/el ave de la diosa/se ha posado en silencio sobre una vieja rama". También los titulados "Narcisos", "El cuidado del fuego" o "Un cerezo", aunque en este último disuene la explícita lección ("madurar/es concentrar despacio el azúcar que afirma") y el adjetivo sustantivado del verso final que la reitera: "Una brisa muy leve lo tocaba,/y parecía un himno,/un canto inteligible en honor de lo denso". "Cincel" o "Meditación del cristal", con el que concluye el libro, son otros poemas dignos de ser subrayados. "¿Quién conoce, quién ve, quién no confunde?", pregunta el último verso.
Poesía honda y meditativa, que a veces parece lastrada por su propia seriedad, la de Antonio Cabrera, un poeta que en Con el aire ofrece una segunda parte de En la estación perpetua (2000), sin aparente evolución, aunque también sin excesiva reiteración. De hecho algunos de los poemas del nuevo libro datan de fecha anterior, como los ya citados "Ante el otoño", incluido en el cuaderno Ante el invierno, de 1996, o "Narcisos", publicado en el cuaderno La mano que escribe (1999), antología de su poesía hasta entonces, cuya nota preliminar terminaba con una afirmación que sigue siendo válida: "He buscado siempre lo mismo: aunar pensamiento y emoción". Y lo ha conseguido con frecuencia.