Años 60, poco antes de que se produzca uno de los asesinatos más célebres de la historia del siglo XX, un superagente de la CIA de origen gallego, exmiembro del partido comunista español, se convierte en guardaespaldas del presidente de los Estados Unidos, John F. Kennedy. Su nombre, claro está, es Pepe Carvalho.
Aunque aún le queda para convertirse en uno de los mejores exponentes de nuestra novela negra, aquellos inicios, hace medio siglo, plantarán la semilla de lo que se convertirá en toda una saga e inmortalizará a su autor, Manuel Vázquez Montalbán, como uno de los nombres del pabellón mundial de los maestros del género noir.
“Me pondré a escribir novelas como Simenon y me compraré un castillo en Suiza”, cuenta Miqui Otero en el prólogo de la edición especial de Yo maté a Kennedy que contestó el escritor a su suegro cuando este le habló de la última adquisición del creador del icónico comisario Maigret. Reeditada ahora por Planeta para celebrar su aniversario, aquel fue el debut de un Pepe Carvalho aún por perfilar, en cuanto a lo que para muchos se convirtió un par de años después en su bautizo oficial, Tatuaje (1974).
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Bien es cierto que aquel personaje no cocinaba, aunque ya manifestaba cierta debilidad por la gastronomía, y tampoco quemaba libros, aunque sí los apilaba —“para hacer construcciones arquitectónicas”—. Tampoco usaba muchos de los códigos de la novela negra. Aunque, por otro lado, indudablemente lo hacía cuando afirmaba en la ficción: “Yo tengo una pistola sobaquera, la tendré siempre. Dispararé hasta el último cartucho contra cada cerdo que busque amparo en la podrida dignidad colectiva de la especie”.
Como un ajuste de cuentas con la España tardofranquista, “para Vázquez Montalbán —escribe Pierre Lemaitre en Diccionario apasionado de la novela negra (Salamandra)—, la literatura era un arma de combate: combate contra el franquismo, cuyos calabozos conoció, y contra la amnesia colectiva de los tiempos posdictatoriales”.
Un pionero en la novela negra española
“Fue un auténtico pionero —afirma hoy Alicia Giménez Bartlett—. Introdujo la modernidad en el país un tanto a la americana: detective privado, entorno urbano....”. Y es que, aunque ya había precedentes “de fuste”, explica Lorenzo Silva, “como el Plinio de Francisco García Pavón o el detective Selva de Emilia Pardo Bazán —cuya trascendencia sólo recientemente hemos podido apreciar en toda su dimensión con la publicación de su novela inédita e inconclusa—, Vázquez Montalbán acertó a hacer una apuesta decidida por el género policial como molde narrativo y artefacto literario, inserto en el marco de la novela social contemporánea. Lo hizo con modernidad, originalidad, desparpajo y una gracia innegable. Su talento para la observación y el detalle y su voluntad de estilo redondearon la faena”.
Su apuesta sirvió, además, para revalorizar un género que, durante mucho tiempo, se pensó como mero pasatiempo. “Él era un intelectual respetado y quiso jugar y experimentar con la cultura popular, con la novela de género, el puro entretenimiento, lo que ha sido siempre una aberración para según quién", reflexiona Carlos Zanón.
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Pero también fue subversivo a la hora de enfocar el género policial, ya que dio la vuelta al tópico en muchos aspectos —lo local, la gastronomía, la copla, el Barça—, haciendo de cada Carvalho un anuario de la sociedad española. Y creó a Carvalho, personaje icónico sin el cual ni Andrea Camilleri, ni Petros Márkaris, ni Donna Leon, ni Jean-Claude Izzo hubieran escrito igual”.
Referente para muchos de nuestros escritores posteriores, añade Rosa Ribas, Vázquez Montalbán, además, “ayudó a sacar al género de la marginalidad de las formas literarias consideradas menores, al mostrar el gran potencial crítico del que es capaz. Porque, con mayor o menor fortuna, se atrevió a jugar con los parámetros del noir, mostrando que no hay formas ortodoxas, sino una gran libertad de movimientos”. En ese sentido, comparte que el escritor le influyó “mucho más en cuanto a que daba valor y peso literario a un género considerado menor por muchos”, lo que para ella “y otros seguramente, supuso un estímulo para adoptarlo”.
Un mundo irreal donde cabía de todo
Escrita cuando apenas había cumplido los 30 años, tras títulos como Manifiesto subnormal y Crónica sentimental de España, Yo maté a Kennedy, cuenta Otero en el prólogo, “caería tras su lanzamiento en las cajas de saldo de El Corte Inglés, pero acabaría por ser una de sus obras más traducidas y de culto”. El propio Vázquez Montalbán, la describió como una novela reflejo de “un mundo irreal que venía de la empanada mental que vivíamos”. Un vodevil donde cabía de todo: “poemas, textos de vanguardia, influencia del cómic y del cine… Era un maregmánum que reflejaba la descomposición de la novela que creíamos que estábamos viviendo”.
En ese contexto, "Pepe fue decisivo en la popularidad de las novelas", tercia Giménez Bartlett. Era un personaje original, cortado con un patrón tradicional del género, pero muy autóctono. Sus andanzas y amores sólo hubieran podido suceder en España. Era un antihéroe que se recordará. Su talante crítico y su amor a la buena cocina lo hacen singular”, apuesta la autora de Petra Delicado. Se trata, pues, de una especie de “Frankestein incomprensible e imposible”, según Zanon, que supo calar en el sentir general. “Carvalho genera unanimidad en un país donde aún se discute si Messi era mejor que Ronaldo o si tampoco hay para tanto con Benito Pérez Galdós o La plaça del diamant. Es emblemático. Su sentido del humor, su alergia a las banderas, su desilusión lejos de una mesa puesta”.
Con una producción de casi 20 novelas, además de numerosos relatos, como en cualquier serie “su nivel es desigual —reflexiona Silva sobre la totalidad de la obra— pero el promedio es más que notable y el conjunto adquiere perfiles de gran obra. Puede que tenga novelas más poderosas en sí mismas, por ejemplo Galíndez, una de las mejores aproximaciones literarias de la literatura del siglo XX a la figura del titular del poder absoluto; pero la suma de las novelas de Carvalho es tal vez su obra más relevante. De ellas destacaría su amenidad, su vocación crítica y testimonial y su aliento poético. Del personaje, su carisma”.
Coincide con este análisis Ribas, quien lamenta que “muchas veces las obras de género, más populares, devoran el resto de la producción de un escritor. Pero algunas de sus otras obras merecerían mayor atención, Galíndez o la Autobiografía del General Franco (recién recuperada por Navona), aunque esta necesitaría un índice onomástico al final, ya que presupone que en el lector un conocimiento de la época que dificulta la lectura”.
De las obras de Carvalho, la autora de Un asunto demasiado familiar o Los buenos hijos, valora “el retrato de una Barcelona cambiante, de sus diferentes barrios, de tipos de gente propios de ese tiempo”. Aunque si bien destaca del personaje “su actitud, su estar de vuelta” y la gente de la que se rodea, “son muy buenos secundarios”, confiesa que lo de la cocina le gusta menos, “pero eso es algo muy personal”.
Para Zanón, por su parte, hubo “una relación ciclotímica” en la serie. “Está la trilogía hard boiled clásica —Los mares, Tatuaje, La soledad…— o cuando le importaba algo mucho, como por ejemplo Quinteto de Buenos Aires, novelas divertidas —para él, para un público que esperaba dosis Carvalho—, coyunturales y periodísticas —argumenta—. En todo momento hay una voluntad de retrato sentimental y sociológico de su país, creo, del mundo del que viene y del que está llegando. Una melancolía irremediable, casi morbosa”.
Pepe Carvalho, hoy
Reflejo de la España posfranquista, las circunstancias del país hoy han cambiado, lo que no impide que, como tercia Giménez Barlett, leyéndolo podamos “recordar y aprender”. “Algunas de las novelas han envejecido mal porque eran circunstanciales, estaban muy ligadas al momento y bastantes de las referencias resultan incomprensibles o irrelevantes, fuera del interés documental”, desarrolla Ribas, para quien títulos como Los mares del sur, en cambio, siguen siendo actuales y “buenas lecturas”.
En cualquier caso, su valor es incuestionable. “Es posible que al perder las referencias directas algunas de ellas, o algunos pasajes, no sean tan sugestivos para el lector de hoy como para el de entonces. Pero el lector curioso que se esfuerce por buscar esas referencias se encontrará con un valioso fresco de la sociedad española de fines del siglo XX y principios del XXI —recuerda Silva—. Tal vez no comparta algunos de sus juicios y apreciaciones, pero no podrá sino inclinarse ante la sagacidad, la honestidad y la compasión del retrato de la España de aquellos años”.
Y es que desde aquellos inicios con Yo maté a Kennedy hasta la adaptación que asumió el propio Zanón en 2019, Problemas de Identidad, donde resucitaba a Pepe Carvalho tras el fallecimiento de su autor en 2003, habían pasado 47 años. Aunque se reconoce deudor más de Juan Marsé, González Ledesma, Eduardo Mendoza o Francisco Casavella que de Vázquez Montalabán, de aquel desafío, el experto en novela negra, además de poeta y novelista, sacó una experiencia que vivió como “un lujo, un privilegio, un peligro, un orgullo y un reto literario más que comercial. Lo disfruté mucho. Escribiéndolo y promocionándolo. El libro gustó mucho y por los motivos que yo quería: por cómo se había escrito, por lo personal y, al mismo tiempo, respetuoso, del texto", recuerda.
Colocado por Pierre Lemaitre en el Olimpo de los grandes personajes del género, como Marlowe, Wallander y Maigret, nuestro Pepe Carvalho nada tiene que envidiar a los otros detectives canónicos. “Y es algo de lo que deberíamos estar orgulloso. No es fácil ni depende de uno crear un personaje icónico. Y sigue vivo. También su autor. Pensemos en otros autores de su generación que fueron populares y hoy nadie lee y sus libros están fuera de circulación. Fue un lujo tener a un escritor como Manuel Vázquez Montalbán y que optara por jugar con las novelas de quiosco y no los sesudos ensayos sobre eurocomunismo, Hegel y Adorno”, reconoce Zanón.
Influenciado por él, “en su apuesta por anteponer la mirada a la sociedad y a los individuos sobre las servidumbres del enigma o el culto a la violencia, en la necesidad de recurrir al humor, aunque el crimen siempre sea algo trágico, y en la exigencia de que el héroe tenga a la vez algo de anómalo y de corriente, de lugareño y de irremediablemente extranjero”, Silva, por su parte, reconoce y sube la apuesta de Lemaitre en cuanto al lugar que ocupa Carvalho en este curioso panteón literario: “Por encima de Wallander —que le debe mucho al Martin Beck de Sjöwall y Wahlöö—, cerca de Maigret y sólo claramente por debajo de Marlowe, lo que no es ningún desdoro, porque no hubo, ni tal vez habrá, otro más grande”.